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El teorema de Melquíades
Hoy en día vivimos una guerra educativa constante entre las reformas que buscan la finalidad económica (es decir, la productividad del alumno cuando sea adulto) y otras que buscan la finalidad intelectual (la creación de un pensamiento crítico)
No te hace falta un doctorado en ingeniería naval para freír aritos de cebolla en el Burger King en turnos 12 horas los fines de semana
“¿Y qué quiere que haga? ¡Si la felicidad se me sale!”
Estas fueron las palabras que usó mi hermano para responder al Padre Melquíades cuando éste le castigó por estar riéndose en clase. Un mocoso de sedosos bucles, mofletes hinchados, enormes ojos y sonrisa traviesa contra un pobre sexagenario que solo quería un poco de silencio en su clase. Adoro el cine. Es un hecho que es mejor aclarar llegados a este punto. Así que, cada vez que cuento esta historia, me imagino un zoom dramático sobre la cara shockeada de Don Melquíades y las palabras de mi hermano rebotando con un efecto reverb muy de cine B (o de micrófono con luces del Wallapop).
La felicidad se me sale, la felicidad se me sale, la felicidad se me sale, la felicidad... Rollo revelación. Lapidación de principios. Giro de guion de telenovela. Y tan revelación debió de ser que el propio Melquíades llamaría a mi casa aquella misma noche a contarle a mi madre la curiosa anécdota. A ésta le seguiría una frase que siempre que narro esta historia intento decir despacio para darle el espacio e importancia que se merece: - “¿Y quién soy yo... ...para quitarle... ...la felicidad a un niño?”
Cuando mi madre colgó, no sabía si llamarle la atención a mi hermano o dejarlo estar. Por cuestiones lógicas, escogimos lo segundo. Pobre Padre Melquíades: más de 40 años ejerciendo de profesor en colegios católicos y, un buen día, una voz aguda le hace cuestionarse todo su sistema.
Supongo que nunca se habría parado a pensar que Dios se nos hace presente a través de los niños. Aunque sean niños de risas irritantes y voces estridentes (y un poco cabroncetes, todo hay que decirlo). Pero no todo iba a ser culpa del anciano Melqui (sí, supondré su mote para economizar el lenguaje). Hay que entender que, en mayor o menor medida, el sistema educativo se basa en la suposición de una jerarquía en la que el profesor es la autoridad y el alumnado el que ‘hace’.
Y esa suposición jerárquica tiene dos telediarios. El sistema educativo tal y como lo conoces se hace presente en la sociedad durante el siglo XIX. Según el doctor Kevin Robinson, La Revolución Industrial supuso que, con la llegada de las máquinas a las fábricas, los países y sus empresas podrían prosperar más rápido y mejor. Es por ello que, conscientes de la necesidad de una mano de obra que fuese capaz de estar a la altura y producir, se plantearon una educación que cubriese esas necesidades.
Si el obrero iba a ser sustituido por máquinas, se le ensañaría desde niño a ejercer labores que fuesen productivas antes de que el número de gente pobre fuese demasiado alto.
Si a esto sumamos la Ilustración y la recuperación de pensamientos de la Roma clásica, los intelectuales de la época empujaron la idea de que, junto a esa formación productiva que tanto demandaba el país, se forme también en pensamiento crítico y racional. Me cago en la leche, ¡sonaba maravilloso! Cientos de países europeos copiaron el modelo inglés y, en cuestión de tiempo, aparecieron más escuelas subvencionadas por el estado que seguían ese modelo educativo.
Pero, con la caída de la Ilustración y los declives económicos, el sistema muestra fallas. Los gobiernos se volvieron cambiantes y son las empresas las que desarrollaron un poder económico continuado en el tiempo. Un presidente puede aguantar una o dos legislaturas. Una empresa puede durar décadas. Por tanto, ya no interesaba que los niños fuesen críticos.
Hoy en día, vivimos una guerra educativa constante entre las reformas que buscan la finalidad económica (es decir, la productividad del alumno cuando sea adulto) y otras que buscan la finalidad intelectual (la creación de un pensamiento crítico). Desgraciadamente, la mayoría de países europeos se están decantando por reforzar ese aspecto económico: adiós a las asignaturas artísticas o filosóficas. Se refuerzan otras áreas y se politizan los mismos colegios creando alumnos dependientes del sistema.
Se le enseña al alumno el Camino del Héroe: esfuérzate y serás recompensado. Céntrate e invierte todo el tiempo en estudiar algo de provecho, algo productivo. Se le enseña al alumno a sacar la nota más alta, a estudiar más horas, a no faltar, a no fallar, a tener una carrera, un máster, dos másters, un doctorado, a no hablar en clase, a no reír... Se le enseña a aprender conocimientos y vomitarlos bulímicamente sobre un folio en blanco. Hace una década, nuestro sistema volvió a colapsar.
La `crisis económica´ frenó el crecimiento de muchos países y destruyó millones de puestos de trabajo. Y nuestro modelo educativo quedó obsoleto. De nada servía terminar bachillerato. De nada servía tener una carrera, dos másters, un doctorado... “No seas actor, sé ingeniero”, “¿No vas a terminar Derecho?”, “Escribir está bien pero, ¿en qué trabajas?”... Hoy por hoy, tenemos más gente formada que puestos de trabajo reales.
Y es lógico que generaciones enteras perdieran la fe y la motivación diaria para estudiar: no te hace falta un doctorado en ingeniería naval para freír aritos de cebolla en el Burger King en turnos 12 horas los fines de semana.
Ahora nos vendría bien recuperar ese pensamiento crítico, esa capacidad de resolver problemas con ayuda del razonamiento. Pero nos lo han quitado. Igual que Melqui intentó quitarle la risa a un niño. Igual que nos la quitaron a nosotros. Pero a veces somos más fuertes. A veces, nadie puede quitártela y acabas rompiendo el molde. Porque, a veces, la felicidad...
se nos sale. (Dios, me encantaría haber dicho esa última frase con un micrófono con luces del Wallapop y mucho reverb)
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