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Delirio y tragedia: el largo viaje de Putin hasta invadir Ucrania

El presidente ruso, Vladímir Putin, preside una reunión de su consejo de seguridad por videoconferencia el 18 de febrero.
26 de febrero de 2022 23:36 h

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En la Nochevieja de 1999, cuando Boris Yeltsin dimitió y designó a Vladímir Putin como sucesor, el cineasta ucraniano Vitaly Mansky empezó a grabar un documental con vídeos caseros de su propia familia, que ya parecía escéptica sobre el nuevo líder. Poco después, aceptó el encargo de la televisión estatal rusa para hacer un reportaje especial sobre Putin que le sirviera para su campaña electoral unos meses después. Hizo un especial amable y tuvo un acceso hoy impensable al presidente novato y a su entorno de asesores y familiares. 

Parte de ese material se convirtió en el documental Los testigos de Putin (2018), que incluye fragmentos inéditos que Mansky no utilizó entonces. En el filme, hay muchos momentos reveladores y hechos esenciales, como que el círculo más cercano a Putin de entonces estaba compuesto por personas que después pasaron a la oposición, se exiliaron o murieron, algunas en circunstancias extrañas (uno de los pocos de entonces que sigue fiel a Putin es Dimitri Medvedev). Entre los fragmentos que Mansky no incluyó en su reportaje de 2000 está una conversación suya con Putin sobre un asunto que entonces parecía obsesionar al presidente: el himno soviético, que él había restablecido como himno oficial de Rusia (aunque con letra distinta al original) y que veía como un consuelo por el pasado perdido. 

Putin contó al documentalista que acababa de estar en Lensk, una ciudad de la república rusa de Sajá, donde una mujer “que no era vieja pero tampoco joven” le pidió: “Devuélvenos nuestra vida, que vuelva a ser como hace 20 años”. “¿Qué le dirías?”, le preguntó Putin a Mansky mirando a cámara, muy cerca. “Es imposible volver al pasado. No puedes volver a tu juventud ni a tus años pasados. Es más, si tratamos de recuperar el pasado, acabaremos destruyéndolo todo”. Pero a la vez el político le quería “dar algo” a esta mujer para que “confiara en el establishment” y para él ese algo era también la música de Aleksandr Alexandrov, que fue elegido por Stalin para componer el himno que la Unión Soviética adoptó oficialmente en 1944.

“Ella tiene que envejecer pero nosotros tenemos que vivir”, replicó el cineasta. “Pero, ¿por qué crees que debemos vivir con esa música y no esta?”, insistía Putin. “¿Por qué no podemos escuchar el himno de Alexandrov y recordar la victoria de la Segunda Guerra Mundial y no el gulag? ¿Por qué necesariamente tenemos que asociar esta música con los peores aspectos de la vida en el periodo soviético?” Con gesto más enfadado, porque su interlocutor no parecía convencido, le espetó: “¿Debemos arrojarlo al vertedero de la historia como si nunca hubiera pasado? No sería justo”.

Al día siguiente, Putin hizo volver a Mansky al palacio presidencial para seguir hablando del himno y rebatir la resistencia de la sociedad civil, que había recogido entonces firmas contra esta decisión. “No sé por qué Putin quería convencerme cuando ya era imposible cambiar el himno. ¿Es que no quedaba nadie dispuesto a llevarle la contraria?”, reflexionaba Mansky casi dos décadas después sobre ese momento algo bizarro. “No puedes convencer a todos, desgraciadamente. No puedes hablar con todos en persona. Aunque pienso que si lo hiciera podría convencerlos”, le dijo Putin. “No se ofenda, pero no voy a compartir su opinión en lo referente al himno”, le replicó al final el documentalista. Putin hizo un gesto de desagrado subiendo el labio hacia arriba y le contestó: “Deberías”. 

El silencio de Moscú

En aquel documental Putin, que llegó a presidente con 47 años, parecía una persona amable y dispuesta al debate democrático, salvo por algunos ramalazos de irritación. Lo esencial era “aumentar la confianza del público” aunque, según decía, “los medios para conseguirlo están sujetos a discusión”.

Pero su coqueteo con el pasado no era pura nostalgia abstracta sino que venía de su experiencia directa como testigo del derrumbe de la Unión Soviética desde su posición de agente del KGB en la ciudad alemana de Dresde. 

A lo largo de los años, Putin le ha quitado importancia a su papel en el KGB y la entrega con la que su oficina quemó la documentación tras la caída del muro de Berlín hace difícil rastrear hasta qué punto fue clave y si tuvo relación con operaciones sensibles como el apoyo a atentados terroristas en Alemania en los años 90. Pero Putin ha hablado con claridad sobre la desazón que le provocó vivir la caída del régimen en el que había crecido hasta conseguir su sueño de ser espía. 

