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El feminismo como coartada

14 de diciembre de 2025 21:50 h

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Durante los últimos años, el PSOE ha hecho del feminismo uno de los ejes centrales de su identidad política, no solo como marco programático, sino también como recurso central de legitimación y posicionamiento simbólico en la disputa por la hegemonía de las izquierdas españolas. Eso ha pasado en un contexto en el que, durante un corto tiempo, fuerzas como Podemos, Unidas Podemos o Sumar parecieron capaces de cuestionar ese liderazgo. Precisamente por eso, la sucesión de casos de acoso sexual que han salido a la luz en las últimas semanas, con varios dirigentes denunciados o públicamente señalados, entre ellos Francisco Salazar, Javier Izquierdo, José Tomé Roca y Antonio Navarro, no puede leerse como un episodio más de crisis interna: lo que está en cuestión no es solo la conducta de determinadas personas, sino la coherencia entre un relato político construido en clave feminista y las prácticas reales que ese mismo partido no ha sabido frenar o que directamente ha tolerado.

Cuatro dirigentes denunciados o públicamente señalados no configuran una excepción; configuran un patrón. Y cuando aparece un patrón, la atención no puede limitarse a las responsabilidades individuales. Hay que mirar hacia las estructuras, hacia los mecanismos internos de funcionamiento, de prevención y de respuesta, y hacia la cultura política que permite que estas situaciones se reproduzcan y se gestionen, una y otra vez, como problemas de imagen y no como graves vulneraciones de derechos.

En este contexto, resulta cada vez menos verosímil sostener que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, desconociera lo que estaba ocurriendo en su propio partido. Pero incluso si aceptáramos esa hipótesis, el problema no desaparece, sino que se desplaza. ¿Qué tipo de liderazgo es aquel que no puede, no sabe o no quiere detectar prácticas sistemáticas de abuso de poder en su entorno más cercano? Cuando se trata de violencias machistas, la ignorancia no es neutral. Y, desde luego, más que funcionar como atenuante, señala una grave falla de responsabilidad política.

El problema, sin embargo, no se reduce al PSOE. Atraviesa a buena parte de los partidos políticos que han incorporado el feminismo a su retórica sin repensar ni alterar de manera sustantiva sus prácticas internas. No olvidamos a Íñigo Errejón ni a Juan Carlos Monedero. Y no se queda ahí. Más allá de los partidos políticos, esta dinámica se repite en organizaciones, instituciones y empresas, muchas de los cuales incorporan el lenguaje de la igualdad sin abordar sus jerarquías internas ni sus formas de ejercer el poder. El recurso al feminismo convive con formas de hacer que lo desmienten en el día a día. Dicho esto, como apuntaba antes, el caso del PSOE tiene una especificidad que no puede obviarse, no solo por su peso institucional, sino porque este partido ha hecho del feminismo una de sus principales credenciales políticas y uno de los ejes de su autoridad moral en la arena progresista. Cuando se hace esto, la exigencia es mayor; y la incoherencia más costosa.

De ahí que la pregunta clave no resida en si estos comportamientos existen también en otros espacios —que sabemos que sí—, sino en qué sucede cuando el feminismo se utiliza como coartada invocándose como prueba de pedigrí democrático o como caladero de votos y, de manera simultánea, se toleran, se minimizan o se gestionan de manera opaca situaciones de abuso. En esos casos, el feminismo deja de operar como motor de cambio y pasa a funcionar como un recurso simbólico útil mientras no incomode demasiado y como una capa de legitimación que permite que las desigualdades de género persistan bajo un discurso que, en lugar de confrontarlas, las disimula.

No es una buena noticia que el PSOE y el Gobierno puedan verse seriamente erosionados por esta crisis. Y no lo es particularmente en un contexto de avance contundente de la extrema derecha, donde el riesgo de retroceso en derechos no es una mera abstracción. Pero que no sea una buena noticia no significa que no esté fundamentada ni que sea injusta. El desgaste del PSOE y del Gobierno no lo provocan las mujeres que rompen el silencio impune, sino los aparatos, todavía profundamente masculinos en sus lógicas y en sus funcionamientos, que miran hacia otro lado, que responden tarde y mal ante denuncias graves y que muestran una preocupante incapacidad para asumir que el feminismo es mucho más que declaraciones públicas o políticas performativas.

Hay que dejarlo claro de una vez por todas: no es el feminismo lo que alimenta la crisis de la democracia liberal y el avance de la extrema derecha, sino su instrumentalización por parte de partidos como el PSOE. Los nuevos fascismos no crecen porque el feminismo u otras opciones progresistas hayan ido demasiado lejos, sino porque demasiados actores políticos dicen una cosa y hacen la contraria y porque convierten los derechos de las mujeres y otros colectivos sociales en eslóganes mientras mantienen intactas las relaciones de poder que los vulneran.

El feminismo no es una marca ni una coartada. Y cuando se utiliza como tal, el coste político no es un accidente, sino la consecuencia lógica de una incoherencia sostenida en el tiempo. Dicho esto, ese coste no lo paga solo el partido que pierde credibilidad, votos o legitimidad. También lo pagan las mujeres, las personas migrantes y muchos otros grupos sociales que ven como conquistas que parecían consolidadas entran de nuevo en zona de riesgo, en un momento histórico marcado por la incertidumbre y la volatilidad; lo pagan quienes necesitan que los derechos sean algo más que declaraciones y que a menudo, ante la distancia creciente entre discursos y prácticas, acaban buscando respuestas en opciones políticas que, aunque profundamente regresivas, se presentan como claras, aparentemente coherentes y capaces de ofrecer soluciones simples a problemas complejos.

Ante este escenario, la respuesta no puede ser cerrar filas ni suspender la crítica en nombre de la estabilidad. La respuesta pasa por más honestidad política y por una política verdaderamente transformadora, capaz de operar más allá de los cálculos electorales y de las disputas coyunturales por la hegemonía.