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The Guardian en español

ANÁLISIS

Las universidades son un blanco para Trump, y Europa tiene una forma eficaz de apoyarlas

Profesor Stanley Wade Shelton UGAF de asuntos internacionales en la Universidad de Georgia
Estudiantes de la Universidad de Míchigan caminan por el campus junto a un cartel que muestra los "Valores fundamentales" de la universidad, el 3 de abril de 2025 en Ann Arbor, Míchigan.
8 de abril de 2025 22:11 h

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Las universidades de Estados Unidos están en el punto de mira de Trump. Aunque el pretexto para castigarlas es su supuesto acatamiento o apoyo al “antisemitismo” (es decir, manifestaciones a favor de Gaza) y al “racismo antiblanco” (es decir, iniciativas de diversidad, equidad e inclusión, conocidas por sus siglas en inglés DEI), en realidad la administración Trump pretende acabar con la libertad académica y la libertad de expresión. Perseguir a las universidades más destacadas y prestigiosas, como la Universidad de Columbia en Nueva York y la Universidad de Harvard en Boston, permite matar dos pájaros de un tiro: atraer la atención de los medios de comunicación y sembrar el miedo entre otras universidades mucho menos prestigiosas y con menos recursos.

El resto del mundo es consciente de este ataque y ha comenzado a reaccionar, aunque en la mayoría de los casos sin conocer bien cómo funciona el mundo académico estadounidense ni consultar a los propios académicos sobre lo que necesitan. Obviamente, cada académico se enfrenta a retos diferentes —dependiendo, por ejemplo, de su género y raza, situación legal, el estado en el que residen y la universidad en la que trabajan—, pero aquí van algunas propuestas de un hombre blanco, neerlandés, con permiso de residencia permanente en Estados Unidos, que trabaja en una universidad pública en un estado controlado por el Partido Republicano.

Comprender cómo la administración Trump está atacando a las universidades es clave. A diferencia de países como China o Turquía, los académicos (al menos hasta ahora) no son encarcelados. El Estado no ha tomado el control de las universidades ni de sus juntas de gobierno, como sí ha ocurrido en Hungría o Turquía. Sin embargo, las universidades públicas suelen estar supervisadas por consejos con una fuerte orientación política, y existen algunos casos concretos de intervención directa, entre los que destaca el del New College de Florida. El ataque es principalmente de índole financiera, mediante la retirada de fuentes de financiación, pero con motivaciones claramente políticas.

El gobierno federal está investigando a universidades que apoyan —o incluso toleran— protestas, investigaciones o discursos que contradicen los posicionamientos de la administración Trump. También están aplicando recortes o congelaciones en la financiación federal.

Aunque las políticas de DEI, así como las investigaciones sobre cambio climático, género y sexualidad, no están prohibidas de forma explícita, promoverlas puede conllevar fuertes consecuencias económicas para las universidades que las fomenten o simplemente las toleren. Y en el mundo académico neoliberal, el dinero manda. Los equipos directivos universitarios dependen de los consejos universitarios, en su mayoría formados por empresarios que priorizan el crecimiento financiero por encima de la libertad académica. Por eso fue decepcionante, aunque no sorprendente, que los rectores de Columbia y Harvard cedieran a las exigencias de Trump, aunque eso no protegiera ni a ellos ni a sus universidades.

Dado que la principal amenaza es financiera, y que EEUU invierte casi el doble que la Unión Europea en investigación y desarrollo, está claro que otros países tienen poco margen de maniobra. Además, dado que a la administración Trump no le interesan especialmente las opiniones críticas —y mucho menos si vienen del extranjero—, y que EEUU es demasiado poderoso como para ser coaccionado políticamente, deberíamos ser realistas sobre lo que los europeos pueden hacer. Pero incluso si no pueden detener los ataques contra el mundo universitario estadounidense, distintos actores pueden apoyar a los académicos que trabajan en EEUU de otras maneras. Me centraré en cuatro grupos: académicos, periodistas, universidades y gobiernos.

