“A mí me va a matar y lo asumo, pero tengo que evitar que mate también a mis hijos”
Paloma es una mujer joven, madre de dos hijos y separada. Ha sufrido durante años los malos tratos, tanto físicos como psicológicos, de su marido y todavía hoy, ocho años después de romper esa relación, sigue viviendo bajo su amenaza. Paloma está viva, pero no vive. Cada amanecer se enfrenta a un nuevo infierno.
Su amiga Lucía comparte con ella un pasado común. Su exmarido también la maltrató durante 20 años. Nunca le puso una mano encima pero logró separarla de todo y de todos y hacer que creyera que estaba loca. Los dos maltratadores son amigos y comparten profesión, son guardias civiles.
Paloma y Lucía tienen más cosas en común. Sus miradas desvelan miedo y dolor y sus manos un estado nervioso difícil de controlar. Ahora han decidido hablar, porque creen que es ya lo único que pueden hacer para tratar de salvar a sus hijos, ya que sus propias vidas hace tiempo que las dieron por perdidas.
Violencia y falta de apoyo
El infierno de Paloma comenzó pocos años después de comenzar su relación. “Enseguida me apartó de mi familia, que además vive fuera, me apartó de todo. Ni siquiera tenía llaves de casa así que sólo podía salir cuando él me lo permitía. Si su jornada laboral iba bien, puede que hubiera suerte, si iba mal, al llegar a casa desataba toda su ira, me insultaba, me tiraba la comida, me pegaba... Incluso los momentos de intimidad eran cuando él quería y como él quería”, cuenta. Llegó a golpearla incluso estando embarazada. “Sabía cómo lo hacía, al ser Guardia Civil, sabía incluso cómo asfixiarme sin dejar una sola marca en el cuello”, recuerda.
Fue en ese momento cuando Paloma decidió denunciar por primera vez. Él desapareció y se emitió una orden de busca y captura. “Ahí es cuando cometí el error que he arrastrado toda mi vida”, señala mirando al suelo, “mi abogado me dijo que quitara la denuncia y me autoinculpara porque si no él iba a perder su trabajo y nuestra situación económica iba a ser muy complicada. Yo le hice caso y así es como toda mi vida he ido arrastrando esa lacra de la denuncia falsa”.
A lo largo de los siguientes años, Paloma interpuso otras seis denuncias. Aunque no las retiró, no llegaron a tomarla en serio porque tenía ese antecedente. “Nadie me creyó nunca después de haberme autoinculpado. Hemos llegado a vivir episodios en casa en los que él me golpeaba, siempre sin dejar marcas, y mi hijo de tres años trataba de evitarlo, golpeándole a él y rogándole que parara”.
Ahí es donde entra en juego la violencia institucional que en algunas ocasiones sucede a la violencia machista. “Te dicen que denuncies pero cuando lo hacemos pasamos un miedo que nos morimos”, explica, “además, al ser él guardia civil, goza de presunción de inocencia, le tratan como a un compañero, la mala soy yo, y se las sabe todas, si tú pides una orden de alejamiento, él la pide también y luego te acosa y te provoca para que la quebrantes”.
Vidas cruzadas
Es lo que le sucedió a su amiga Lucía. Cuando logró una orden de alejamiento para su exmarido, también guardia civil y amigo del de Paloma, él le interpuso otra a ella. Un día, apareció en un local en el que estaba ella y la provocó hasta que ella, fuera de sí, le golpeó. Ese episodio ha hecho que Lucía tenga dos años de antecedentes penales y se enfrente a la cárcel si comete algún error de nuevo.
Las dos se conocieron cuando Lucía se separó y se puso en contacto con Paloma para contarle todo lo que sabía de su exmarido. “Lucía me contó que su marido le había dicho que el mío entraba en mi casa porque tenía una copia de la llave, incluso sabía la talla de mis bragas, me vigilaba”, cuenta Paloma, “supe entonces que mi exmarido nos seguía a mí y a los niños e incluso nos grababa cuando íbamos por la calle. Luego les enseñaba las grabaciones a los niños. Todo eso ha generado un 'síndrome de persecución' que hace que sea difícil salir a la calle sin mirar atrás, me pregunto hasta dónde llegarán las secuelas en mis hijos”.
