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¿Con qué economía salimos del coronavirus?

La céntrica Plaza Mayor de Madrid prácticamente vacía durante el cuarto día del estado de alarma por coronavirus en una imagen de archivo.

Gerardo Pisarello

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El agravamiento de la crisis del COVID-19 está mostrando de manera cruda que no hay una única manera de resolver el dilema entre confinar y mantener la actividad económica. Sin embargo, algo va quedando claro: la responsabilidad y la determinación con la que se afronte decidirán la vida de muchísima gente, así como la posibilidad de salir de esta pandemia con maneras de relacionarnos muy diferentes a las que nos han traído hasta aquí.

Los negacionistas de la emergencia

Los negacionistas de la gravedad del virus, como Bolsonaro o Trump, están siendo los más reticentes en asumir el confinamiento como forma de frenar el contagio y de no saturar a los sistemas sanitarios. Y para justificarlo están apelando, precisamente, a la necesidad de “salvar la economía”. No parece, empero, que su preocupación sea la situación económica de la mayoría. Bolsonaro no ha tenido problemas en pedir el abandono la cuarentena argumentando que los brasileños no debían temer al contagio porque son gente “que bucea en una alcantarilla y no les pasa nada”. Se puede encontrar una colección de citas de Trump en la misma dirección. Y las consecuencias están a la vista. En pocos días, las muertes en Brasil se están disparando y los Estados Unidos se han convertido en el país con más personas infectadas del mundo –unas 81.000–, lo cual es especialmente preocupante si se tiene en cuenta que en su privatizado sistema sanitario un tratamiento por COVID-19 puede costar unos 35.000 dólares.

La falsa dicotomía entre economía y vida

En el otro extremo están quienes vienen defendiendo con vehemencia que la única forma de enfrentar el virus es a través de un confinamiento total y de una suspensión igualmente severa de actividad económica. Se trata de un planteamiento drástico, que se ha llegado a plantear como una disyuntiva radical: “¡O la economía o la vida!”. Esta formulación puede ser útil para llamar la atención sobre la gravedad de la pandemia, pero se ha mostrado irreal como guía para la acción pública. De entrada, porque la protección de la vida no puede plantearse al margen de la economía, es decir, de la producción, distribución y consumo de aquellos bienes y recursos que la hacen posible. Y segundo, porque una interrupción del grueso de la economía, sin un colchón social previo y prolongada en el tiempo, también se enfrentaría con obstáculos de envergadura.

Por eso, justamente, la mayoría de países que está propugnando medidas intensivas de aislamiento, lo que están planteando es reorientar más que parar la economía en términos absolutos. Priorizando, eso sí, la producción ligada a la emergencia socio-sanitaria. En casi todos ellos, de hecho, lo primero que se ha hecho ha sido cerrar bares, gimnasios, tiendas de ropa y sectores similares. Pero en cambio se ha potenciado la producción de mascarillas, respiradores, tests rápidos o equipos de protección para profesionales de la salud y la limpieza.

En algunos casos, esto ha llevado a iniciativas de nacionalización o de control público de sectores privados que el neoliberalismo consideraba anatema hasta hace dos días. En España, la emergencia sanitaria reveló a muchos que existía un artículo de la Constitución, el 128, que subordina la riqueza, “sea cual fuere su titularidad”, al interés general, y que tiene por delante un campo importante de aplicación. En Irlanda, de hecho, el primer ministro democristiano Leo Varadkar ya ha nacionalizado temporalmente 2000 camas, nueve laboratorios y miles de empleados para incorporarlos al sistema de salud estatal para luchar contra el COVID-19.

Deslindar lo esencial de lo que no lo es

Algunos países, como Italia, Nueva Zelanda y ahora España, están dando un paso más allá y están detallando qué actividades deberían cerrar temporalmente y cuáles deberían mantenerse. Italia ha redactado un decreto donde el funcionamiento temporal de la economía se ciñe a ámbitos concretos. Sin embargo, esto dista de suponer un cierre brusco o una paralización extendida del sistema productivo. El decreto aprobado por el gobierno de Giuseppe Conte mantiene como esenciales… ¡unos 80 sectores de la economía! Esto incluye industrias auxiliares, estratégicas, sin las cuales el propio sistema sanitario quedaría en entredicho: químicas, farmacéuticas, aluminio, goma, sector alimentario, ópticas, empresas de recolección y tratamiento de residuos, reparación de industrias básicas, distribución de agua y gas, y un largo etcétera.

Esto muestra que en todos estos países, en realidad, lo que se está imponiendo es un equilibrio de fondo: poder enviar a casa a un número importante de trabajadoras y trabajadores para contener el contagio, pero sin abandonar por ello la realización de actividades esenciales, estratégicas, sin las cuales la triple emergencia sanitaria, social y económica, se agravaría aún más.