Los boicots y los manifiestos son las formas favoritas de protesta política de los académicos. En redes sociales, muchos académicos europeos ya han declarado que no viajarán a EEUU, ni por motivos profesionales ni personales, mientras Trump esté en la Casa Blanca. Aunque con estos boicots quienes optan por no cruzar el servicio de migración y aduanas se están protegiendo —dadas las recientes detenciones y deportaciones—, lo cierto es que no sirven de mucho para apoyar a los académicos que viven y trabajan en EEUU. Sería más eficaz que les ofrecieran su respaldo y alojaran en Europa, en sitios web de acceso abierto, los datos e investigaciones que están siendo atacados.

Los periodistas europeos han cubierto los ataques a Columbia y Harvard con tanto fervor como antes cubrieron la supuesta deriva “woke” de las universidades. Informar sobre los ataques al mundo académico estadounidense es importante, sobre todo si va más allá de las universidades de la Ivy League del noreste e incluye a las universidades públicas de estados como Florida y Texas. Sin embargo, estos artículos no harán que la administración Trump cambie su estrategia. Lo que sí pueden hacer los periodistas es ser más sensibles a la situación de los académicos y responsables universitarios en EEUU cuando contacten con ellos para entrevistarlos. Comprendo que la grave situación de mis colegas —y la mía— pueda resultar interesante para los medios, pero aparecer en prensa puede generarnos más problemas. Dado que en muchas universidades públicas la comunicación a través del correo electrónico institucional (y a veces incluso mediante los ordenadores de la universidad) está sujeta a leyes de acceso a la información, cualquier declaración del académico entrevistado podría hacerse pública y acarrear consecuencias políticas o profesionales. Por tanto, los periodistas deberían preguntar, como mínimo, si el académico prefiere comunicarse mediante su correo institucional o uno privado. Y deberían ser conscientes de los posibles riesgos que su artículo puede tener para esa persona: ¿realmente merece la pena hacerle esa “pregunta provocadora”?

Recientemente, varias universidades europeas, como la de Aix-Marsella (Francia) y la Universidad Libre de Bruselas, han lanzado iniciativas para acoger a “las mayores víctimas de esta injerencia política e ideológica”. Pero los programas de tres años o los contratos posdoctorales de un año no son soluciones atractivas ni estables, sobre todo si pretenden atraer a “académicos destacados”. De hecho, pueden parecer iniciativas más orientadas al beneficio propio (una buena estrategia de relaciones públicas). Si las universidades quieren marcar realmente la diferencia —aunque sea solo para algunos académicos concretos—, deben asegurarse de que puedan continuar una carrera académica sólida en su institución. Y centrar su apoyo, principalmente, en los académicos a los que se dirigen individualmente y que, al igual que muchos de los mejores académicos, trabajan en universidades públicas, no en la Ivy League.

Varios países europeos también han empezado a considerar planes para atraer a destacados científicos internacionales. Pocos han sido tan explícitos como el ministro de Educación, Cultura y Ciencia de los Países Bajos, Eppo Bruins, que defendió su iniciativa con el clásico lenguaje mercantil neerlandés: “Los mejores científicos valen su peso en oro para nuestro país y para Europa”. El apoyo a los académicos establecidos en EEUU debe beneficiar a los países e instituciones que los acogen, pero no debe hacerse a costa de los propios académicos neerlandeses y europeos. El gobierno de los Países Bajos anunció esta iniciativa pocos días después de que académicos de todo el país hicieran huelga en protesta por los draconianos recortes en educación superior aplicados por ese mismo gobierno. La Unión Europea tiene una oportunidad única para atraer desde EEUU a algunos de los mejores investigadores del mundo, pero estas iniciativas deben formar parte de una estrategia mucho más amplia de inversión en el sistema académico europeo. Puede que al principio solo beneficien a unos pocos investigadores destacados, pero generarán un efecto económico. Y eso podría incluso obligar a la administración Trump a cambiar de rumbo.

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