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Los despropósitos del caso Alberto Rodríguez

Alberto Rodríguez: elegido, condenado y aclamado

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La inhabilitación del diputado Alberto Rodríguez pone en evidencia la existencia de un problema preocupante en la relación entre poderes a la que debe aspirar una democracia avanzada. Es un problema que atañe a los límites del ejercicio de la jurisdicción derivados del necesario respeto de la composición y autonomía de funcionamiento del poder legislativo y, al mismo tiempo, a la protección de los derechos fundamentales sobre los que se asienta la misma democracia.

Las penas establecidas en una sentencia judicial deben ser ejecutadas de acuerdo con la ley. Sin embargo, la ejecución en sus estrictos términos de las penas no puede ignorar que, además de las leyes penales y procesales, el marco legal para la ejecución de las penas también puede incluir la observancia de otras leyes y de principios jurídicos que no pueden ser ignorados cuando se trata de encontrar la “norma” aplicable al caso concreto. El caso Alberto Rodríguez es un buen ejemplo de ello por tres razones fundamentales: en primer lugar, por la necesidad de conciliar, en lo que concierne a la pena de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo, la ley penal con lo establecido en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG); en segundo lugar, por la necesidad de respetar el ámbito de autonomía que constitucionalmente tiene reconocido el poder legislativo, que también se proyecta sobre esta cuestión; y en tercer lugar, por la necesidad de contemplar la ejecución de la pena de inhabilitación bajo el principio de proporcionalidad imprescindible cuando esta pena puede repercutir sobre un mandato representativo ya vigente.  

No hay ninguna norma penal o electoral que establezca de manera clara e inequívoca que la imposición de una pena de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo derive en la pérdida de la condición de diputado –cuando el afectado ya está ejerciendo el cargo representativo–, salvo que así resulte en aplicación de las causas de inelegibilidad e incompatibilidad sobrevenida que contempla el artículo 6 de la LOREG. La pena de inhabilitación puede desplegar, desde luego, sus efectos para futuras elecciones, pero no dejar sin acta de diputado cuando no nos encontramos ante ninguna de las causas previstas en el artículo 6 de la LOREG.

La letra a) del articulo 6.2  de la LOREG declara inelegibles a los condenados por sentencia firme, a pena privativa de libertad, en el período que dure la pena. Más allá de sus efectos pro futuro, una condena de ese tipo puede tener efectos sobre un cargo ya electo porque el apartado 4 del artículo establece que las causas de inelegibilidad lo son también de incompatibilidad; por lo tanto, la condena privativa de libertad de un diputado implica, en realidad, una “incompatibilidad sobrevenida” que puede afectar al cargo en vigor. Sin embargo, en el informe de los letrados de las Cortes Generales sobre el caso Alberto Rodríguez se ofrecen buenos argumentos para considerar que la letra a) del artículo 6.2 de la LOREG no sería aplicable en este caso, porque el requisito exigido por esta letra –pena privativa de libertad– no se estaría produciendo al haber sido sustituida por el Tribunal Supremo (TS), de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 71.2 del código penal, por una pena de multa; una sustitución que, como dicen los letrados, se produce en este caso ope legis, es decir, necesariamente cuando procede imponer una pena de prisión inferior a tres meses. Por otra parte, tampoco sería de aplicación en este caso la causa de inelegibilidad de la letra b) del artículo 6.2 de la LOREG porqué esta se asocia únicamente a una sentencia relacionada con unos determinados delitos, entre los que no se encuentra el delito por el que el diputado ha sido condenado.

Situados en este contexto, puede afirmarse con fundamento jurídico que no hay incompatibilidad sobrevenida de la letra a) del artículo 6.2 de la LOREG por cuanto la sustitución de la pena privativa de libertad por la de multa viene a transformar desde su origen la pena principal de prisión desde la misma sentencia, sin necesidad de un posterior acto de ejecución que lo diga. Interpretada la legislación electoral de esta manera, esto nos lleva a la conclusión de que la ejecución de la pena de inhabilitación sólo puede tener alcance en procesos electorales futuros, sin posibilidad de amparar bajo ella una causa de incompatibilidad sobrevenida.  

