Por el bien de la propia justicia
La separación de poderes no sólo es una aspiración, es un requisito mínimo, indispensable, de un Estado de Derecho democrático. Estamos en un buen momento para acometer una reforma del Poder Judicial que tenga como objetivo primordial intentar recuperar la confianza de los ciudadanos en sus jueces. La sociedad evoluciona y lo que exige son nuevas formas que se alejen de los viejos modos y en las que la ética y la responsabilidad ocupen un lugar primigenio por encima de otros intereses, ya sean políticos, económicos o corporativos.
Tantas acciones desnortadas del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y de sus presidentes, elegidos por el PP abusando de la mayoría absoluta, han movido al descrédito de la justicia. Gracias a esta fórmula, cuando el Partido Popular era Gobierno nombró en los más altos cargos judiciales a quienes consideraban los suyos para salvaguardar así la malparada imagen de una formación en la que la corrupción hacía y sigue haciendo estragos. Han sido demasiadas designaciones de profesionales cuya valía, que respeto profundamente, quedó cuestionada por el aroma a incienso proveniente de la Obra de monseñor Escrivá de Balaguer y por proximidades sospechosas a entidades financieras y grandes corporaciones. A ello hay que añadir lo ocurrido con el Tribunal Supremo en su inflexible postura sobre el procés, sin olvidar el escándalo de ida y vuelta de las hipotecas, que después de conocerse el contenido de la sentencia y especialmente los votos particulares, desvela una carcoma que amenaza con destruir la escasa confianza que la ciudadanía le dispensa a la Justicia. Tales actuaciones resultan tan insoportables como fuera de lugar. Constatamos por tanto que esta sigue presentando una pátina casposa similar a la del antiguo régimen, que en nada sintoniza con la sociedad actual.
Pero es que ¿acaso no es evidente? Cuando un partido político tiene causas pendientes ante la justicia y –no olvidemos- ante el Tribunal Supremo, y negocia la composición de los órganos que controlan toda la maquinaria judicial, su intención no es inocente y en pro de la defensa de la independencia y el mérito, sino que busca, ni más ni menos, todo lo contrario, y mientras más arriba este la incidencia mejor. Ese mensaje es demoledor para la ciudadanía y la lleva al hartazgo. Cuando además ese partido se jacta de controlar la Sala Segunda del máximo tribunal “por detrás” y el CGPJ de forma tan impúdica, la percepción que queda es que se ningunea a los jueces, como si éstos fueran títeres u objetos decididos por aquellos que creen estar por encima de la ley, sobre el bien y el mal. Con este proceder se niega la esencia de ese órgano de gobierno de los jueces y lo lastra para todo su mandato. Una vez más. Si además y por escrito aparece la evidencia de tal intención de manipular y controlar desde un partido a la justicia, la desconfianza se da la mano con la indignación.
El empeño del PP por situar, como fuera, a la cabeza del Poder Judicial al presidente de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, señor Marchena, ha terminado en desgracia colectiva. Era de esperar cuando se pretende empezar la casa por el tejado. En el camino han quedado de modo desairado muy buenos profesionales del derecho y la justicia que se postularon o a los que postularon para cubrir los puestos de vocales del CGPJ y que han sido arrastrados al limbo. En algún caso, incluso, un magistrado intachable, de prestigio internacional, tuvo que soportar en la Comisión Consultiva de Nombramientos del Congreso, los improperios y groserías del diputado del PP, Carlos Rojas, quien, en un ejercicio de arrogancia intolerable, abusó del poder del que le invistió la soberanía popular para insultar al compareciente. De este modo, el PP dejó claro que no está dispuesto a perdonar que un tribunal compuesto por tres jueces independientes dictara una sentencia que ha puesto en evidencia la responsabilidad de su formación en prácticas corruptas. Haciendo gala de soberbia, el PP cargó contra el juez que consideraba más peligroso, es decir, aquel al que le corresponde ahora juzgar los Papeles Bárcenas. Ni más ni menos. Rojas se dio el lujo de señalar expresamente que la designación de aquel juez no obedecía a su trayectoria judicial, sino porque tenía que “dejar de hacer lo que estaba haciendo”, en una alusión implícita a los casos de corrupción que afectan al PP. Utilizó Rojas en público el mismo argumentario que al día siguiente se conocería que usaban en privado, cuando saltó a la prensa el desdichado WhatsApp difundido por el senador Ignacio Cosidó, en el que se jactan de haber alcanzado un acuerdo que les permitiría controlar a los jueces desde atrás.
