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El gran retroceso

Foto de archivo del expresidente de EE.UU. Donald Trump. EFE/EPA/MICHAEL REYNOLDS

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En 2024, unos 4.000 millones de personas (casi la mitad de la población mundial) participarán en 87 procesos electorales para renovar los gobiernos de 79 países, entre ellos Estados Unidos, Rusia, India, Irán, México, Sudáfrica y la Unión Europea.

En España, habrá elecciones en Galicia, País Vasco y tal vez Cataluña. Además, el nuevo gobierno de coalición PSOE-Sumar está comprobando la dificultad de mantener el apoyo de los partidos que le dieron la investidura, sobre todo Junts y Podemos, lo que abre la posibilidad de que pueda acortarse la presente legislatura. En estas circunstancias, merece la pena reflexionar sobre el avance de los partidos y gobiernos de ultraderecha y sobre el consiguiente retroceso de las democracias en todo el mundo.

En la década de los 90, tras el fin de la Guerra Fría, la democracia se convirtió en el régimen político adoptado por la mayoría de países del mundo. Incluso China comenzó a presentarse como una democracia «a la china». Como dijo Amartya Sen, la democracia se había convertido en un «valor universal». Pero, en las dos últimas décadas, ha tenido lugar un cambio de rumbo. La primera inflexión se produjo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la «guerra global contra el terrorismo» emprendida por Estados Unidos, lo que dio lugar a la invasión de Afganistán e Irak, y a una progresiva «securitización» de las relaciones internacionales. La segunda inflexión fue la crisis económica de 2008, que condujo a durísimas políticas de «austeridad» y a un incremento de la desigualdad, la precariedad y la pobreza, lo que a su vez causó el descrédito de los regímenes democráticos y el auge de los partidos y gobiernos de ultraderecha.

Lo más alarmante es que la agenda de la ultraderecha neofascista ha sido adoptada también por las derechas neoliberales: bajada de impuestos, privatización de servicios públicos, precarización del empleo, rechazo a los migrantes, reacción antifeminista, negacionismo climático, expolio de los ecosistemas, deshumanización de los adversarios políticos, etc. Basta recordar el Brexit y la proliferación de autócratas como Trump, Bolsonaro, Orbán, Meloni, Putin, Xi Jinping, Modi, Milei, Netanyahu, etc.

Se han realizado ya muchos estudios sobre este nuevo fenómeno. En 2017 se publicó El gran retroceso, en el que diecisiete intelectuales alertaban sobre la involución de la democracia y de todos los ideales civilizatorios de la modernidad. El Instituto Variedades de Democracia (V-Dem Institute), de la Universidad de Gothenburg (Suecia), publica cada año un informe sobre la situación de los regímenes políticos de todo el mundo. Para ello, tiene en cuenta numerosos indicadores de calidad democrática y clasifica a los países en cuatro categorías: «autocracia cerrada», «autocracia electoral», «democracia electoral» y «democracia liberal». Según el informe de 2023, los avances democráticos que se dieron tras el final de la Guerra Fría «se han esfumado». El 72% de la población mundial vive bajo regímenes «autocráticos», lo que nos devuelve cuarenta años atrás. Hoy hay más gente gobernada por «autocracias cerradas» (28%) que por «democracias liberales» (13%). Las «democracias liberales» han descendido de 44 en 2009 a 32 en 2022. Por el contrario, las «autocracias cerradas» han aumentado de 22 en 2012 a 33 en 2022. Además, ese año había 42 países en proceso de «autocratización», entre ellos Estados Unidos, Brasil, Rusia, India, Hungría, Polonia, Grecia, El Salvador, Ghana, etc.

Los países más democráticos son Dinamarca, Suecia y Noruega. España estaba en el puesto decimosexto. Pero, tras las elecciones del 28M, se han formado gobiernos de (ultra)derecha en seis comunidades (Aragón, Islas Baleares, Castilla y León, Comunidad Valenciana, Extremadura y Región de Murcia), cuyas primeras medidas suponen un claro retroceso democrático. En las elecciones del 23J, la alianza entre el PP y Vox estuvo a punto de conseguir el gobierno del Estado, aunque finalmente se formó un gobierno de coalición de izquierdas PSOE-Sumar con apoyos muy diversos y muy frágiles.