Reorientar la economía para proteger la vida

En un contexto así, no hay solución perfecta. Pero el desafío es claro: maximizar el aislamiento durante la cuarentena mientras se establecen las bases de una economía orientada a la proteger la vida de manera sostenible en el tiempo. Algo para lo que hace falta atender las urgencias actuales, pero también mantener la mirada en el ecosistema productivo, comercial, energético, del día después.

Es aquí donde, al igual que en el crack de 2008, vuelve a constatarse que la economía necesaria para afrontar estas pandemias no puede ser la economía capitalista que nos ha traído hasta aquí: precarizadora del trabajo, destructora de los servicios públicos, especulativa y depredadora en sus impactos sobre la naturaleza. Por lo tanto, ya no se trata, como de manera tan altisonante como hipócrita proclamó Nicolás Sarkozy hace una década, de “refundar el capitalismo”. Se trata más bien de escuchar lo que están planteando movimientos como el feminismo o el ecologismo y de aprovechar la crisis para poner los cimientos de una economía distinta: más cooperativa, que priorice lo público, lo común, y que se plantee la reversión urgente del calentamiento global, de la desigualdad social y de la proliferación de los recursos de destrucción masiva.

Cuidar a la gente confinada y a quienes trabajan fuera

En el plazo inmediato, esto exige proteger tanto a las personas confinadas como a las que deben trabajar fuera de casa. Por más importantes que sean los confinamientos para evitar la saturación de servicios médicos, es difícil obligar a todo el mundo a recluirse cuando el punto de partida es una desigualdad social estructural en la que no todos están en iguales condiciones de hacerlo. Basta con mirar a grandes países como la India o México, pero también ciudades Lesbos y otras de Europa, para advertir la dimensión de la tragedia.

Si se tiene vivienda digna e ingresos asegurados, un confinamiento largo puede ser difícil pero llevadero. Si se vive en condiciones de hacinamiento o no se tiene empleo, confinarse puede implicar exponer a los propios a otras enfermedades, no poder pagar un alquiler o sencillamente no poder alimentar a los hijos. Por eso es urgente que se refuercen los servicios de atención domiciliaria –algo a lo que ciudades como Barcelona, Cádiz, Valencia o Bilbao están volcando ingentes recursos– o que se introduzcan rentas básicas de emergencia, como la que la oposición acaba de arrancar a Bolsonaro en Brasil. Y por eso urge, también, que se pongan límites claros a los despidos, como está planteando el gobierno PSOE-UP, o que se suspenda el pago de hipotecas y alquileres para familias vulnerables y comercios, algo que obliga a asumir el conflicto con la banca y los grandes tenedores.

Y lo mismo ocurre en la economía que sigue funcionando fuera de las casas. Una economía sana dispuesta a velar por quienes se confinan, no puede dejar desprotegidas a sus pequeñas y medianas empresas, a las cooperativas, al mundo de la cultura, a las residencias de ancianos, y desde luego, a quienes realizan trabajos esenciales en términos socio-sanitarios. De poco sirve aplaudir a limpiadoras, médicas, enfermeras, cajeras de supermercado, o cuidadoras de personas mayores, si luego no se protegen, con la misma determinación, sus derechos laborales, sus turnos de trabajo y su salud.

La cuestión de fondo: ¿y esto quién lo paga?

Claro que esto tiene un coste, y la obligación de los poderes públicos –de todos ellos– es que no lo paguen los de siempre. En Europa, la propia Unión se está jugando su credibilidad y su supervivencia en ello. Es todo un síntoma que –a diferencia de lo que ocurrió con la crisis griega- Portugal, España e Italia estén cuestionando juntos las mezquinas resistencias de Holanda y Alemania a emitir coronabonos y a facilitar a los países del Sur un financiamiento no condicionado por especuladores y buitres. Y es todo un síntoma, también, que una parte creciente de la ciudadanía comience a preguntarse por qué sus gobiernos no son fiscalmente más exigentes con las grandes fortunas y con los grandes rentistas que fueron rescatados en innumerables ocasiones y no han devuelto aquel esfuerzo a la sociedad.

Obviamente, que la crisis no sirva para apuntalar aún más la economía de casino que se ha impuesto en las últimas décadas, también depende de la capacidad de organización de la ciudadanía y de la gente que vive de su trabajo. Esto no es sencillo en un contexto de aislamiento, pero el desafío es ineludible: organizarse, crear espacios de ayuda mutua, enredarse más allá de las fronteras físicas, para que los anhelos que hoy resuenan en los balcones se abran camino a pesar de la pandemia. La lucha contra el COVID-19 no puede concebirse como una empresa belicista. Lo que hace falta no es matar a nadie ni militarizar la vida cotidiana, sino aprovechar esta inédita situación de vulnerabilidad compartida para construir colectivamente una economía que cuide, que proteja y que salve la vida.

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