El PP, tal como viene haciendo desde que fue desalojado de la Moncloa por la moción de censura, está degradando las instituciones y el debate político con constantes insultos, descalificaciones, acusaciones bárbaras e injuriosas, furibundas y esperpénticas además de infundadas, en una espiral de desesperación nunca igualada en democracia. Anda dando tumbos con la apariencia de un pollo degollado, vacío de contenido y en los estertores finales, agarrándose a Ciudadanos como tabla de salvación y, si se tercia a Vox. Todo para recuperar el poder y, de nuevo, fiscalizar el Poder Judicial desde su órgano de gobierno.
Pero ¿por qué lo hicieron? ¿Por qué exhibieron de ese modo tan impúdico sus verdaderas intenciones en cuanto al control de la judicatura que pretendían? ¿Por qué de inmediato el líder de los populares, señor Casado, se apuntó de forma urgente para proponer la elección de los jueces por los jueces? Tanta prisa tenía el líder popular por ofrecer una alternativa que contentara a la parte más conservadora de la magistratura, que hizo propio el texto de 1980 sobre la elección del CGPJ sin corregir, es decir utilizando términos como “audiencias territoriales” o “jueces de distrito” que pasaron ya a la historia hace mucho tiempo. El resultado fue una propuesta que induce a la risa, oportunista, que descalifica a sus propios proponentes como representantes de la voluntad popular y que solo desvela aquella necesidad de arroparse con el partido de Rivera. Ahora, este deberá estar preparado para soportar la corrupción rampante en la que se encuentran tantos miembros de la formación popular. El verá, pero los votantes deben saberlo y no escudarse en una regeneración falsa.
La realidad es que los dirigentes del PP rompieron el acuerdo con el Gobierno para renovar el CGPJ porque, ante la posibilidad de que pudieran convocarse elecciones generales en el medio plazo, consideraron la posibilidad más ventajosa de permitir que se prorrogase la vigencia del actual equipo con su presidente Carlos Lesmes al frente, esperando a ver si los resultados de los comicios les resultan favorables con lo que se asegurarían un sesgo que no va a ser progresista, precisamente. No me extrañaría que en tal tesitura, trabajen porque la presidencia del Poder Judicial recaiga en el mismo magistrado, Manuel Marchena, que plantearon en el reciente malogrado acuerdo. Mientras, con una desfachatez extrema, el PP denuncia al Gobierno de filtraciones y se lava las manos de sus propias acciones intolerables que todo el mundo ha podido constatar.
Ni siquiera sus voceros mediáticos han conseguido desviar la atención de la ciudadanía de los verdaderos responsables de esta situación que se traduce en una prórroga del Consejo actual. Pero, si los vocales actuales tuvieran el valor que se presume en los jueces y autoridades, deberían de renunciar sin paliativos el 4 de diciembre, cuando expire su mandato y dejar en evidencia la incapacidad de aquellos políticos que anteponen sus intereses a los del pueblo al que dicen dar voz.
