Famoso tras la muerte

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Antonio Famoso era el paradójico nombre del anónimo jubilado que permaneció 15 años muerto en su casa en Valencia. Estaba separado y tenía dos hijos pero nadie lo echó de menos. Su buzón tampoco dio señales de alarma porque a veces se recoge la correspondencia para evitar que los okupas se metan en las casas y preocupados por los posibles ocupantes del exterior nos desocupamos de los ocupantes del interior. 

“Todo el infierno cabe en una palabra: soledad”, afirmaba Víctor Hugo como si de una sentencia irremediable se tratara. En una época en que la comunicación masiva nos ofrece unas posibilidades de relacionarnos, impensables hace tan solo unos años, la sensación de soledad ha crecido exponencialmente entre la ciudadanía con consecuencias letales como en el caso de Antonio. 

La soledad se asocia también con la muerte prematura ya que existen estudios que afirman que la soledad es tan dañina como fumar quince cigarrillos diarios y más nociva para la salud que la obesidad, independientemente del nivel de vida, la edad, el sexo o la nacionalidad. Países como Reino Unido han creado un ministerio de la soledad, al igual que Japón donde hay ancianas que prefieren ir a prisión antes que el aislamiento social. En el país del sol naciente hay síntomas de cierta oscuridad social puesto que durante las últimas dos décadas los delitos cometidos por personas mayores de sesenta y cinco años se han cuadruplicado ya que, como afirma una reclusa japonesa de setenta y ocho años, “la prisión es un oasis donde hay muchas personas con las que se puede charlar”. 

Por su parte, el Gobierno de Países Bajos ha desarrollado el programa Unidos contra la soledad para paliar el aislamiento al que se ha sumado la cadena holandesa de supermercados Jumbo. Esta empresa ha abierto en sus tiendas un servicio denominado “La caja para charlar” que permite abonar la compra sin prisas y en el que el empleado o la empleada que cobran están listos para entablar una conversación con el cliente favoreciendo así el contacto y la comunicación.

No se trata solo de que no tengamos tiempo para cuidar de nuestros mayores, sino de que no lo hacemos porque no nos cuidamos a nosotros mismos. La palabra cuidar, poner atención a algo o a alguien, viene del vocablo latino cogitare que significa pensar, en su sentido absolutamente cartesiano, debido a que pensarnos es la garantía de existir. Vivir a la velocidad que marca el triunfo es vivir como si fuésemos inmortales, una actitud de inconsciente soberbia de la que se nutren, precisamente, el olvido y la soledad.

Pero la soledad no es solo un asunto de personas mayores ya que muchos jóvenes se sienten solos y reconocen que les cuesta relacionarse. El porcentaje de adolescentes que dicen experimentar esa sensación ha aumentado significativamente en la última década y exitosos profesionales de treinta o cuarenta años sufren la soledad porque trabajan tanto que no tienen tiempo para cultivar la virtud de la amistad. 

Si queremos cambiar nuestra vida debemos empezar por cambiar de vida porque la soledad tiene que ver también con no sentirse parte de un proyecto, de un mismo ser social. Y ello a pesar de que tenemos suficiente capacidad para pensar juntos sin pensar lo mismo, colaborar sin hacer lo mismo y saber que no existe beneficio propio si no hay beneficio colectivo. Al igual que la tierra no nos pertenece, sino que pertenecemos a ella, el proyecto social común es el que sujeta nuestro desarrollo individual. 

Sin embargo, ya empezamos a hablar como robots y a comportarnos como ellos. Recientes estudios manifiestan que el uso de inteligencia artificial está conduciendo a un aplanamiento de nuestro lenguaje que se pone de manifiesto tanto en los correos que escribimos como en los textos que redactamos. Y lo mismo sucede con nuestra expresión oral cada día más onomatopéyica, necia y gritona. Olvidamos que somos lo que escribimos y lo que decimos, porque estamos hechos de palabras que son creadas para crear y poder creer ayudándonos a mostrar nuestro potencial humanizador. Es decir, las palabras somos nosotros y nosotros somos ellas porque, al final, no sabemos si las encontramos o son ellas las que nos encuentran. Desgraciadamente, el capitalismo del consumo exige al exhibicionismo del presumo abandonar el lenguaje como paso previo para renunciar al pensamiento y, por tanto, a la acción. Confundimos la vida sencilla con la vida simple y sustituimos la vulnerabilidad que nos hace humanos por la deshumanizante presunción sacrificando lo común en el altar de la egolatría.

Frente a todo ello la filósofa Victoria Camps acaba de publicar un excelente ensayo titulado La sociedad de la desconfianza en el que aborda un presente herido por el individualismo, la precariedad y el desencanto y propone reconstruir un modo de vida compartido que nos permita sostenernos, confiar, cooperar y convivir. 

En estos tiempos en los que se puede pesar una partícula elemental pero parecemos incapaces de pesar el sufrimiento humano parece que el género humano avanza hacia una forma de “desgénero” humano que renuncia a lo que vale para adquirir lo que le invalida. Ojalá que la muerte de Famoso no quede en la muerte de nadie y nos sirva de advertencia para recuperar lo que no se puede comprar porque ya está en nosotros: la capacidad de compartir y de confiar. La confianza es el antídoto contra la vergüenza y nuestra estatura tiene exactamente la medida de nuestros sueños colectivos. El resto son solo fuegos fatuos de una vanidad insolente y autodestructiva. Estamos a tiempo si tenemos presente que todos somos famosos de la nada y nada frente a la muerte.

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