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Vanessa Montfort: “Si María Lejárraga no hubiese firmado sus obras como un hombre no habría estrenado ni en el cabaré de la esquina”

La escritora Vanessa Montfort, autora de 'La mujer sin nombre'

José Miguel Vilar-Bou

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Autora de la obra teatral “Canción de cuna” o de los libretos de “El sombrero de tres picos” y “El amor brujo” de Manuel de Falla, el nombre de María Lejárraga (1874-1974) estuvo a la sombra hasta hace muy poco del de su marido Gregorio Martínez Sierra, quien firmaba las obras que ella escribía. Vanessa Montfort, tras el éxito de su obra teatral “Firmado Lejárraga”, convierte en novela esta increíble historia que es también la historia del siglo XX: el París de la Belle Époque, el Madrid de los años 20, la Guerra Civil, la Francia ocupada por los nazis, Nueva York y el Hollywood dorado. Por “La mujer sin nombre” (Plaza&Janés) desfilan Juan Ramón Jiménez, Galdós, Lorca, Dalí, Stravinsky, la Pasionaria, Walt Disney. “Es una historia de amor, amistad y creación tan brutal que a través de los datos objetivos no la podía contar, había que llegar al corazón”, explica Vanessa Montfort, autora también de “Mujeres que compran flores” y “El sueño de la crisálida”.

“La mujer sin nombre” tiene innumerables guiños al mundo del teatro, como no podía ser de otra manera. ¿Cómo llegaste al personaje de María Lejárraga?

Como casi todas las historias de amor, surge por casualidad: Todo comenzó con un encargo de Ernesto Caballero, director del Centro de Arte Dramático Nacional, quien me convocó para escribir una obra sobre María Lejárraga, que terminaría siendo “Firmado Lejárraga”. Nosotros habíamos oído campanas sobre lo que podía haber tras ese nombre, pero nada concreto. Se sabía, se rumoreaba en el mundillo, que había escrito en colaboración con su marido, Gregorio Martínez Sierra, que había participado en el trasfondo de los personajes femeninos… Pero cuando empecé a profundizar y di con las investigaciones de Patricia O’Connor, comprendí que María no sólo no había escrito gran parte de las obras de su marido… sino todas ellas. Esto es algo que ni siquiera en el mundo académico apenas había trascendido. Entonces, en 2018, escribo “Firmado Lejárraga”. La obra es un éxito, nos quedamos sin entradas… La sorpresa que generan María y su vida, su trascendencia, es lo que me ha dado pie a escribir la novela, que defiende por primera vez la autoría total por parte de María de las obras hasta ahora atribuidas a su marido.

Las biografías que se pueden consultar en Internet sobre ella y su esposo, Gregorio Martínez Sierra, son a menudo ambiguas e incluso contradictorias por lo que respecta a la autoría.

Las pruebas son tan claras… La pareja, por las giras de él, los viajes de ella y luego la separación, pasó mucho tiempo separada, así que existe un largo epistolario en que Martínez Sierra le pide piezas. Hay incluso un acuse de recibo prácticamente acto por acto de toda su obra. Estas cartas María se las lleva al exilio tras la Guerra Civil, pero nunca las utiliza. Sí se declara coautora en sus memorias. No la creen, pero es evidente que escribía ella y él gestionaba el éxito. Martínez Sierra era un grandísimo productor y director, pero no un autor.

¿Por qué contar la historia de María desde la ficción y no desde el ensayo o la biografía?

La novela te permite llegar a un número mucho mayor de lectores. Además, su vida es muy entretenida, casi una novela de aventuras. Fueron cien años que dieron para mucho: A veces parece una heroína de Julio Verne, otras, un personaje shakesperiano, con esos triángulos amorosos… Ella escribía los papeles que la actriz Catalina Bárcenas, amante de su marido, representaba. Ni una ni otra sabían, porque él guardaría silencio. Y eso es chocante porque supongo que Catalina, cuando se enamoró de Martínez Sierra, se enamoraría de todo, también del autor…

Tuvo que ser una relación muy compleja. ¿Ha sido difícil reconstruirla para la ficción?

Al principio no la entiendes bien, porque la relación parece en contradicción con la naturaleza feminista de María, pero enseguida te das cuenta de que hay una evolución: María tiene una relación casi materno-filial con Gregorio: Tenía seis años más que él, lo que era infrecuente en la época, no tuvieron hijos y Gregorio era débil física y psicológicamente. En sus cartas da auténticos catálogos de quejas con todo tipo de males físicos. Es tuberculoso desde pequeño. Ella le protege como a ese hijo que te ha salido mal, le perdona. Es una relación extraña, de codependencia, porque María también sentía que lo necesitaba a él para alentarla a escribir. En realidad, los dos se ven atrapados por una firma. Llegan a un acuerdo muy jóvenes, cuando no saben lo poderosa que va a ser esa firma. Luego él se sentirá muy cómodo en el papel de gran autor. No hará el menor esfuerzo por reconocer la autoría de María.

