EN PRIMERA PERSONA

Estudié neurociencia para comprender mi adicción a las drogas y ahora sé que la cura no está ahí

Judith Grisel

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Antes pensaba que las adicciones eran causa de moléculas anómalas en el cerebro y que la neurociencia podía curarlas. Comencé a aprender cómo funciona el cerebro después de acabar en tratamiento por mi adicción a las drogas a mediados de los 80, una época en que las propiedades curativas de la neurociencia se exageraban tanto como los peinados.

Igual que muchas personas en aquellos años, me imaginaba el cerebro como el director ejecutivo de un drama épico, responsable único de todas mis acciones, sentimientos y pensamientos. Cuando me doctoré en neurociencia del comportamiento, mi objetivo específico era encontrar la explicación neuronal de mis decisiones irracionales en las variaciones químicas que alteran la forma en que funciona la mente.

¿Cuál era la falla neuronal que hace que rompamos promesas sinceras o que traicionemos nuestras convicciones más sólidas como respuesta a casi cada oportunidad de modificar la realidad? Mis decisiones se volvieron cada vez más peligrosas y descabelladas, a medida que la posibilidad de sentir la alegría pasajera de una raya de cocaína, la barriga llena de alcohol o un colocón de marihuana superaba mis obligaciones y el sentido común.

Exámenes finales, “últimas oportunidades” en el trabajo o el funeral de un ser querido, por ejemplo, no eran más importantes que la oportunidad de pillar cualquier tipo de sustancia que pudiera encontrar. Para cuando toqué fondo, la elección entre enfrentarme a la cruda realidad o consumir drogas ya no era realmente una elección: la regulación cortical (de la corteza cerebral) ya se había transformado en impulsos y hábitos subcorticales.

Se calcula que a nivel mundial unos 35 millones de personas sufren trastornos por el consumo de drogas. Las causas de este desastre de salud pública son complicadas, pero está generalmente aceptado que la mitad de la contribución proviene de riesgos heredados y el resto sería una desafortunada combinación de factores medioambientales que interactúan con esa vulnerabilidad biológica.

De cualquier forma, las adicciones han sido consideradas principalmente un problema personal provocado por un sistema nervioso descarrilado. La alegre noción de que el problema de las personas como yo yace en nosotros mismos permite establecer categorías bien definidas: enfermo o sano, normal o anormal. Así, pareciera que las personas que no han sido afectadas personalmente por la epidemia quedan exentas de responsabilidad.

Encontraremos las proteínas desorientadas o las secuencias relacionadas al comportamiento desviado, traduciremos este conocimiento en intervenciones biomédicas y ¡voilà! Curados.

Aristóteles creía que la finalidad del cerebro era enfriar la sangre. Grandes descubrimientos a cargo de anatomistas del Renacimiento –incluyendo a Da Vinci, Broca, Vesalius y Ramón y Cajal– contribuyeron a cartografiar las estructuras cerebrales y sus funciones, pero el progreso ha sido lento debido a la abrumadora diversidad de las 100.000 millones de células que tiene el cerebro y sus complejas interacciones.

Cuando estudiaba en la universidad, me enseñaron cosas sobre el cerebro como si fuera cualquier otro órgano del cuerpo y me explicaron que comprender la función de un puñado de células sería suficiente para entenderlo todo. Actualmente, casi ningún aspecto de esta perspectiva simplista se considera cierto.

Un puñado de células anormales puede provocar un ataque cardíaco o un melanoma, pero los desórdenes de consumo de sustancias implican grandes franjas de tejido neuronal y procesos como la motivación y el aprendizaje. No es viable extirpar las células o sustancias químicas cerebrales responsables de estas funciones. Además, la posibilidad de encontrar un gen o sustancia química específica que sea responsable del comportamiento adictivo es nula.

Mi propio camino para alejarme del ciclo destructivo de la adicción comenzó con factores fuera de mi cabeza, en lugar de intervenciones biológicas directas. Cuando pude ver claramente la tremenda factura que me estaba pasando mi adicción a las drogas y decidí intentar mantenerme sobria, me apoyé en todos los recursos que tenía a mi alcance.

Tuve la fortuna de contar con ayuda clínica, jefes comprensivos, pude caminar por el bosque, compartir café, lágrimas y risas con nuevos amigos que estaban en el mismo camino que yo. Puse en acción mi lado obsesivo-compulsivo para estudiar biopsicología y confié en el poder curativo del paso del tiempo.

Cada una de estas experiencias tuvo un impacto en la estructura y las funciones de mi cerebro. Y esa es la idea que quiero transmitir ¿Hubiera sido más efectivo algún (otro) tratamiento farmacológico, un tratamiento eléctrico que ataque los “circuitos adictivos” o un procedimiento de modificación genética –que sin duda llegará pronto a tu clínica más cercana–?

La investigación biomédica está en auge, pero yo me mantengo cautelosa y voy a esperar sentada. Si bien la pérdida de mi idealismo ingenuo se viene fraguando desde hace tiempo, recientemente he ampliado mi perspectiva, junto con pruebas empíricas.

Está claro que la salud mental implica importantes funciones y conexiones cerebrales tanto como otras cosas: recuperar o mantener saludables las funciones cerebrales es un esfuerzo a largo plazo. Dadas las constantes e ilimitadas interacciones cerebrales, podríamos anticipar que encontraremos intervenciones más eficientes y más efectivas para combatir los desórdenes de consumo de sustancias a través de sus conexiones que basándonos en tratamientos individuales que intenten modificar directamente la actividad cerebral.

Durante mis más de 30 años de carrera dentro de la neurociencia, la lección más potente que he aprendido es que el cerebro y el comportamiento son producto de múltiples influencias que interactúan entre sí y las más poderosas de ellas están fuera de la cabeza y, por tanto, fuera de nuestro control individual.

El cerebro actúa como un conducto de estas influencias para conformar nuestra identidad, pero el cerebro no es la fuente. Por eso, la adicción es el síntoma de una enfermedad, en lugar de su causa.

Judith Grisel es psicobióloga y autora de 'Nunca es suficiente: la neurociencia y la experiencia de la adicción'

Traducido por Lucía Balducci

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