En este contexto, urge en las elecciones al Consejo General del Poder Judicial, eliminar toda sospecha de suciedad, de aprovechamiento propio, de beneficio mezquino. ¿Cómo? Eligiendo no a quien más renta a este o al otro partido, sino al que más vale, al que más conoce de Derecho, al que mejor sintoniza con la realidad en la aplicación de su conocimiento y su experiencia. Se trata de algo de suma importancia, elegir a quienes gobiernan el Poder Judicial o a quien va a presidir el Tribunal Supremo que, como indica su nombre, es la máxima institución de resolución de los más graves conflictos jurídicos, incluidos los delitos cometidos desde las instituciones. Alternativas para hacer esto adecuadamente y con legitimidad democrática hay muchas, pero la solución de volver a un sistema endógeno donde los jueces son quienes eligen a sus pares para el CGPJ no sólo carece de verdadera legitimidad democrática sino que es además la pretensión de control corporativo por parte del Partido Popular, al ser la asociación mayoritaria cercana a dicho partido y que por tanto se representaría a sí misma, pero no a la sociedad en su conjunto. El Poder Judicial no debe ser afín a uno u otro partido político, ni siquiera a los dos, tres o cuatro mayoritarios, sino que obligadamente precisa ser auténticamente independiente de todos ellos y reflejar a la sociedad en la que van a impactar sus políticas judiciales.
Al respecto se debe considerar que el Consejo General del Poder Judicial no es un órgano que se limite al control administrativo de sus miembros, sino que desarrolla dichas políticas judiciales, complementarias a la acción del Ministerio de Justicia. Las decisiones del Consejo exceden a lo que sería una dirección de Recursos Humanos como el líder del Partido Popular afirma con tanta ligereza.
Frente a tales opciones la medida a adoptar es más democracia en la elección, que se debe basar, insisto, en los méritos de los candidatos, con absoluta transparencia y sin olvidar la participación ciudadana ni el control parlamentario, por supuesto. ¿Cuál es problema para aplicar una imprescindible transparencia al sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial y de su presidente? ¿Por qué no se lleva a cabo una presentación de candidatos con la exposición de sus conocimientos y las propuestas que hagan para organizar el sector de la Justicia y hacerlo más cercano, eficaz y fiable? Así sabríamos quién es cada cual y no como ahora cuando nuestra información se limita a la evocación de sus posibles amistades o relaciones en base a quien los presente y las filtraciones que unos y otros hacen a la prensa, sometiendo a los propios aspirantes al desdén o la denostación de aquellos a quienes no guste su nominación.
La independencia es la norma básica de la Justicia y la credibilidad es el elemento fundamental para que los ciudadanos confíen en ella. No basta con que un juez sea imparcial, sino que debe además ser percibido como tal por el ciudadano. En el órgano de gobierno de los jueces hacen falta grandes jueces, fiscales, juristas, catedráticos, filósofos que puedan dirigir un colectivo sobre la base del mérito, de su independencia y su credibilidad y de los valores que deben impregnar una sociedad diversa como la española. Quienes dirijan al órgano supremo de la judicatura tienen que ser hombres y mujeres, por sobre toda otra consideración, justos. Esa es la apuesta de futuro, indispensable, frente a la angustia de algunos por controlarlo todo.
Además de reformar esta manera de designar, también es preciso modificar las normas que rigen el Tribunal Supremo de manera que no se convierta en un lugar cómodo en el que demasiadas veces algunos de sus componentes se apoltronan en el puesto o lo utilizan como base de operaciones políticas de largo alcance o para otras funciones extrajudiciales que poco o nada tienen que ver con la dedicación exclusiva que deberían tener en su altísima labor judicial.
El punto de partida para combatir tal riesgo es precisamente establecer un sistema claro, transparente, fiable y sólido en la designación de los jueces y su órgano de gobierno. No lo digo yo, lo dicen diversos organismos anticorrupción del Consejo de Europa y de Naciones Unidas, que ya nos han advertido en más una ocasión de que lo estamos haciendo mal. Urge la constitución de un Poder Judicial fuerte, independiente, imparcial y bien gobernado, sin interferencias o sospechas de que en él medre la política partidista. Hay que hacerlo cuanto antes, por el bien de la propia justicia que, solo así será creíble para la sociedad.