Putin parecía escandalizado por las protestas delante de su oficina en Dresde y por la falta de instrucciones del liderazgo de la Unión Soviética tras la caída del muro. Los manifestantes apenas eran unas pocas docenas de personas, pero se dirigieron a la residencia que tenía del KGB y los militares de la base soviética cercana no acudieron a proteger a los agentes. No llegaron refuerzos hasta unas horas después. Los agentes llamaron al comandante militar, que contestó: “No podemos hacer nada sin las órdenes de Moscú. Y Moscú se quedó en silencio”, según contaba Putin en una entrevista que recoge el libro Putin’s People de Catherine Belton, periodista de investigación y ex reportera en Moscú.

“Eso de ‘Moscú se quedó en silencio’... Tuve la sensación de que el país ya no existía. Había desaparecido. Estaba claro que la Unión estaba enferma. Tenía una enfermedad terminal sin cura, una parálisis de poder”, decía Putin. 

Las frustraciones que ha expresado desde entonces sobre el final de la Unión Soviética se han visto reforzadas por un círculo con experiencias parecidas, especialmente de ex agentes de inteligencia, los llamados siloviki (“gente de la fuerza”). 

“Los siloviki tienen un planteamiento del poder duro, de los ‘hombres fuertes’ que vienen del ejército, de los servicios de seguridad”, explica a elDiario.es Adela Alija, directora del Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad Nebrija. Cree que la visión del mundo de este grupo encaja con una política exterior donde se mezcla el resentimiento por el pasado.

En 2005, en un discurso a la nación, Putin dijo su célebre frase de que “la desaparición de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geoestratégica del siglo” y ya entonces se refería a rusoparlantes más allá de sus fronteras.

La ofensiva total contra Ucrania es la manifestación más violenta de esa visión. “La guerra en Ucrania supone el cuestionamiento del sistema internacional. Lo que está haciendo Putin es fruto de lo que pasó en 1991 con la fragmentación de la Unión Soviética. Él está diciendo que puede ser reversible porque se hizo en unas condiciones espantosas”, explica Alija. “De ahí viene la política exterior agresiva de Rusia, agresiva en el sentido de la activa recuperación de las zonas de influencia y del cuestionamiento de las organizaciones internacionales”. 

Alija dice que el discurso ultranacionalista de Putin y sus acciones reflejan un comportamiento observado en otros conflictos: “Este tipo de políticas exteriores muy agresivas e intervencionistas buscan justificaciones en el pasado. La historia como arma, sin duda”.

Los 56 minutos

El pensamiento de Putin incubado durante décadas no se había manifestado de manera tan agresiva y tan emocional hasta el discurso del lunes pasado: 56 minutos de alocución que concluyeron con la firma del reconocimiento de los territorios separatistas del este de Ucrania, que fue el preámbulo de la invasión de todo el país

El discurso, en el que negó el derecho de Ucrania a existir como una nación independiente, era una colección de hechos históricos escogidos de manera aislada, desde la conversión al cristianismo de un líder vikingo alrededor del año 980 hasta el supuesto “regalo” que le habían hecho los soviéticos a los ucranianos. El discurso no citaba, en cambio, la complicada relación del pueblo ucraniano con sus dominadores, que entre otras cosas escondieron el Holodomor, la hambruna que mató a más de tres millones de ucranianos entre 1932 y 1933. 

Olivia Durand, historiadora de la Universidad de Oxford, especialista en el siglo XIX e investigadora de las comunidades históricas en Ucrania, explica a elDiario.es que el discurso del lunes fue la culminación de mensajes repetidos por Putin de manera más intensa desde 2010. “Su interés está muy relacionado con el poder que tiene en Rusia, que probablemente no tenía durante la revolución naranja”, dice en referencia a las protestas en Ucrania entre 2004 y 2005. 

En 1994, cuando era vicealcalde de San Petersburgo, Putin ya se quejaba de la cesión de “inmensos territorios” a las antiguas repúblicas soviéticas, entre ellas zonas “que históricamente han pertenecido siempre a Rusia” y citaba Crimea como ejemplo, según le escuchó decir en una mesa redonda en San Petersburgo, el profesor Timothy Garton Ash. Pero la obsesión con Ucrania llegó después. En marzo de 2014, después de invadir Crimea, Putin dijo que “Kiev es la madre de las ciudades rusas”. En julio del año pasado, escribió un largo artículo reivindicando esta unión como si fuera un hecho. “Las historias de Rusia y Ucrania se superponen sin borrarse la una a la otra. Eso no justifica una invasión. Lo que ha pasado no va de la historia, sino de construir una justificación que esté enmarcada alrededor de la historia”, explica Durand, que ha escrito sobre las complejidades del nacimiento de Ucrania como Estado soberano en contraste con “la fantasía” de Putin. 

Los mensajes más místicos de Putin sobre el legado común se han alternado –también en algunos medios rusos– con las afirmaciones falsas de que Ucrania es un país “neonazi” o donde “parece que hay un genocidio” (en las últimas semanas, Putin ha eliminado de su discurso el “parece”) contra la población que habla ruso. El presidente ucraniano Volodímir Zelenski es judío –un hito para el país y para la región después de la Segunda Guerra Mundial–, habla ruso y fue elegido en elecciones demócraticas en un contexto de competencia de partidos y prensa libre. 

