La aparatosa polémica producida por unas moderadas (pías, incluso) opiniones de Alberto Garzón, ministro de Consumo, acerca de la ética y saludable costumbre de reducir el consumo de carne, ha dejado nítido que nuestro sistema político-económico no quiere moverse de su necedad sanitaria y ambiental. Aclaremos –y este cronista trata de hacerlo una y otra vez– que un Ministerio de Consumo resultaría estratégico para un Gobierno que quisiera adaptar España a los peligrosos tiempos que vivimos, con una agenda de supervivencia que evitara, o suavizara, daños y amenazas tanto para las personas como para los ecosistemas. Pero ni Pedro Sánchez ni Alberto Garzón debieron contemplar ese Ministerio con esa óptica, dada la pelea y el equilibrio que hubo de manejarse con carteras y personajes cuando se formó el Gobierno de coalición. Sánchez y los suyos se reservaron los ministerios económicos previendo, concretamente, los conflictos ecológicos de una España herida y en caída libre ambiental, todo ello por causas económicas, para lo que pusieron especial atención en la dirección de los ministerios más delicados, dada la situación y las perspectivas: el de Agricultura y el de Transición Ecológica. A su frente se situó a dos burócratas (Luis Planas y Teresa Ribera) que, claro, no han sabido contener el asalto de los ecologistas y las poblaciones en guerra contra la agricultura y la ganadería intensivas, y contra el pésimo uso del agua en casi todas las cuencas.
Cuando Garzón, semioculto en gestionar problemas menores del consumo y, con toda probabilidad, consciente de su birrioso ejercicio político (y del poco justificable papel histórico como líder de IU donde, precisamente, debiera de dedicarse a construir, de una vez, la Izquierda Ecologista al abrigo del PCE), ha decidido salir de un anonimato que ni le ahorra los reproches ni le augura un futuro despejado, y se ha expresado como le corresponde, la respuesta ha sido tan violenta como aclaratoria: el sistema productivo depredador que practica España, en perfecta sintonía con las directrices de la Unión Europea y, en consecuencia, del empresariado globalizante, no se toca ni se desvía. Es anatema pedir reducciones de consumo, ya sea de carne, de electricidad, de gasolina o de vacaciones, y el afán de España, bajo un gobierno progresista, de cara al preocupante futuro que nos espera, es pintar de verde a ministerios, políticos y carteles, ponerse en manos del empresariado y forjar día a día, discurso a discurso, una farsa ambiental coordinada e intocable.
Del ministro Planas, un personaje oscuro, escurridizo e inmutable (o sea, plano), se sabe casi todo lo que hay que saber, puesto que se expresa muy claramente en entrevistas y comparecencias, de las que se deduce sin género de duda que sus ideas, políticas y objetivos son, casi exactamente, todo lo contrario de lo que necesita España para aliviar en alguna medida la situación general del campo, la agricultura y la ganadería. Este ministro flota sobre una irrealidad confortable (de ahí la beatífica sonrisa que nos regala), aupado y sostenido por el poder agrario, sin más ideas sobre el tema que las que le insuflan sus protectores, y con sensibilidad ecológica nula. Lo que no quita que sepa rozar el cinismo y la provocación, como cuando dice, por ejemplo, que “el sector agroalimentario está en el centro de la resistencia a la pandemia”, apuntándose a la propaganda del sector sobre el papel de suministrador de alimentos en los duros momentos pasados. Momentos en los que la agricultura no ha cedido un ápice en sus actividades exportadoras y en su consolidada impunidad ampliando el regadío pirata, contaminando las aguas superficiales, marinas y subterráneas, envenenando nuestros campos con productos químicos y purines, y poniendo en el mercado, en definitiva, alimentos de más que dudosa calidad y salubridad. (Y, por cierto, sin enterarse del papel, o el riesgo, de la ganadería industrial en la propagación y mutación de virus como el que nos azota.)
A Planas no le dice nada que medio país proteste de los regadíos ilegales que su Ministerio y el de Transición amparan (más la mayoría de las Consejerías autonómicas de Agricultura); regadíos que fortalecen un sector empresarial instalado en la impunidad y el abuso, que desarrolla, enloquecido, una ganadería intensiva –aviar, porcina, bovina– que es bárbara e inmoral, además de letal para el medio ambiente. Y promueve, en buen bruselista, un desarrollo agrario que elimina a los pequeños con sus trapacerías y la ayuda de los “planes de modernización de regadíos”, tan queridos por ese Ministerio pero que despueblan nuestros campos ante la intensificación de todas las inversiones y una competencia insoportable para los pequeños. Todo lo cual no impide que lleve adherido a su discurso la cantinela ambiental, aunque su actitud esté en perfecta contradicción con una agricultura sana, accesible y social, es decir, de calidad global. Su tarea consiste en consagrar lo insostenible en lo ecológico y lo pérfido en lo social. Y, por supuesto, tampoco se ha parado a pensar que las protestas contra este estado de cosas lo han convertido en ministro tóxico e inaceptable que, en su respuesta indignada a Garzón, ha actuado como cónsul y encubridor de un agro intensivo y crematístico, en avanzado proceso de encanallamiento. Es de suponer, por otra parte, que no querrá ni hablar de la deuda que su agricultura ha adquirido, y que incrementa, con la sociedad española y nuestro medio ambiente, depredando sin piedad las aguas, los suelos y las personas.
Más cauta, la ministra Ribera nos vende una transición de cartón piedra a precios de autos eléctricos, y avanza con firmeza en la (mucho más) decidida transición empresarial hacia esos nuevos negocios que en su Ministerio definen como ecológicos, sostenibles, circulares o verdes: la jerga del tiempo, disimulando que, en gran medida, el agro intensivo y maltratador se refuerza gracias al desmadre legal que ella consiente desde las Confederaciones Hidrográficas, donde el agropoder se ha asentado como en su casa. (Y, en socialista de pega, se atreve a hacer lo que el franquismo nunca hizo, prohibiendo por ley, por ejemplo, que los ayuntamientos puedan oponerse a las instalaciones de residuos nucleares).
Algo habría que decir, en este divertido remolino levantado por las acertadísimas palabras de Garzón, sobre el Ministerio de Sanidad, que parece creer que con las tareas de la pandemia se le acaban sus responsabilidades como máximos vigilantes de la salud de los españoles. Porque tampoco quiere pronunciarse ni sobre la alimentación industrial ni sobre el empeoramiento general de la salud ambiental de los ciudadanos debido a un campo en tan altas cotas de agresividad. (Y, como ente que todos los sectores que nos contaminan quieren controlar, lejos de reaccionar se allana ante los enemigos del pueblo y, por ejemplo, consiente que el lobby de las telecomunicaciones coloque a sus peones en sus despachos y pasillos, cerrando los ojos ante el apabullante problema sanitario de las comunicaciones electromagnéticas.)
Puras y estrictas cuestiones de salud pública –la alimentación, los transportes, la telefonía móvil… –ante las que el Gobierno de España apenas muestra inquietud, y que cuando siente que se le llama la atención, incluso por alguno de sus miembros, evidencia su clara entrega a poderes económicos de todo tipo y pelaje, mereciendo por parte de la opinión pública organizada (ecologistas, plataformas, ciertos medios) la denuncia, el repudio y la oposición más agria.
0