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The Guardian en español

ANÁLISIS

Una guerra de vacunas solo puede acabar en tragedia para el Reino Unido y la UE

Boris Johnson y Ursula von der Leyen, el 9 de diciembre en Bruselas.

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Hablar sin cuidado cuesta vidas. Desde el comienzo del programa de vacunación, el Gobierno británico ha protegido la información sobre los niveles de suministro, como si la cantidad de viales en su poder fuera un secreto de Estado comparable con la ubicación de los submarinos nucleares.

Cada vez que los periodistas han preguntado cuántas vacunas hay disponibles se han encontrado con negativas a comentar. Se debe en parte a que los miembros del Gobierno han tenido solo una idea aproximada de la respuesta a esa pregunta. El ministro de Sanidad británico se vio obligado a admitir, cuando anunció repentinamente que se retrasará la vacunación de personas menores de 50 años, que los ambiciosos objetivos de inmunización del Gobierno británico pueden sufrir alteraciones porque los problemas de producción pueden hacer que el suministro sea “irregular”.

La otra razón para tanto secretismo es el temor a que algún rival envidioso, falto de suministro, intente llevarse las dosis encargadas por Reino Unido. La paranoia sobre este punto ha sido especialmente fuerte en lo que respecta a nuestros vecinos más cercanos. Al contrario de lo que sostienen algunos partidarios del Brexit, el divorcio no ha hecho que la relación entre Reino Unido y la UE sea más feliz y fácil, sino que ambos lados están emponzoñados por la desconfianza mutua.

El temor de los británicos a las intenciones de la UE se ha visto correspondido por la creencia del bloque de que el programa de vacunación de Reino Unido ha sido más exitoso que el suyo porque la “pérfida Albión” ha jugado con una ventaja injusta. Sea o no una creencia justificada, es comprensible dada la experiencia de la UE en su trato con Boris Johnson.

Ejecución chapucera de la Comisión

Pero a ambos lados del Canal de la Mancha existe consenso sobre una cosa. Hasta el más ferviente admirador de la UE ha tenido que admitir su clamoroso desastre con la vacunación. La decisión de tener un solo programa de compra general dirigido desde Bruselas por la Comisión Europea se tomó por la idea bienintencionada de impedir la competencia por las dosis entre los Estados miembros. La ejecución chapucera es la causa de las recriminaciones airadas.

Las emociones son aún más intensas porque a los países de la UE les está yendo muy mal en comparación con Reino Unido aislado. Según los últimos datos, la mitad de los adultos británicos ya han recibido al menos la primera dosis. En la UE, la proporción es de menos de un quinto. Se oyen los gritos de angustia de las capitales europeas. ¿Cómo es posible que el Gobierno de Boris Johnson, sinónimo de populismo caótico y mentiroso según las visiones de París o Berlín, lo esté haciendo mucho mejor que nosotros?

Mientras Reino Unido ve caer sus cifras de contagios, gran parte de la UE afronta una aceleración. En Alemania, los responsables de salud pública han advertido de que los casos están aumentando a un “ritmo exponencial”. Tras apostar que Francia podría evitar otro confinamiento, Emmanuel Macron se ha visto obligado a imponer nuevas restricciones por el aumento de los niveles de infección. Este lunes, la mayoría de la población de Italia ha quedado en “zonas rojas” y el país entero estará cerrado durante Semana Santa.

La incapacidad de vacunar con la rapidez suficiente como para evitar una tercera ola está teniendo consecuencias en las urnas. Los democristianos de Angela Merkel fueron derrotados hace unos días en las elecciones en Baden-Wurtemberg y Renania-Palatinado, dos regiones que solían ser bastiones del partido. Mientras reprenden constantemente a AstraZeneca por no entregar suficientes dosis, los líderes europeos han dificultado aún más su situación poniendo en duda repetidamente la seguridad y eficacia de la vacuna de la que, al mismo tiempo, dicen no tener suficiente. En este sentido, el presidente de Francia ha sido un instigador especialmente atroz.

La más dura ha sido Ursula von der Leyen, la protegida de Merkel que preside la Comisión Europea. En medio de un bombardeo constante, especialmente por los medios de comunicación de su Alemania natal, ha retomado las amenazas de activar poderes de emergencia que bloquearían la exportación de vacunas desde la UE e incluso podrían requisar plantas de producción de vacunas. La Comisión se ha quejado acaloradamente de que millones de dosis han sido enviadas al otro lado del Canal de la Mancha desde la UE, pero ninguna dosis producida en Reino Unido ha viajado en sentido contrario.