La mayoría de la población ucraniana es bilingüe y ninguna organización internacional o especialista en derechos humanos ha documentado nada parecido a un genocidio pese al conflicto armado en el Donbás entre los separatistas apoyados por Rusia y el Ejército ucraniano que mantienen desde 2014 y que se estima ha causado 14.000 muertos civiles y militares. 

“El asunto de la lengua no es divisivo. Son dos lenguas que conviven y no son las lenguas las que crean la estructura. El tipo de visión etno-nacionalista que está difundiendo Putin utiliza la lengua como excusa para sus intervenciones y ahora para la invasión de Ucrania”, explica Durand, que ha estudiado comunidades lingüísticas minoritarias en Odesa y Nueva Orleans. 

El legado soviético

Las últimas tres décadas no han borrado las heridas del pasado reciente. “El legado soviético sigue estando muy presente en Ucrania. Por supuesto, hay una generación joven que nació después del final de la Unión Soviética y la independencia de Ucrania, pero es una memoria viva para mucha gente. Hasta en la arquitectura”, explica Durand, que comenta cómo el accidente en la central nuclear de Chernobyl, en suelo ucraniano en 1986, y sobre todo su gestión fueron críticos para el colapso del sistema soviético.

 “Mucha gente, incluido Gorbachev, considera que Chernobyl fue uno de los catalizadores del final de la Unión Soviética. El sufrimiento, el silencio y el secretismo que rodearon el accidente han tenido legados duraderos que están presentes hasta hoy. Treinta años después de la caída de la URSS y la independencia de Ucrania, podemos empezar a hablar del pasado de manera un poco diferente y darle sentido histórico a algo que sigue siendo una memoria viva para mucha gente”, explica Durand. 

“Hay una dimensión colonial en la manera en la que Rusia trata con Ucrania y retrata al país. La idea de un salvador que viene a ayudarte, la idea de que hay minorías en peligro. Y creo que es la continuación del relato de la Segunda Guerra Mundial que retrata a la Unión Soviética como la vencedora. Putin está utilizando ahora esa idea de luchar contra el fascismo y no contra Ucrania, lo que es extremadamente ridículo y ahora terrible porque la gente está muriendo por esto”.

Tragedia shakespeariana

El uso arbitrario de conceptos de la Segunda Guerra Mundial es ahora parte del mensaje constante de Putin y de algunos de sus ministros.

“Putin está arrogándose el derecho para interpretar la Segunda Guerra Mundial. Lo que cuenta es una fantasía, lanzando afirmaciones sobre genocidios y nazis en cualquier dirección. Ucrania sufrió mucho en la Segunda Guerra Mundial, más que Rusia. Y es notable que haya conseguido elegir a un presidente que es judío. Dice mucho de cómo ha superado la Segunda Guerra Mundial”, explicaba este sábado en radio 4 de la BBC el historiador Timothy Snyder, profesor de la Universidad de Yale y autor de Tierras de sangre: Europa entre Hitler y Stalin

En su libro, detalla la persecución de los judíos en Polonia y en Ucrania por parte de milicias de nacionalistas ucranianos primero y cómo el ejército de Stalin tomó el relevo después. También cita que entre 1944 y 1946, al menos 182.543 ucranianos fueron deportados de la Ucrania soviética al gulag “no por haber cometido ningún delito en particular, ni siquiera por ser nacionalistas ucranianos, sino por ser familiares o conocidos de nacionalistas ucranianos”. 

Snyder cree ahora que Putin está haciendo “un revoltijo” de la historia cogiendo partes que le encajan de la Edad Media o de la Rusia imperial e incluso malinterpretando la Unión Soviética, que en realidad fue diseñada para ser un estado multinacional. 

“Putin quiere congelar todo en un relato histórico que él controle sobre el siglo XX o sobre hace 1.000 años. Pero Ucrania ha seguido su vida en las últimas décadas, con dos generaciones de gente joven y sobre todo con elecciones que son imprevisibles. Para él, eso es insoportable. Habla de los rusoparlantes, pero lo peor para él es que esos rusoparlantes pueden decir lo que quieran y elegir a quien quieran como presidente”, dice Snyder, que define como “delirio” la idea de “invadir un país de forma violenta, destruir un Gobierno y llamarlo desnazificación”. Cree que el uso de esas palabras puede indicar que Putin quiere montar un tribunal de guerra contra el Gobierno de Ucrania. 

“Parte de su fantasía histórica tiene un carácter religioso, en plan ‘Dios eligió a estas dos naciones para estar juntas’”, dice Snyder. “Él se ve como una especie de salvador… Este es un Putin menos táctico y mucho más ideológico. Casi un Putin shakespeariano en el sentido trágico de alguien consumido por una fantasía irreal y que le lleva al desastre”. 

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