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No juegas tan mal al baloncesto... para ser una mujer

Un grupo de niños juega en el patio del colegio.

Patricia Gea

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De pequeña mi padre me llevaba a jugar a baloncesto los fines de semana. Compramos un balón y, para mí, unas zapatillas “de las que llevan los chicos en el recreo”. La sensación que tenía es que en la cancha mi padre y yo éramos iguales: echábamos a suertes quién empezaba, íbamos a un tiro cada uno y no había piedad, pero tampoco abuso. Le cogimos gusto y se nos acabó dando bastante bien. Ahora he retomado lo de salir a echar unas canastas con mis amigos, hombres todos, y la sensación es que en la cancha no somos iguales. Si me apuras, antes de poner un pie en ella ya me están dejando claro cuál es mi papel.

El otro día, pasando por alto que fui yo quien compró el balón, quien propuso instaurar la nueva tradición del basket y que me había plantado un chándal de cuerpo entero, cuando llegamos a la pista me tiraron las mochilas a los pies sin mediar palabra. Como si yo me fuese a encargar de cuidarlas mientras ellos jugaban. Por qué iba a querer jugar si… ¿qué? ¿soy una chica? No entendí el razonamiento. ¡Si mis amigos no son machistas! Les grité que volvieran a por sus cosas y les expresé mi profunda decepción: “vais de modernetes pero sois unos machistas”. Hicieron un Simón, asumieron el error y quisieron aprender para la próxima.

La próxima llegó minutos más tarde. Despliegue de condescendencia. “Oye, pues se te da bastante bien” (bastante bien para qué), “venga anda repite el tiro” (y este privilegio ahora por qué), “al final me vas a machacar tú a mí” (y eso es raro, supongo). Vaya tarde. Cuando llegué a casa me senté en el sofá a relajarme viendo la tele, pero fue imposible. Se me fue el tiempo y acabé llegando a un espacio al que solo podría haberme llevado el insomnio: una tertulia deportiva.  

Un plató de cuatro personas, sobrio, estética Fórmula 1. De entrada, sin sorpresas. La cuota femenina era la que mandan los cánones, una mujer. Además de ella, un joven presentador y dos colaboradores desenfadados analizaban con lupa amarilla el acontecimiento deportivo del momento. A juzgar por los halagos que recibía de parte de sus compañeros, la cuota femenina parecía exponer siempre los mejores argumentos. “Guau, gran conclusión”, “¡qué buen análisis!”, “oye, cuidado con ella que nos está dando una lección”. Entre ellos, el vacile: “ya sabemos que de ti no podemos fiarnos… (risas)”, “tú no eres objetivo, culé”, “deja hablar a los demás, no acapares…(más risas)”.

Da igual que el presentador no ceda la palabra a la colaboradora tanto como a sus compañeros hombres, que se le corte en medio de una frase o se le concedan minutos escasos de exposición si después de todo, antes de que le dé tiempo a mosquearse, recibe su premio, el refuerzo positivo: “lo estás haciendo muy bien así”. Ella está aprendiendo de qué forma obtiene la aprobación. “Estupendo análisis de diez milésimas de segundo”, faltó decir. Tal era el nivel de adulación que por un momento dudé de si sus amables colegas estaban actuando guiados por el afán de condicionar su comportamiento en plató o realmente se hallaban en todo momento sorprendidos con la soltura de esa mujer (¡una mujer!) en un terreno de juego tan masculino (masculinizado). Igual que mis colegas. Lo más probable es que hubiera un poco de ambas. Da igual, a las dos nos dicen qué se espera de nosotras: que si hacemos “cosas de chicos” no lo hagamos mal del todo.

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