Un aspecto que ha quedado en segundo plano en este debate es el papel que corresponde al Congreso de los Diputados para verificar y determinar, en su caso, la concurrencia de una causa de incompatibilidad sobrevenida que afecte a uno de los miembros de la Cámara. Existe una doctrina constitucional clara –especialmente contenida en la Sentencia del Tribunal Constitucional 155/2014, de 25 de septiembre– que insiere la apreciación de las causas de incompatibilidad sobrevenida en el ámbito que es propio de las relaciones jurídico-parlamentarias; lo que significa, en palabras del mismo Tribunal Constitucional, que la verificación de las incompatibilidades ha de sustanciarse ante la Cámara parlamentaria, tanto en el momento inicial de acceso al cargo como de forma sobrevenida, en su caso.

Estamos, pues, ante un supuesto en que las condiciones de ejecución de la pena de inhabilitación dependen de un marco normativo más amplio y complejo que el estrictamente penal, donde hay que dar cabida a la intervención del propio poder legislativo por razón de su autonomía como poder público. No es este un caso aislado puesto que hay otros ejemplos muy claros de la forma en la que la separación de poderes establece excepciones a la aplicación del derecho penal relacionadas con la composición de las Cámaras legislativas y su funcionamiento. La inviolabilidad y la inmunidad de los diputados y senadores son dos de ellos, pero no los únicos.

Tratándose de una incompatibilidad sobrevenida, se echa en falta que el Congreso no haya defendido su ámbito de autonomía parlamentaria para analizar los efectos de la sentencia del Supremo de acuerdo con el procedimiento que establece su Reglamento respecto de las incompatibilidades, puesto que ésta es materia propia del estatuto de los diputados. Una dejación que se hace aún más evidente cuando se comprueba que el auto de ejecución de la sentencia se limita a dar traslado de la resolución a la Presidenta del Congreso. En mi opinión, ante esta resolución no era necesario pedir ningún tipo de aclaración al TS, sino actuar de acuerdo con el Reglamento de la Cámara para analizar y resolver sobre la existencia o no de una incompatibilidad sobrevenida del diputado, de acuerdo con las circunstancias jurídicas del caso. De manera especial, valorando si la sustitución ope legis de la pena de privación de libertad por la de multa determina o no la aplicación de la causa de inelegibilidad de la letra a) del articulo 6.2 LOREG y debe ser considerado como un supuesto de incompatibilidad sobrevenida que implica el cese en el cargo representativo.  

Las consideraciones anteriores nos llevan, por último, a valorar el caso desde la lógica del principio de proporcionalidad entre los efectos de un acto –pérdida del acta de diputado– y la causa que lo produce –condena de 1 mes y 15 días de prisión, sustituida por multa–. El principio de proporcionalidad es especialmente relevante cuando se aplica a situaciones que pueden significar limitación de derechos. Y lo es más aún cuando se trata de derechos “estructurales” de la democracia como son el derecho de sufragio activo y pasivo y el ejercicio de un cargo representativo. No hace falta ser jurista para ver una desproporción manifiesta entre una condena de prisión de tan corta duración y una interpretación de la ley que lleve al extremo de dejar sin efecto un acta de diputado vigente, sin entender que la inhabilitación deba operar sólo pro futuro. En un caso como este podría tener sentido una suspensión de los derechos del diputado durante el tiempo de la condena, pero es notoriamente excesivo que pueda propiciar su cese definitivo. Es un argumento más en favor de una aplicación de la ley como la que aquí se expone.

Más allá de los aspectos jurídicos, el caso Alberto Rodríguez preocupa también por razones más políticas. Preocupa por los déficits que evidencia sobre el sistema de funcionamiento en la relación entre el poder judicial y el poder legislativo, donde falta una mejor calibración por parte del primero de los límites que tienen sus poderes de ejecución respecto de las facultades que son propias del segundo.

Lamentablemente, también se echa en falta una mayor defensa de estas facultades por parte del poder legislativo frente a actuaciones judiciales que no respetan los equilibrios inherentes al sistema de división de poderes; el último escrito dirigido por el secretario general a la presidenta del Congreso sobre el cumplimiento de la sentencia no hace más que poner en evidencia, en realidad, dos errores de gran calado: haber solicitado una aclaración de sentencia que no era necesaria y haber renunciado a a establecer los efectos de la pena de inhabilitación mediante el procedimiento parlamentario previsto para estos casos.

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