‘Gaslight’: escenificaciones cinematográficas del maltrato psicológico
De la obra de teatro Gaslight, dirigida por el dramaturgo británico Patrick Hamilton en 1938, salieron dos adaptaciones en cine: una en 1940 (también británica) protagonizada por Diana Wynyard y otra (americana) en 1944 con Ingrid Bergman como protagonista y bajo la dirección de George Cukor. Tanto la obra de teatro original como las dos versiones cinematográficas se clasificarían como «filmes de mujeres», especialmente extendidos en las décadas de los 30, 40 y 50 en Estados Unidos: películas diseñadas y pensadas para un público eminentemente femenino (lo que Teresa de Lauretis, teórica feminista italiana, describió como una espectadora-tipo, la mujer concebida como un sujeto social) que abordaban temáticas de especial interés (supuestamente) para las mujeres (en ese imaginario blanco, de homogeneidad universal).
Como apunta la ensayista y dramaturga española María Teresa Prats, los «films de mujeres» presentan personajes femeninos en tramas, guiones e historias de tinte melodramático en los que se abordan de manera conservadora y tradicional (como corresponde a cualquier cliché que alimenta el aburrimiento) cuestiones-bostezo como la maternidad o la familia, lo doméstico, el amor romántico o el universo de las emociones en el marco de las relaciones personales.
En la película de 1940, el personaje de Bella (Diana Wynyard) se nos presenta a través de las percepciones de otros personajes secundarios (fundamentalmente hombres, qué cosas). Así, sabemos que Bella es «extraña», que «hace cosas raras», que «no está bien de la cabeza» y que su marido, el señor Mallen, «se disgusta a menudo y sale todas las noches». Las implicaciones sobrevuelan como flechas mientras discurre esta chismorreica plática que tienen dos señores mientras cepillan una yegua en un cobertizo: un marido que sale todas las noches de su casa y que está a disgusto, coloca, obviamente, a su mujer como responsable/señalable/culpable directa de su malestar, puesto que uno no tiene la necesidad ni la urgencia de salir de casa si la mujer lo tiene bien atendido y satisfecho. Este conocer al personaje de Bella a través de la mirada masculina (que además la estigmatiza patologizándola) encaja con lo que señaló la ensayista y teórica de cine feminista británica Laura Mulvey sobre el cine clásico-comercial de Hollywood: el hombre ve mientras que la mujer es percibida.
Pero no fue hasta la adaptación de 1944 -en donde Ingrid Bergman interpreta a Paula- que se afianzó el término luz de gas (en esta versión la película Gaslight se tradujo en español como «Luz que agoniza») para referirse a esa forma de maltrato psicológico que consiste en socavar la confianza que una persona tiene en su percepción de la realidad, haciéndola dudar de su cordura; un maltrato lento, sostenido en el tiempo y muy sutil, camuflado de amor, cuidados, protección y buenas intenciones.
En ambas películas se aprecian otros elementos sacados del Manual del Maltratador como el uso del tono o del silencio como formas de violencia («Pégame, hazme daño, pero por favor, háblame») y el aislamiento de la víctima respecto a sus familiares y vida social. Es el marido quien orquestra la casa y la vida: él decide si van al teatro o no, si salen o no a pasear, quién entra en casa y quién no, quién visita a su mujer y quién no, a qué evento social van a asistir y a cuál no. Un marido autoritario y controlador que es fácilmente confundible con la figura de un padre (y que en otras narrativas podría ser el papel que desempeña ese Estado-protector que sabe lo que nos conviene incluso por encima de nosotras mismas) por su mandato de obediencia sin derecho a réplica («Vete a tu habitación»), y la infantilización de su mujer, una menor de edad incapaz de tomar las decisiones más nimias sobre su quehacer cotidiano. Se articula así la niña-mujer como propiedad del padre-marido que hace las cosas «por nuestro bien» y que se ocupa de nosotras y «nos cuida» a través de su autoritarismo y su férreo control sobre nuestros cuerpos, movimientos y relaciones personales.
¿Es la locura de una mujer un asunto público o privado? A las violencias tiene que darles el aire para acabar con ellas, para romper con los discursos de la culpa y la vergüenza. Las violencias deben abordarse desde lo político, nunca desde lo romántico. Ver estas películas nos da la posibilidad de configurarnos como espectadorxs de lo que nunca somos espectadorxs en la vida real: testigxs de esa violencia que todavía es privada, que todavía es íntima.
«Te estás volviendo loca» o «Sabes bien que te imaginas cosas» nos retrotraen a las lógicas del ministro de propaganda nazi, el señoro Joseph Goebbels, cuando decía que una mentira repetida mil veces se convertía en una verdad: «Qué le pasa a la señora? No me parece que esté enferma. A mí tampoco. Pero el señor no para de decírselo.»
Películas sobre las mentiras que quieren ser verdades, sobre cómo muchas veces ser mujer significa ser-patológico, sobre la locura como identidad, sobre cómo se narran y articulan las enfermedades mentales, sobre casas que son manicomios y mujeres que no son personajes. El machaque psicológico es más difícil que tenga un parte médico que avale ni demuestre nada porque una autoestima dañada y una locura inducida no se ven tan fácil como una costilla rota en la radiografía de cualquier sala de urgencias.
Y seguirán sucediéndose las versiones de la obra de teatro de Patrick Hamilton, y seguirá representándose este guión machista, misógino y patriarcal dentro de muchas casas; adaptaciones no-ficcionadas ni dramatizadas que nunca salieron ni saldrán en la gran pantalla. Y seguiremos, cómo no, haciendo una gloriosa reapropiación de nuestra locura tal y como hacen genialmente las dos actrices al final de estas películas.
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