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ADELANTO EDITORIAL

Rusia, Ucrania y la venganza de la historia

Portada del libro 'Una historia breve de Rusia'

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El 24 de febrero de 2022, después de una larga escalada retórica y militar, Vladimir Putin se lanzó a invadir Ucrania. En el momento en el que escribo estas líneas, el resultado de esta terrible guerra es aún incierto, pero está claro que la expectativa inicial de Moscú de una victoria rápida y sencilla ha sido frustrada por la tenaz y apasionada resistencia del pueblo ucraniano.

Existen claras reminiscencias históricas en este conflicto, en las negras nubes de humo que se elevan de las ciudades bombardeadas y en las imágenes de los millones de refugiados que huyen de una guerra en Europa, en la retórica grandilocuente de un aspirante a conquistador y en los ojos confundidos del prisionero de guerra ruso al que se le había asegurado que entraría en Ucrania como libertador, no como ocupante. Esta es, después de todo, una guerra que Putin ha justificado apelando a la historia —aunque se trate de una versión crudamente hilada por él a partir de retazos de aquí y de allá—, y, aparentemente, sus planes de guerra los elaboró sobre la base de su incomprensión de la misma.

Clara e insensatamente, Putin se considera un historiador amateur de primera. Se ha dedicado a dar largas exposiciones de su bidimensional interpretación de la historia de Ucrania, que han enojado a los ucranianos tanto como han dejado perplejos a los historiadores. Por ejemplo, en su «Sobre la unidad histórica de los rusos y los ucranianos», publicado en julio de 2021, afirma que los ucranianos y los rusos son «un solo pueblo», ignorando alegremente la complejidad de la relación. Después de todo, Ucrania es una nación multilingüe en la que el ruso es solo uno de los idiomas y, además, la Iglesia rusa es solo uno de los credos ortodoxos que se profesan en el país. No hay duda de que existen profundos vínculos e interconexiones, pero los ucranianos y los rusos han vivido en Estados separados más tiempo de lo que lo han hecho bajo el mismo Gobierno. 

Lo cierto es que, para él, no solo los ucranianos no son un pueblo verdadero, sino que Ucrania no es un verdadero país. En la víspera de la invasión, afirmó rotundamente que Ucrania no es nada más que una construcción artificial de la revolución, creada por la política bolchevique para las nacionalidades, y que, en ese sentido, podría ser denominada «la Ucrania de Vladimir Lenin». Aunque la historia siempre es objeto de conflicto y siempre es movilizada para uso político, raramente sirve de base para una estrategia militar. Esto es lo que sucedió en este caso, a insistencia de Putin, y el resultado ha sido un desastre. El ejército ruso ha desarrollado su propia forma de hacer la guerra, que comienza con una cuidadosa preparación, seguida de un bombardeo preliminar masivo por medio de misiles y aviones, con anterioridad al avance de unas fuerzas de armas combinadas cuidadosamente dirigidas.

En febrero de 2022, sin embargo, Putin parece que no solo tomó la decisión final de invadir Ucrania en el último minuto, sino que impuso un enfoque muy diferente a sus generales. Convencido de que este no-pueblo no lucharía para proteger a su no-Estado, exigió una barrera artillera mucho más liviana, para después mandar pequeñas fuerzas ligeras a las principales ciudades. Parece haber creído sinceramente que un par de compañías de paracaidistas podrían simplemente circular hasta el centro de Kyiv y detener al Gobierno, para que Moscú pudiese nombrar en su lugar a sus propias marionetas. Y, por supuesto, que los ucranianos aceptarían dócilmente este nuevo régimen. 

No funcionó así. En lugar de ello, los ucranianos detuvieron a los invasores rusos con la misma determinación con que habían luchado contra los alemanes setenta años antes. Aunque Putin intentó envolver su «operación militar especial» —llamarla «guerra» o «invasión» te puede mandar a la cárcel quince años— en el manto de la Gran Guerra Patriótica, lo que ha conseguido, si acaso, es lo contrario. Ciudades como Mariúpol, en la costa del mar de Azov, reducida a escombros, rodeada y, aun así, luchando mientras su población asediada abría los radiadores para encontrar algo de agua potable, se han convertido en el Leningrado y el Stalingrado de esta guerra.

Mientras escribo, continúan los combates. Tras los desastrosos errores de cálculo de Putin, sus generales intentan recuperar la iniciativa. Está por ver si, como Stalin, se da cuenta de lo estúpido que es intentar llevar a cabo la microgestión de su guerra y deja que los profesionales ejerzan su sangriento cometido, o si, como Nicolás II, piensa que tiene que mantener el control, seguro de que la victoria está al alcance de la mano y que servirá para salvar su decaída fortuna.

No es solo que la interpretación de Putin sea completamente ajena al trabajo académico y resulte crudamente instrumental, un intento de retorcer el pasado para que sirva a las necesidades políticas del momento. Como ya se ha dicho, después de todo, si acaso son los ucranianos los que podrían defender que la Rusia de hoy es simplemente un vástago de su propia nación. Tampoco se trata simplemente de que esto haya tenido unos resultados desastrosos, llevándole a adoptar una estrategia militar errónea al comienzo de la guerra. Más bien, se puede decir que ha olvidado algo realmente fundamental: que la historia no es el destino.

