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Cemento: el material más destructivo de la Tierra

Un trabajador palestino vierte cemento en el techo de un edificio de apartamentos en construcción.

Jonathan Watts

En el tiempo que tardas en leer esta frase, la industria global de la construcción habrá llenado más de 19.000 bañeras de cemento. En un solo día habría llenado prácticamente la Presa de las Tres Gargantas en China, las más grande del mundo. En un año, hay suficiente cemento para convertir en patio cada colina, valle, rincón y grieta en Inglaterra.

Después del agua, el cemento es la sustancia más utilizada en la Tierra. Si la industria del cemento fuese un país, sería el tercer país del mundo con más emisiones de dióxido de carbono en el mundo con alrededor de 2.800 millones de toneladas, solo superado por China y Estados Unidos.

El cemento es la fundación del desarrollo moderno y la forma en que tratamos de domar la naturaleza. Nos protege de los elementos: de la lluvia sobre nuestras cabezas, del frío en los huesos y del barro sobre nuestros pies. Pero también sepulta inmensas extensiones de tierra fértil, congestiona los ríos, ahoga hábitats y, actuando como una segunda piel dura como una roca, nos aísla de lo que está sucediendo fuera de nuestros fuertes urbanos.

Puede que ya hayamos superado el punto en que el hormigón pese más que la masa de carbono de todos los árboles y arbustos del planeta. En este sentido, nuestro entorno construido está dejando atrás al natural. Sin embargo, a diferencia de la naturaleza, el cemento realmente no crece, sino que su principal cualidad es endurecerse y posteriormente degradarse muy lentamente.

Todo el plástico producido en los últimos 60 años suma 8.000 toneladas. La industria del cemento produce más que eso cada dos años. Pero aunque el problema es mayor que el del plástico, a menudo se percibe como menos grave. El cemento no es un producto derivado de los combustibles fósiles, no aparece en el estómago de ballenas y gaviotas. Los doctores no están descubriendo restos de cemento en nuestra sangre y tampoco lo vemos enredado en árboles ni forma grandes masas sólidas subterráneas en las alcantarillas. Con el cemento, sabemos en qué punto estamos. O para ser más precisos: sabemos a dónde está yendo: a ningún lado. Por eso precisamente hemos llegado a depender de él.

El cemento es amado por su peso y resistencia. Por eso sirve como fundación de la vida moderna, conteniendo el tiempo, la naturaleza, los elementos y el caos. El Panteón y el Coliseo de Roma son la prueba de la durabilidad del cemento. Pero como cualquier cosa en exceso, puede crear más problemas que soluciones.

En ocasiones un firme aliado y en ocasiones un falso amigo, el cemento puede resistir a la naturaleza durante décadas y después, de pronto, amplificar su impacto. Sirvan de ejemplo las inundaciones en Nueva Orleans tras el Huracán Katrina y en Houston tras Harvey. En ambos casos, el cemento empeoró la situación porque las calles urbanas y suburbanas no podían absorber la lluvia y los desagües demostraron ser totalmente inútiles para las nuevas situaciones extremas que vive un clima perturbado.

Un monstruo sediento en zonas de sequía

El hormigón también magnifica el clima extremo del que nos protege. Tomando todas las fases de la producción, el cemento es responsable de entre el 4% y el 8% del dióxido de carbono (CO2) mundial. Entre materiales, solo el carbón, el petróleo y el gas son fuente más grande de gases de efecto invernadero.

Pero otros impactos medioambientes son todavía más incomprendidos. El cemento es un monstruo sediento que consume casi una décima parte del uso de agua industrial. Esto a menudo tensa el suministro de agua para beber y regar porque el 75% de este consumo se da en regiones en sequía o con estrés hídrico. En las ciudades, el hormigón también contribuye al efecto 'isla de calor' al absorber el calor del sol y atrapar gases expulsados por los vehículos y los aparatos de aire acondicionado –aunque al menos es mejor que el asfalto–.

Por otro lado, el cemento empeora el problema de la silicosis y otras enfermedades respiratorias. El polvo de las reservas y mezcladoras de hormigón levantado por el viento representa hasta un 10% de las partículas gruesas que asfixian a Delhi. Las canteras de piedra caliza y fábricas de cemento a menudo también son fuente de contaminación, junto a los camiones que transportan los materiales hasta los lugares de construcción. A esta escala de producción, incluso la adquisición de arena puede ser catastrófica –destrozando muchas de las playas y cursos de los ríos del mundo–. Además, esta forma de minería cada vez tiene más presencia del crimen organizado y grupos asociados con violencia y asesinatos.

Esto se relaciones con el impacto más grave, pero menos comprendido del hormigón, que es que destroza infraestructura natural sin reemplazar las funciones ecológicas de las que depende la humanidad para la fertilización, polinización, control de inundaciones, producción de oxígeno y purificación del agua. Durante siglos, la humanidad ha estado dispuesta a aceptar esta consecuencia medioambiental a cambio de los indudables beneficios del cemento. Pero puede que ahora la balanza se esté inclinando hacia la otra dirección.