No ayuda para nada que una parte de la opinión pública británica, alentada por los medios de comunicación de derechas, se regodee por las dificultades que está teniendo la UE. Reino Unido debería estar por encima de eso. Estamos hablando de una enfermedad mortal. No nos conviene que la UE se tambalee. La historia de esta pandemia indica que un aumento de casos al otro lado del Canal de la Mancha representa muchos riesgos para nosotros también. Nuevas mutaciones del virus podrían desencadenar más muertes y destrucción económica. En cuanto a los británicos que sueñan con irse de vacaciones a algún país europeo con mejor clima, pueden seguir soñando si los casos siguen haciendo estragos en sus destinos anhelados.

Mis conversaciones con personas del Gobierno me hacen pensar que muchos miembros entienden que regodearse es poco edificante y contraproducente. Al mismo tiempo, a un gabinete pro-Brexit le cuesta resistirse a la tentación de usar los problemas de la UE de forma partidista.

El único aspecto de la gestión de crisis del que el Gobierno puede jactarse de tener cifras impresionantes es en la distribución de la vacuna por parte del NHS, el sistema nacional de salud. Los defensores del Brexit pretenden atribuirse este éxito de forma falaz para justificar su experimento. También hay conservadores que creen que el incesante redoble del tambor de guerra con la UE les conviene a nivel electoral porque mantiene a los votantes pro-Brexit exaltados y distraídos de las consecuencias severas que la ruptura está teniendo en la economía.

Un Gobierno con una visión inteligente sobre los intereses a largo plazo de Reino Unido entendería el valor de las muestras de afecto y los gestos de solidaridad con la UE durante su mal momento. Eso podría generar buena voluntad entre los votantes y líderes europeos. Podría ser eficaz para hacer amigos, teniendo en cuenta que sería una actitud inesperada de un Gobierno pro-Brexit. En cambio, Dominic Raab, ministro de Asuntos Exteriores de Reino Unido, prefiere jugar al ojo por ojo. Respondió a Von der Leyen acusándola de ejercer el “tipo de política de negociar al límite” que suelen practicar las dictaduras, un eco de aquellas consignas brexiteras que comparaban a la UE de manera insultante con la Europa nazi o el bloque soviético.

Otros miembros del Gobierno resoplan diciendo que las amenazas de restringir la exportación de vacunas demuestran que no se puede confiar en que la UE cumpla con sus compromisos. 

Cuando los miembros del Ejecutivo intentan presentarse como ejemplos de moral, surge un problema: su propio comportamiento les impide hacerse con ese título. Nadie está menos capacitado para dar lecciones a otros sobre el cumplimiento de acuerdos que un miembro del Gobierno de Boris Johnson.

La palabra de Boris

No hace mucho Johnson amenazaba sin pudor con incumplir el derecho internacional faltando a las cláusulas del acuerdo de retirada que él mismo había firmado. Y hace aún menos tiempo, el Gobierno abandonó sus intentos de renegociar partes del acuerdo que están funcionando mal Irlanda del Norte y anunció una renuncia a los compromisos adquiridos. Digamos que Boris Johnson no ha vivido su vida bajo el lema “soy un hombre de palabra”.

Sylvie Bermann se despidió de su etapa como embajadora del Gobierno francés en Londres describiendo a Johnson como “un mentiroso crónico y empedernido”, una opinión muy extendida entre los líderes europeos. Las posibilidades de evitar una disputa mutuamente destructiva con la UE por el suministro de vacunas serían mucho mayores si Reino Unido tuviera un primer ministro al que sus pares internacionales consideraran digno de confianza.

Una escalada hacia una “guerra de vacunas” en toda regla entre Reino Unido y la UE sería un desastre para ambos lados y a muchos niveles. La producción de vacunas depende de cadenas de suministro complejas a nivel internacional. Pensemos en la vacuna de Pfizer. Los ingredientes de esa vacuna viajan desde Reino Unido a una planta que tiene la empresa en Bélgica antes de que parte del producto acabado se exporte a través del Canal de la Mancha. Una serie de prohibiciones de exportaciones para perjudicar al vecino sería contraproducente. Los problemas de la UE se agravarían mientras que al Gobierno británico le resultaría más difícil cumplir con su objetivo de vacunar a toda la población adulta antes del mes de julio.

El nacionalismo de vacunas ya es una faceta de esta crisis. Sería un ejemplo terrible para el resto del mundo si los países que se presentan como democracias maduras, sofisticadas e internacionalistas desataran una guerra de vacunas en Europa. Reino Unido y sus vecinos van a tener que convivir y trabajar juntos mucho después de que la COVID-19 haya pasado a la historia. La seguridad y la prosperidad de Reino Unido seguirá dependiendo en gran parte de lo que suceda en la UE. A la UE no le puede interesar tener relaciones permanentemente tóxicas con un país vecino tan importante. No habría ganador de una guerra de vacunas, solo muchos perdedores. 

Cualquier palabra o acción que encienda aún más los nervios que ya están en carne viva sería muy peligrosa. Hablar sin cuidado cuesta vidas.

Andrew Rawnsley es el principal analista político de The Observer

Traducido por Lucía Balducci.

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