La suerte de estar
Hace unos días fui a mi primer concierto desde marzo de 2020. Un pequeño recital de música barroca en la catedral de Christ Church en Oxford. La rutina se parecía poco a la de la última vez. Nada más entrar había que pasar el móvil por un código QR con el que la aplicación de la sanidad pública rastrea contactos si hay un positivo de coronavirus en el evento. Había que dejar dos sitios de separación entre los espectadores, que llevaban mascarilla y desfilaban con cierto titubeo para no acercarse a los desconocidos.
El flautista, Jonathan Slade, hizo un discursito diciendo que tenía mucha “suerte” al estar ahí, por primera vez en mucho tiempo tocando en directo ante una audiencia reunida en un lugar. “La suerte” era estar ahí en general, después de todo, según repetía mientras le temblaba ligeramente la voz. Muchos hacían gestos de asentimiento en el público, compuesto en su mayoría por personas mayores, quienes más han sufrido en esta pandemia por la enfermedad y sus consecuencias de aislamiento y soledad incluso aunque no hayan pasado por un hospital.
La música no había cambiado y la experiencia de la primera vez desde antes del estallido de la pandemia era más poderosa que nunca. Las personas más vulnerables podían estar allí porque la mayoría a su alrededor y ellas mismas estaban vacunadas y había medidas de precaución para evitar aglomeraciones y potenciales aerosoles (en Inglaterra se lleva más el trapo que la mascarilla, pero mejor que nada).
Esas personas podían estar allí porque había medidas para protegerlas antes del 19 de julio. Pero en Inglaterra, en un país con hasta 50.000 casos diarios y las hospitalizaciones en ascenso, ya no hay ninguna restricción ni obligación de llevar mascarilla ni siquiera en los lugares donde hay más riesgo como el transporte público. La idea era volver a la normalidad con el Gobierno de Boris Johnson diciendo que así “se abría la economía”, aunque el primer ministro nunca ha llegado a explicar por qué llevar mascarilla en un autobús es “cerrar la economía”.
El resultado está siendo un caos del que apenas hemos empezado a ver las consecuencias y en la práctica un golpe para la economía, que en cambio se estaba recuperando en junio con la incidencia más baja y el levantamiento de gran parte de las restricciones. La ola de contagios ha generado que haya falta de personal en servicios esenciales por los enfermos y por los que se tienen que aislar por haber estado en contacto con contagiados (entre otros Johnson, que celebró el fin de las restricciones aislado porque su ministro de Sanidad, uno de los máximos defensores de acabar con todas las medidas de seguridad, se contagió).
Los supermercados muestran estanterías vacías porque faltan camioneros o reponedores, enfermos, aislados y también más escasos tras el Brexit. La recogida de basura está sufriendo retrasos en algunas zonas también por falta de personal. Las estancias en hoteles en regiones que antes tenían baja incidencia se cancelan. Los trabajadores se quedan en casa con niños enfermos. Algunos europeos, como los franceses y los daneses, lo tienen muy difícil para volver a su país por las nuevas restricciones contra los viajeros de Reino Unido. Y los más vulnerables están de nuevo obligados de facto a limitar las actividades ante la incertidumbre de si las personas alrededor en las tiendas o los autobuses donde entran aplicarán las medidas o no.
Como en España, en Reino Unido, la mitad de la población está vacunada. Y aunque la variante delta ha cambiado el equilibrio del riesgo, eso supone que la mitad de la población está mucho más protegida. Pero en la práctica también que millones de personas siguen expuestas porque no se han vacunado o porque aún no pueden hacerlo (como los niños y adolescentes) y aún tienen capacidad de contagiar a las más susceptibles de sufrir.
No tomar medidas básicas de salud pública para asegurar que puedan ir a un concierto, subirse a un autobús o tener contacto con su familia sin estrés es discriminatorio y poco ético. Pero, como estamos viendo, en la práctica tampoco funciona para la mayoría.
Dejar que el virus corra libre daña el consumo y puede llevar al colapso de servicios básicos. Lo que está haciendo Inglaterra -y sirva de alerta para España- no es convivir con el virus. Es dejar que, de nuevo, se adueñe de nuestras vidas.
Tenemos la suerte de estar aquí. También la de saber qué hacer y qué no.
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