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De un golpe de vista

Vista del hemiciclo tras un pleno del Congreso. EFE/Ballesteros/Archivo

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Ante las encrucijadas de la vida en las que a menudo nos ponemos nosotros mismos, sin ayuda malintencionada de terceros, no siempre acertamos con nuestras decisiones. Equivocarse es connatural a los hijos e hijas de Eva; si no pudiéramos equivocarnos, entonces nos estaría vedado el tomar decisiones. De hecho, la ley de los grandes números, cuyos efectos cotidianos se revisten de ropaje estadístico, apunta a que acertamos aproximadamente la mitad de las veces en las que decidimos y actuamos en consecuencia; por lo tanto, erramos el otro cincuenta por ciento.  La gracia estriba en que como se decide viviendo hacia delante, pero volvemos nuestra mirada hacia la experiencia pasada, el riesgo estriba en equivocarnos de 50% .

La escritura de esta tribuna me pilla en el Aeropuerto Charles De Gaulle, de Paris-Orly, donde en pleno domingo de vuelta a España me “ha dejado tirado” Air France; por lo que me siento invitado a mencionar una herramienta muy francesa para orientarse ante la incertidumbre del momento: “le coup d´oeil”. Podríamos llamarlo en términos futbolísticos, ahora en decadencia forzada, “visión inmediata de la jugada”. Napoleón lo consideraba un don innato de sus grandes generales, ya que les facilitaba explorar con rapidez las posibilidades que ofrecía el campo de batalla. A partir de ese golpe de vista, el agraciado militar disponía de una composición integral de lugar, de la que surgía la orientación para saber por dónde tirar, controlando los acontecimientos, en vez de ser controlado por ellos. 

Cómo será la potencia de la visión que ofrece este coup, que Balzac le otorgaba la capacidad de internarse en el interior de cada una (me resisto a decir “y de cada uno”) con el fin de identificar su bondad y distinguirla de su maldad. Incluso Zola le atribuía el rendimiento de conocer todo un país. Hasta aquí el baño galo. 

Volvamos a donde solíamos. A los miembros de la Benemérita históricamente se les atribuía un ojo también muy incisivo, porque les dotaba de una herramienta contrastada por la experiencia repetida y acumulada, de modo que por “prueba ocular” identificaban al culpable de un delito o follón. No era infalible, pero tampoco una escopeta de feria.

Resuenan en mi cabeza las palabras de un sabio jefe que tuve, con el grave inconveniente de ser además mi amigo, situación que desde entonces he procurado evitar: “Las personas nos ratificamos más que rectificamos”. Un comportamiento causado por la soberbia, que, además de muy fea y evidente para los que rodean al que la padece, causa en él incapacidad técnica a la hora de tomar decisiones acertadas, ya que no le deja ver la realidad en su verdadera dimensión, sino sólo en la dimensión que se acomoda a su ojo miope, para el que no hay tratamiento oftalmológico. La soberbia es la madre de todos los sesgos o prejuicios (y de otros tantos vicios, que a la postre se parecen). Es curioso que tan a menudo estemos completamente seguros de cosas que desconocemos. Tener una visión sesgada es lo diametralmente opuesto al certero coup d´oeil.

No puedo evitar pensar en algunos responsables de la cosa pública española; quizá les vendría de perlas un finde parisino, si bien no está al alcance de todos ellos, dadas las prohibiciones que nos hemos ganado a pulso.

Con o sin viaje, ya estamos tardando en examinar a nuestros líderes como el Pequeño Corso hacía con los generales que aspiraban a ser mariscales de Francia. Si se esfuerzan por mirar lo que está delante de sus ojos, cuando hayamos pasado el susto o muerte en el que nos debatimos, les prometemos que les dejaremos volver a ser militares chusqueros, que los hay, y a mucha honra.

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