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ANÁLISIS

Palestina, sí; pero el Sahara Occidental, no: cuando los principios se topan con los intereses

Pedro Sánchez y Mohamed VI en una imagen de 2018.

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De partida, todos aspiramos a la plena coherencia entre nuestros actos y los valores y principios que decimos que nos definen y alumbran nuestro comportamiento. Pero cuando se entrecruzan los intereses que defendemos, tanto los legítimos como los que no lo son tanto, la cuestión se suele complicar sin remedio. Y eso es lo que parece estar ocurriéndole al Gobierno español cuando no encuentra la manera de esconder su incoherencia ante la indiscutible doble vara de medida que emplea cuando se refiere al Territorio Ocupado Palestino y cuando lo hace sobre el Sahara Occidental.

Por supuesto, siempre se puede aducir, con razón, que se trata de asuntos distintos y con particularidades que es necesario tener muy en cuenta. En el primer caso se trata de un territorio ocupado por Israel desde 1967, con el derecho internacional reconociendo al pueblo que lo habita el derecho a la resistencia armada contra la potencia ocupante y su legítima aspiración de tener algún día un Estado propio (tal como ya recogía el incumplido Plan de Partición de la ONU de 1947).

En el segundo, se trata de un territorio ocupado en un 80% por Marruecos, identificado por la ONU como sujeto a descolonización, con un plan de paz que contempla (desde 1991) la celebración de un referéndum de autodeterminación que nunca se ha podido llevar a cabo por la férrea oposición marroquí.

En ambos casos hay razones suficientes para, alineados con lo que establece el derecho internacional, respaldar la creación de un Estado palestino, la celebración del mencionado referéndum saharaui y la crítica sin paños calientes a quienes –sea Tel Aviv o Rabat– incumplen sus obligaciones como ocupantes y violan el derecho internacional y las resoluciones de la ONU. Y de ningún modo adoptar esa actitud convierte a quienes se atrevan políticamente a hacerlo en cómplices del terrorismo internacional o en enemigos de un pueblo o de una religión. De ahí que más que señalar a los que muestran esa voluntad política, habría que hacerlo con los que prefieren mirar para otro lado cuando se está conculcando la voluntad popular y las normas éticas y jurídicas más básicas que nos definen como humanos y demócratas.

Sin embargo, es bien visible que el Gobierno español está adoptando posiciones distintas en un caso y en otro, aunque eso suponga quedar en evidencia. En el caso palestino es inmediato entender que la valentía política mostrada por el presidente del Gobierno (sólo en comparación con la pasividad y el ensimismamiento de la mayoría de sus homólogos en el marco de la Unión Europea) se debe a razones de oportunidad política.

En primer lugar, se alinea con lo ya dicho por otros mandatarios como el secretario general de la ONU o el Alto Representante de la UE para la Política Exterior y de Seguridad, tomando simplemente al derecho internacional como vara de medida para enjuiciar los comportamientos de los actores implicados en el conflicto. Además, se suma al sentir mayoritario de la sociedad española, no sólo por las simpatías emocionales que pueda suscitar la causa palestina, sino también por el deterioro que ha ido acumulando Israel como consecuencia de la política de fuerza bruta ejercida por sus gobiernos.

Igualmente, expresa el amplio consenso político entre los miembros de la actual coalición gubernamental, sin que en esta ocasión los intereses económicos –con unos intercambios comerciales que en el pasado año se elevaron hasta los 3.200 millones de euros, con un notable superávit a favor de España– hayan sido un factor determinante. Por último, conviene recordar que hasta ahora todo se resume en gestos, sin que las declaraciones hayan ido acompañadas de decisiones diplomáticas y/o económicas.

En el caso saharaui, por el contrario, lo que ha primado es la defensa de intereses. Hace tiempo ya que ha quedado claro que la política de vecindad con Marruecos viene determinada por la moderación a toda costa, tratando de evitar (sin lograrlo) los exabruptos de Rabat. Una actitud que deriva de asumir que Marruecos tiene no sólo la sartén por el mango, sino la sartén entera; es decir, que puede provocar prácticamente a su antojo una crisis jugando sin ningún reparo con las desgracias de su propia población y de quienes de manera irregular se encuentran de tránsito en su territorio, simplemente dejando hacer a las mafias que trafican con personas.

Si a eso se une la necesidad de contar con su colaboración en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo yihadista, más el potencial desestabilizador de los contenciosos territoriales que Rabat modula a su gusto, se entiende que España haya optado por pagar el peaje de alinearse con su vecino del sur en su pretensión de ver reconocida su soberanía sobre lo que denomina las “provincias del Sur”.

Un cálculo que no toma en cuenta el abrumadoramente mayoritario apoyo social a la causa saharaui, ni la responsabilidad histórica de España como potencia administradora, ni los mismos valores y principios que emplea para explicar su posición respecto a los palestinos.

En definitiva, cabría incluso aventurar que en el ámbito diplomático hay una relación inversa que determina que a mayor distancia geográfica del asunto a tratar, menor nivel de incoherencia cabe esperar entre los intereses y los principios, y viceversa. El problema es que actuando de ese modo, además de hacer visible esa incoherencia, nada permite imaginar que Israel vaya a modificar su rumbo belicista, ni que podamos garantizar que Marruecos vaya a ajustarse a lo que nosotros se supone que queremos. Todo ello mientras tanto palestinos como saharauis quedan en la estacada.

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