El caso de Japón

Un ejemplo clásico del uso excesivo del hormigón es Japón, que durante la segunda mitad del siglo XX abrazó con entusiasmo este material para reconstruir el país y la economía. Tanto que el Gobierno llegó a ser conocido como doken kokka (estado de construcción). La economía creció cerca de los dos dígitos hasta finales de los 80. Pero no hay mucho hormigón que se pueda colocar de manera útil sin arruinar el medioambiente.

Alex Kerr, autor del libro Dogs and demons señala que la cantidad de cemento por metro cuadrado en Japón es 30 veces la cantidad de EEUU y el volumen es prácticamente el mismo. “Hablamos de un país del tamaño de California que tiene la misma cantidad de cemento que todo EEUU. Multiplica los centros comerciales y la expansión urbanística de EEUU por 30 para hacerte una idea de lo que ocurre en Japón”, señala.

La invasión del cemento en Japón era contraria a los ideales estéticos clásicos de armonía con la naturaleza, pero era comprensible dado al miedo omnipresente a los terremotos y tsunamis en uno de los países con mayor actividad sísmica. Todo el mundo sabía que los caudales de los ríos y las costas llenos de hormigón eran feos, pero no importaba siempre y cuando les mantuviesen seguros.

Esta supuesta protección hizo que el devastador terremoto y tsunami de 2011 fuese aún más impactante. Inmensas paredes construidas durante décadas quedaron arrasadas en minutos. Murieron unas 16.000 personas y un millón de edificios quedaron destruidos o dañados. Pero el lobby del hormigón era demasiado fuerte. El Partido Liberal Democrático volvió al poder un año después con la promesa de gastarse 1,5 billones en obras públicas en la siguiente década, equivalente al 40% de la producción económica de Japón. A las empresas de construcción se les volvió a pedir que contuviesen el mar, esta vez con barreras más altas y gruesas.

En todo el mundo, el cemento se ha convertido en sinónimo de desarrollo. En la teoría, el objetivo plausible del progreso humano se mide por una serie de indicadores económicos y sociales, la esperanza de vida, la mortalidad infantil, la alfabetización... Pero para los líderes políticos, la medida más importante de largo es el producto interior bruto. Y nada fortalece más la economía de un país que el cemento.

China, la superpotencia hormigonera del siglo XXI

En la actualidad, China, la superpotencia hormigonera del siglo XXI, es otro gran ejemplo. El extraordinario paso de Pekín de una nación en desarrollo a superpotencia en espera ha requerido montañas de cemento, playas de arena y lagos de agua. La velocidad a la que se están mezclando estos materiales es quizá la estadística más increíble de la era moderna: desde 2003, China vierte más cemento cada tres años que EEUU durante todo el siglo XX.

Hoy, China usa casi la mitad del hormigón mundial. El sector de la propiedad –carreteras, puentes, ferrocarriles, desarrollo urbano y otros proyectos de acero y hormigón– representaron una tercera parte de la expansión económica del país en 2017.

El tan anunciado proyecto chino 'Belt and road iniciative' –un proyecto de infraestructuras en el extranjero mucho más grande que el Plan Marshall– promete un despilfarro de carreteras en Kazajistán, al menos 15 presas en África, ferrocarriles en Brasil y puertos en Pakistán, Grecia y Sri Lanka. Para abastecer este y otros proyectos, China National Building Material, el mayor productor de cemento del país, ha anunciado planes para construir 100 fábricas de cemento en 50 países.

El auge del cemento vendrá acompañado, casi seguro, de mayor actividad criminal. Además de ser el vehículo principal para la construcción nacional, la industria de la construcción también es el mayor canal para sobornos y mordidas. En muchos países la correlación es tal que la gente lo ve como un índice: cuanto más cemento, más corrupción. De acuerdo con la ONG Transparencia Internacional, la construcción es el negocio más oscuro del mundo

Se espera que en los próximos 40 años las zonas de nueva construcción se dupliquen. Por una parte, esto traerá beneficios sanitarios. El científico medioambiental Vaclav Smil estima que la sustitución de suelos de barro por suelos de cemento en las casas más pobres del mundo puede cortar en un 80% las enfermedades parasitarias. Pero cada carretilla cargada de cemento también acerca al mundo al desastre ecológico.

El think tank Chatham House predice que la urbanización, el crecimiento de la población y el desarrollo económico impulsarán la producción global de cemento de 4.000 a 5.000 millones de toneladas al año. Si los países en desarrollo aumentan sus infraestructuras a la velocidad actual a nivel global, el sector de la construcción emitirá 470 gigatones de dióxido de carbono para el año 2050, según la Comisión Global en Economía y Clima.

Esto viola el Acuerdo del Clima de París, bajo el cual los gobiernos se comprometieron a recortar las emisiones anuales de carbono de la industria del cemento en al menos un 16% para 2030 si el mundo quiere cumplir el objetivo de calentamiento de 1,5 a 2 grados.

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