Incluso aunque todo lo que escribió fuese cierto, no significaría nada, a menos que el pueblo ucraniano decidiese lo contrario. El tiempo erosiona todas las viejas realidades: las culturas nacionales evolucionan, los credos y las ideologías ascienden y decaen, las fronteras cambian, las poblaciones se mueven y las comunidades se redefinen a sí mismas. Se podría decir que los ucranianos de hoy —no en menor medida por sus años de resistencia al imperialismo de Putin— están más unidos de lo que lo han estado en cualquier otro momento de su historia. Aunque las crónicas medievales llamaron a la vieja Kiev la «madre de las ciudades rusas», el Kyiv de hoy no solo está sometido al matricida bombardeo de la artillería de Moscú, sino que está intentando dejar atrás ese título y situarse firmemente en el seno de la amplia familia europea.

Pensemos ahora en Rusia. A lo largo del tiempo, sus fronteras se han expandido a todo lo largo de Eurasia, engullendo en su camino a entidades políticas más pequeñas. Su identidad ha sido desafiada y reinventada, ya sea por Pedro y Catalina la Grande, intentando abrir sus ventanas respectivas a Europa, o por los bolcheviques, presentándola como la cuna de la revolución global posnacional. Es una nación ortodoxa rusa (excepto donde no lo es, como en el Tartaristán musulmán o en la Tyva budista). Es la Moscovia de Mijaíl Romanov, el Estado europeo del epistolario de Catalina la Grande, el «gendarme de Europa» de Nicolás I, la revolución de Lenin, el despertar de Gorbachov; y, al mismo tiempo, es algo diferente de cada uno de ellos, un todo que es más que la suma de sus partes, al igual que Ucrania ha superado esos momentos históricos que Putin cree que puede organizar en apretadas filas y mandar a la batalla. 

En lugar de ello, estancado contra los ucranianos y enfrentado a unas sanciones económicas occidentales sin precedentes, Putin da la impresión de ser incapaz de adaptarse y parece estar recurriendo cada vez más a la intimidación dentro de sus fronteras a medida que las implicaciones de su guerra aparecen cada vez más claras. El país está siendo despojado de las ganancias económicas, sociales y políticas de los últimos treinta años, y da la impresión de que Putin parece decidido a arrastrar a Rusia a los monótonos y grises años setenta del pasado siglo, con unos líderes envejecidos presidiendo una economía en decadencia, atrapados en una amarga rivalidad con Occidente, basándose en la corrupción y la represión para mantener a las masas a raya.

No obstante, la historia es un río que nunca vuelve sobre sus pasos y que —citando por última vez a Marx— se repite «la primera vez como tragedia, la segunda como farsa». Los rusos de hoy no son los de la década de 1970, y a pesar de todas las sanciones que han roto sus vínculos directos con Europa y los intentos del Kremlin por romper los que quedan, saben lo que se arriesgan a perder. Decenas de miles de rusos han sido detenidos por protestar contra la invasión, y figuras muy conocidas, desde personalidades de la televisión hasta profesores universitarios, han firmado cartas abiertas, dimitido de sus trabajos, incluso abandonado el país antes que colaborar con el Kremlin.

Hasta ahora, muchos rusos apoyan aún la guerra, pero apoyan la guerra que les han dicho que está haciendo Rusia, una operación limitada, quirúrgica en sus esfuerzos por evitar bajas civiles, para evitar que una Ucrania «neonazi» amenace a Rusia y cometa genocidio contra los rusoparlantes del Donbas. Si la experiencia de la guerra de Afganistán sirve de algo, una vez que se enfrenten a la realidad de la guerra contada por los soldados que vuelvan del frente, o documentada por los que ya no puedan volver, esta aceptación del discurso oficial podría desaparecer rápidamente. Después de la desilusión, viene la ira. 

Incluso aunque Putin, en sus esfuerzos por emular a sus héroes históricos, como Pedro el Grande o Iván el Grande (el «recolector de las tierras rusas»), se esté convirtiendo en realidad en una especie de tributo a Brezhnev, este episodio particular de la historia de Rusia es poco probable que dure tanto como la «época del estancamiento». Aunque solo sea porque, como nos recuerda la historia, las guerras tienen tendencia a acelerar el ritmo del cambio. Una derrota abyecta en lo que se suponía que sería una «guerrita corta y victoriosa» contra Japón llevó a la Revolución de 1905, cuando la ira popular ante la humillación nacional y las privaciones se combinaron. Una guerra aparentemente interminable, en la cual más y más hombres morían absurdamente sin que se viese la victoria en el horizonte mientras la gente se moría de hambre en la retaguardia, terminó derrocando la dinastía Romanov en 1917. Una guerra económica no declarada con Occidente, que cerró a la Unión Soviética el acceso al crédito y a las tecnologías que necesitaba para sobrevivir, también acabó derrocando a ese imperio. Realmente, Putin no debería haber jugado con la historia. La historia siempre gana.

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