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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El proyecto de igualdad

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Los seres humanos no nacen iguales, sino con diferencias en cuanto a su raza, sexo, potencial de desarrollo de inteligencia, fuerza física, salud, etc. El contexto social aporta nuevas diferencias en cuanto a oportunidades educativas, riqueza, etc, y además, interpreta las diferencias “naturales”, atribuyéndoles un valor.

Hay diferencias que “hacen la diferencia” y otras que no, dependiendo de las circunstancias. En un entorno “natural” la fuerza física puede determinar la supervivencia o la muerte, mientras que en una urbe del siglo XXI su importancia es marginal.

Las sociedades estratificadas jerarquizan a las personas en función de unos rasgos a los que atribuyen un valor diferencial. Estos rasgos pueden variar de un sistema social a otro, asignándose una importancia diferente a la riqueza económica, la pertenencia a una raza o a una casta, el nivel educativo o la habilidad en la caza y la lucha dependiendo de la cultura de la que se trate.

En nuestra cultura occidental la riqueza económica tiene una importancia fundamental a la hora de jerarquizar la sociedad. Las diferencias en esta cuestión repercuten sobre múltiples aspectos de la vida de las personas, dejando a los menos favorecidos en circunstancias muy adversas. De hecho, su impacto en la esperanza de vida es notable y, además, independiente de la riqueza absoluta que posea una persona.

Esto quiere decir que las probabilidades que tiene una persona de vivir más allá de cierta edad dependen no sólo de cuánto dinero posee, sino de cuánto poseen los demás. En este contexto, un sentimiento como la envidia, que desde el punto de vista psicológico resulta destructivo, cobra un sentido adaptativo. El que unos se enriquezcan daña a los demás.

El sistema económico capitalista provoca que se magnifiquen las diferencias económicas en la sociedad. Estas diferencias, que ya son muy amplias actualmente, continúan aumentando de manera que se adelgaza la clase media y se ilumina un futuro de sociedad fracturada, cuyo epítome presentaba H. G. Wells con la división entre los Eloi y los Morlocks.

El problema de la opresión que supone una estratificación social acusada no es nuevo, ni exclusivo del capitalismo. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento podemos encontrar múltiples denuncias de ello y la Historia está llena de intentos de reducir el problema, como la reforma agraria que promovieron los Graco en la Roma republicana.

Con la Revolución Francesa, la lucha contra este problema adquiere un nuevo carácter al incorporar el significante “igualdad”. Igualdad no significa reducir la desigualdad, sino eliminarla. El uso de esta idea ha sido torticero desde sus orígenes. La burguesía que enarboló esta idea para equipararse con la aristocracia no quería ser igual que el pueblo llano, aunque tuvo que incorporar a éste en el juego para poder derribar el Antiguo Régimen.  

Tras salir el genio de la botella no ha vuelto a meterse en ella. La igualdad ha sido invocada para la guerra entre sexos, para la abolición de la esclavitud y la eliminación de la discriminación racial, para la lucha de clases, para la atención a los discapacitados y, con menor énfasis, para la relación entre distintos estados. Aunque la esclavitud ha sido abolida y algunas causas de desigualdad han visto reducirse su impacto, la verdadera igualdad no ha sido conseguida nunca a gran escala en los tiempos modernos. De hecho, las desigualdades económicas no hacen más que aumentar.

El sistema educativo es un resorte utilizado frecuentemente por los intentos de promover la igualdad. Tanto para difundir determinadas ideas, como para programar la ubicación social futura de los estudiantes.

La educación universal desarrollada a partir de la Revolución Francesa pretende dos objetivos. Uno es formar ciudadanos capaces de sostener una democracia, el otro fomentar la igualdad de oportunidades y que las desigualdades en la sociedad se construyan como una meritocracia.

En la práctica, la igualdad de oportunidades no es absoluta. El mejor predictor del lugar social de una persona es la posición de sus padres. La influencia de la familia condiciona el rendimiento en los estudios.

Ante esta situación surge la propuesta de desincentivar el rendimiento académico y promover la igualdad en la educación “igualando por abajo”. El deterioro de los sistemas educativos occidentales durante las últimas décadas es patente, y se debe también al interés de un sistema económico consumista de tener consumidores acríticos. Estos consumidores acríticos están mostrando su capacidad para “comprar” el mensaje de movimientos populistas, de distintas orientaciones políticas, lo que pone en peligro las democracias occidentales.

Esta situación nos confronta con un dilema. Potenciar el rendimiento educativo para formar ciudadanos capaces de sostener las democracias, a costa de cierta desigualdad, o promover la igualdad, a riesgo de educar generaciones acríticas que sigan al primer flautista que surja. Aunque el problema no se restrinja al sistema educativo, tiene en este ámbito uno de sus puntos más relevantes. La decisión que tomemos como sociedad tiene consecuencias importantes. 

Los seres humanos no nacen iguales, sino con diferencias en cuanto a su raza, sexo, potencial de desarrollo de inteligencia, fuerza física, salud, etc. El contexto social aporta nuevas diferencias en cuanto a oportunidades educativas, riqueza, etc, y además, interpreta las diferencias “naturales”, atribuyéndoles un valor.

Hay diferencias que “hacen la diferencia” y otras que no, dependiendo de las circunstancias. En un entorno “natural” la fuerza física puede determinar la supervivencia o la muerte, mientras que en una urbe del siglo XXI su importancia es marginal.