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'Pride' como relato

En 1789, la Revolución Francesa proclamó, en tres palabras, todo un pensamiento político universal: “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Un frontispicio para la emancipación humana frente a la esclavitud y las castas sociales. Fue tal la importancia del enunciado, que ciento cincuenta años más más tarde, en 1948, la Asamblea de Naciones Unidas se inspiró en esos valores para proclamar la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Pero la Historia no pone las cosas fáciles. No todo es progreso sin retroceso. Esos motores emancipatorios han chocado en demasiadas ocasiones con múltiples obstáculos. Así, por razones económicas, de género, de religión, étnicas, de orientación sexual... se han segregado a grupos minoritarios, desplazándoles de sus derechos. En la mayoría de los casos por simples prejuicios o por miedo a lo diverso. Para reducir esas discriminaciones, el pensamiento progresista fomentó políticas públicas para el acceso a la igualdad de oportunidades. De hecho, el Estado de Bienestar Social supuso el mayor proyecto de construcción institucional sobre esa base. La filosofía política del Bien Común se alojó en el edificio del Estado de Bienestar.

En estos momentos, asistimos a una tendencia de fragmentación social que repercute en la política. La sociedad no sólo se complejiza y se convierte en irregular; avanza a la exclusión. La lógica de la inclusión social pierde fuerza frente a la lógica de la exclusión.

Las políticas de identidad vienen fortaleciéndose en EEUU, desde hace más de cien años. En este país de aluvión, formado por oleadas migratorias de diferentes orígenes, los hechos diferenciales de las personas (lengua, género, religión, orientación sexual...) actúan como fuerzas centrípetas. En Europa, se sigue la pauta. De tal modo, que las políticas de identidad, propias de un hecho diferencial, adquieren pujanza.

Además, las desbastadoras consecuencias de una globalización exclusivamente económica,  ha acrecentado el deseo humano por buscar refugio en algún grupo similar que le aloje y le ampare frente a la barbarie.

El reconocimiento de las diversidades es fundamental, pero construir una sociedad desde una superposición de identidades puede ser pernicioso. Básicamente, porque cambiamos la mirada de lo común por la mirada de lo propio. Las políticas de identidad no pueden sustituir a las políticas comunes. La identidad se piensa, muchas veces, como rechazo de los “otros”. Explicar y contemplar los fenómenos sociales desde un exclusivo prisma de la identidad no favorece la interacción igualitaria.

Así, el sociólogo marxista Eric Hobsbawm advertía que “compartimentar la lucha por el reconocimiento en identidades y hechos diferenciales concretos, lejos de ayudarnos en el camino de la emancipación, nos distrae y nos hace jugar en el terreno de los poderosos, precisamente de los que discriminan y fabrican las desigualdades”.  La identidad por diversos atributos sociales forma parte de nuestro ser social. Y como tal realidad social no se puede negar, ni aislar. Pero ello no puede conducir a la segmentación social.

 Pride es una magnífica película que narra unos hechos reales como fue el apoyo de un grupo de activistas LGTB a la huelga de los mineros británicos durante 1984. Dos políticas de identidad, de origen lejano entre sí, sindicalistas y movimiento gay, se dieron la mano porque entendieron que el enemigo era común. Dos políticas de identidad fueron subsumidas en políticas de igualdad. Quizás esa narrativa, esa moraleja, sea la más indicada para seguir un camino hacia una sociedad libre y emancipatoria. Las identidades no se deben enfrentar sino más bien conocerse entre ellas y si es posible, sumarse.

 

En 1789, la Revolución Francesa proclamó, en tres palabras, todo un pensamiento político universal: “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Un frontispicio para la emancipación humana frente a la esclavitud y las castas sociales. Fue tal la importancia del enunciado, que ciento cincuenta años más más tarde, en 1948, la Asamblea de Naciones Unidas se inspiró en esos valores para proclamar la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Pero la Historia no pone las cosas fáciles. No todo es progreso sin retroceso. Esos motores emancipatorios han chocado en demasiadas ocasiones con múltiples obstáculos. Así, por razones económicas, de género, de religión, étnicas, de orientación sexual... se han segregado a grupos minoritarios, desplazándoles de sus derechos. En la mayoría de los casos por simples prejuicios o por miedo a lo diverso. Para reducir esas discriminaciones, el pensamiento progresista fomentó políticas públicas para el acceso a la igualdad de oportunidades. De hecho, el Estado de Bienestar Social supuso el mayor proyecto de construcción institucional sobre esa base. La filosofía política del Bien Común se alojó en el edificio del Estado de Bienestar.