“Todavía no me ha matado, pero hace tiempo que me quitó la vida”
A pesar de todo ello, ninguna denuncia acabó en condena, incluso se le acusó de inventarse todo por despecho. Hasta que hace unos años, su hijo, con siete, contó a un psiquiatra que su papá pegaba a su hermanita pequeña y que temía por su vida. “Yo nunca pensé que él pudiera hacer eso a sus hijos”, explica Paloma entre lágrimas, “porque siempre tuve claro que la culpa era mía porque le ponía nervioso y por eso me pegaba. En ningún momento pensé que pudiera hacerlo también con los niños. Mi hijo llevaba años callando pero estalló cuando se enteró de que su padre iba a pedir la custodia compartida”.
Esa fue la primera denuncia que se tomó en serio. Con todas las pruebas periciales, los informes del Anatómico Forense y del servicio de Psiquiatría de la Clínica Universitaria que atiende a madre e hijos y tras una larga fase de instrucción de dos años y medio, el fiscal llegó a pedir cinco años de cárcel, cinco de alejamiento, cinco de pérdida de la patria potestad y 20.000 euros de indemnización más las costas del proceso. La sorpresa llegó cuando finalmente, el día del juicio, la magistrada plantea un acuerdo que incluye apenas tres meses de cárcel, un año y medio de alejamiento (ya cumplido durante la fase de instrucción) y el pago de las costas por parte del acusado, que debía comprometerse también a realizar dos cursos de inserción.
“Puedes pegar a alguien por la calle y pagar una multa de 3.000 euros pero sin embargo maltratar a tus hijos durante años sale gratis”, reflexiona Paloma mostrando su sensación de indefensión. “Tengo todo recurrido y estoy esperando porque no me atrevo a decirles a mis hijos que en diciembre tienen que volver a ver a su padre, me da miedo su reacción”.
Tanto Paloma como Lucía tienen claro que queda mucho por hacer. Piden, por encima de todo, que se les escuche y que quien lo haga sea un equipo de profesionales, “a veces hemos sentido que la policía no es imparcial porque se tratan entre colegas cuando el agresor, como en nuestro caso, es un guardia civil”. Ambas insisten en que poner una denuncia falsa es muy complicado y creen que hay que desmontar ese falso argumento. Además, las dos coinciden al señalar que una mujer maltratada lo es de por vida.
De las 1.055.912 denuncias por violencia de género interpuestas entre 2009 y 2016, únicamente 79, un 0,0075% fueron falsas, según datos de la Fiscalía.
“No puedes huir”, señala Paloma, “yo me siento secuestrada en Logroño porque si me voy, pierdo a mis hijos y tengo que luchar por ellos. Tampoco puedo trabajar porque estoy destrozada física y psicológicamente, tengo una carrera y he tenido incluso mi propia empresa pero ahora vivo de lo que me da mi familia. Es un auténtico infierno que no acaba”. Lucía, de hecho, ha perdido la custodia de su hijo porque, tras un intento de suicidio, decidió irse a 15 kilómetros de Logroño para estar más lejos de su maltratador.
Estas mujeres piden que se profesionalicen al máximo los recursos y que se luche porque las penas se ajusten a los delitos. “No podemos consentir como sociedad que se devuelvan los menores a los padres maltratadores”, señalan, “nuestros hijos también son víctimas, pierden calidad de vida, yo no me atrevo a dejarles que vayan solos a ninguna parte y cuando van a cumpleaños del colegio es porque les llevan otros padres, yo digo que estoy enferma, porque no quiero que se sepa la verdad. No me atrevo a ir con ellos a ninguna parte porque, si me mata, al menos no quiero que estén presentes”. Son niños que llevan a sus espaldas años de tratamientos psiquiátricos, con una realidad que todavía hoy les asfixia y un futuro en el que están por ver las secuelas que arrastrarán como víctimas de esta situación.
Sus madres solicitan también medidas de protección reales y que no les estigmaticen más. “No quiero vivir en un piso con siete mujeres y doce niños mientras él vive tranquilamente y está en la calle haciendo su vida”, explica Paloma, “parece que la delincuente eres tú. La vida que cambia es la de la víctima, no la del agresor, y eso no se puede permitir”.
Apenas salen de casa. Tienen miedo. No se atreven ni siquiera a tener amigas, por si esto les salpica también a ellas. A Lucía le han destrozado tres veces el coche y un encapuchado la apuñaló en su garaje poco tiempo después de separarse. “Hay días que pienso que me da igual no amanecer”, dice Paloma, “porque en realidad yo ya no tengo vida. Todavía no me ha matado, pero hace tiempo que me quitó la vida”.
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