El V-Dem Institute alerta sobre «la actual ola de autocratizacion en el mundo» y sobre el inicio de una nueva Guerra Fría en la que las «autocracias cerradas» y las «democracias liberales» compiten en el terreno económico y geopolítico para controlar los territorios y recursos del planeta. El ciclo de avances y retrocesos de la democracia no afecta sólo a la organización de cada país sino también al orden internacional.

Tras el fin de la Guerra Fría, parecía que por fin la ONU iba a ejercer el liderazgo en la pacificación de las relaciones internacionales y en la organización de conferencias y tratados para afrontar de manera colaborativa los grandes retos globales. En cambio, hoy asistimos a una nueva confrontación geopolítica entre el bloque euro-atlántico liderado por Estados Unidos y el grupo BRICS liderado por China. Eso explica que estallen nuevas guerras como la de Rusia-Ucrania y se reactiven otras como la de Israel-Palestina. Y lo peor es que todo esto coincide con la aceleración del cambio climático y la urgente necesidad de planificar la descarbonización y el decrecimiento de la economía. Sin una pacificación y una democratización de las relaciones internacionales, las probabilidades de un colapso civilizatorio se incrementan exponencialmente.

Como dijo Karl Mannheim en Ideología y utopía (1929), la «ideología» y la «utopía» son dos formas de trascender una determinada realidad social, pero la primera la trasciende para idealizarla y perpetuarla como algo inmejorable, mientras que la segunda lo hace para cuestionarla y mejorarla. La «ideología» tiende a fijar lo que está dado como si fuese inamovible, mientras que la «utopía» tiende a transformarlo para crear algo nuevo.

En realidad, esta tensión es inherente a todo discurso normativo que pretenda regular la convivencia humana. Las leyes tienen un estatuto paradójico, pues dicen a un tiempo lo que «es» y lo que «debe ser». Léase el artículo 14 de nuestra Constitución: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.» Este enunciado dice lo que los españoles «son», como si su igualdad ante la ley fuera un hecho ya dado, ya consumado de manera completa y definitiva, una realidad constatable e inmodificable que debe ser protegida contra todo intento de vulneración o transformación. Este es el lado «ideológico» de la ley, su pretensión de legitimar como justo e inalterable lo que ya hay. Pero, al mismo tiempo, la ley prescribe la igualdad entre todos los españoles no como un hecho ya dado sino como un derecho que puede ser reclamado, como lo que «debe ser» la realidad, es decir, promete ese «deber» como un imperativo práctico, como un horizonte regulativo al que tiene que ir acercándose y ajustándose el «es», acortando así la distancia entre ambos. Este es el lado «utópico» de la ley, su poder para transformar y mejorar la realidad social.

Esta paradoja de la ley se da también en ese conjunto de leyes e instituciones al que llamamos democracia. Por un lado, la democracia ha sido utilizada siempre, y sigue siendo utilizada hoy en los discursos de la derecha neoliberal y la ultraderecha neofascista, con fines claramente ideológicos, como si se tratase de un ideal político ya realizado, ya consumado, y por tanto incuestionable e inalterable. Toda propuesta de mejora es descalificada como extremista, comunista, totalitaria, etc. Sin duda, tenemos que cuestionar este uso ideológico de la democracia, esta autocomplacencia con la que los países más poderosos del Occidente euro-atlántico apelan a ella para justificar toda clase de guerras, explotaciones, dominaciones, ecocidios y genocidios, como el que está cometiendo el «democrático» gobierno de Israel con el pueblo palestino.

Sin embargo, no podemos renunciar a la idea de democracia. Si denunciamos sus usos ideológicos no es para desecharla sino para recuperarla, para impedir que se la apropien los poderosos, porque su propósito no es otro que corromperla y destruirla. Por eso, no podemos dejar de reivindicarla como el horizonte «utópico» de nuestra acción ético-política. De hecho, los nuevos movimientos emancipatorios (pacifismo, feminismo, ecologismo, decolonialismo, colectivos LGTBI+, etc.) no pretenden sino renovar y universalizar las promesas de «libertad, igualdad y fraternidad». Como han señalado Vandana Shiva, Bruno Latour, Luigi Ferrajoli, Nancy Fraser y muchos otros, en el siglo XXI hemos de construir una «democracia de la Tierra» que acoja a todos los seres humanos y a los demás seres vivientes.

Nuestra nuestra tarea es doble: combatir los usos ideológicos, reaccionarios y destructivos de la democracia, y al mismo tiempo promover sus usos utópicos, revolucionarios y creativos. Parafraseando la vieja fórmula monárquica: «La democracia ha muerto. ¡Viva la democracia!».

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