Choca que una mujer tan activa, diputada de la República, fundadora de asociaciones feministas, acepte el anonimato como escritora.

Es que ella no tenía ego de autor, ni afán de figurar. Le gustaba el “petit comité”. Sus amigos y colaboradores sabían que era ella quien escribía y con eso le bastaba. Disfrutaba sentándose en un teatro y viendo a los hombres emocionarse con sus obras. Pero claro, lo que ella no esperaba es que entrase Catalina en la ecuación, entre otras cosas porque, al quedarse embarazada de Gregorio, va a haber una heredera de los derechos de autor… Unos derechos que deberían pertenecer sólo a María. Y luego a partir de esa decepción, de ese trastazo emocional, se da su entrada en política. Ya no escribe tanta ficción y escribe más discursos feministas. Ella siempre fue una mujer independiente. Y a Gregorio eso nunca le importó, lo que es rarísimo en la época. Que se fuera un mes con Manuel de Falla a un hotel de Granada a componer “El amor brujo”, por ejemplo.

¿Hubieran llegado sus obras a París, Broadway o el West End de Londres como hicieron si las hubiese firmado ella?

Si no se hubiera parapetado tras el seudónimo de un hombre, no hubiera estrenado ni en el cabaré de la esquina. Ser dramaturga en la época no era lo mismo que ser novelista. No hay referentes de dramaturgas antes que ella, de hecho, tanto en España como en otros países. Un dramaturgo tenía que ir a los cafetines, donde se juntaban productores, actores. Allí pasaban sus textos. Era necesario asistir a tertulias literarias, donde no se permitía la presencia de mujeres. Será Gregorio quien haga esto: Él conocerá a Galdós y Benavente. Luego María accederá a ellos a través de su esposo. Pero la realidad es que, de los dos, Gregorio era el único que podía abrirse paso en ese mundo de hombres y colocar las obras que María escribía.

Luego está la docencia, su otra gran vocación.

Ella nunca deja de ser maestra. Está muy preocupada por la educación, la de las mujeres en especial. Piensa que la educación es un pasaporte para que las mujeres puedan incorporarse a la vida social y pública. Entonces, cuando vuelve de su exilio emocional en Niza tras separarse de Gregorio, funda el Lyceum Club (1926-1939) con Victoria Kent, Margarita Nelken, Zenobia Camprubí y Clara Campoamor. Este club se convierte en el primer lugar de tertulia femenina y, gracias a su programación, los grandes intelectuales de la época se van a dar de tortas para hacer conferencias allí: Lorca, Juan Ramón Jiménez, Valle-Inclán, Alberti… La prensa conservadora de la época las atacaba diciendo que en el Lyceum Club las mujeres fumaban, bebían y conspiraban contra la familia decente y cristiana… lo cual era cierto. Pero además se dedicaron a dar cursos de derecho a mujeres y a promover leyes como el aborto o el voto femenino. Y luego María crea La Cívica, asociación enfocada a los sectores más desfavorecidos, a mujeres desempleadas. María vuelca toda su vocación de maestra allí.

Conoció el París de la Belle Époque, el Madrid de los años veinte, el Hollywood dorado, pero también la ocupación nazi de París, el exilio, la pobreza. Realmente vivió la historia en sus carnes.

Fue una propiciadora. Está en todas las salsas, en todos los lugares donde se hace la historia y con todas las personas que la hacen. En el París de la Belle Époque ve bailar a Isadora Duncan por primera vez. Stravinski toca en su casa los primeros acordes de “El pájaro de fuego” a cuatro manos con Manuel de Falla. Picasso le hace las escenografías de “El amor brujo”. María es como el secundario de todos esos grandes nombres. Lo que pasa es que cuando la conviertes en protagonista, esos nombres se convierten en secundarios que satelitan a su alrededor.

Tu novela prueba que sus restos no están donde se creía.

Esa medallita puedo apuntármela (ríe). Sucedió por casualidad. Estaba en Buenos Aires en 2019. Fui al cementerio de la Chacarita a despedirme de María. Era en ese lugar donde todos, incluyendo familiares, me habían dicho que estaba. Sin embargo, nadie supo decirme el lugar exacto. No la encontré, ni en ese cementerio ni en otros. Hasta que, en una carta traspapelada suya, una que escribió con cien años, encontré la explicación. En ella dice que ya tiene “los boletos de la incineración”. Luego pude averiguar que sus cenizas se arrojaron al río de la Plata. En aquellos años la incineración era una costumbre todavía no socialmente aceptada. Quizá María, por no hacer daño a la familia, propició que se dijese que la iban a enterrar en la Chacarita. Si no quiso tener su nombre en la cubierta de un libro, ¿por qué iba a quererlo sobre una lápida?

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