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Madrid y los impuestos

Ayuso, Almeida y Casado, en una imagen de archivo.

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Desde hace ya casi dos décadas la Comunidad de Madrid está gobernada por políticas y políticos que defienden sistemáticamente la bajada de impuestos como la mejor fórmula económica posible. Es claro que la idea de la baja imposición como axioma -como dogma cabría decir- de una determinada forma de entender la economía de mercado, no es originaria de Madrid, sino que es una de las enseñas del conservadurismo neoliberal a escala internacional. Pero Madrid se ha convertido desde el Tamayazo de 2003 en una especie de campo de pruebas en el que ensayar ese experimento. 

Y en honor a la verdad hay que decir que los defensores de esa estrategia están manejando la situación con habilidad, porque han conseguido llevarnos a un escenario en el que resulta prácticamente imposible plantear alternativas. Si alguien se atreve a sugerir que hay otras formas de entender la economía de mercado y que unos impuestos bien establecidos, pese a ser más altos al menos para algunos, podrían servir para mejorar sustancialmente la calidad de vida de la mayor parte de los ciudadanos, queda convertido automáticamente en comunista totalitario enemigo de la libertad. A ese nivel de simpleza argumental ha caído el debate político en este momento.  

En la mayor parte del mundo occidental (no así en España), los impuestos progresivos que van gravando más a cada ciudadano en función de su nivel de riqueza, se generalizaron en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, y fueron la base sobre la que se consolidaron los Estados del bienestar. Se trató, en lo básico, de un pacto social implícito de las democracias en el que una mayoría de ciudadanos aceptó soportar una mayor presión fiscal a cambio de que los estados ofrecieran mejores servicios públicos y llevaran a cabo políticas de redistribución de la renta. El objetivo era fomentar la igualdad de oportunidades y crear así sociedades más igualitarias y justas, en la idea de que eso garantizaba una mayor cooperación, una paz social que era positiva para todos, incluyendo también a los más ricos. Fue precisamente a través de políticas de gasto público que provenían de impuestos elevados, cómo se fueron generalizando las pensiones de jubilación, los subsidios de desempleo, los derechos a la sanidad y a la enseñanza universal u otras transferencias sociales. Y, aunque no hay que caer en la idealización porque los procesos de este tipo siempre generan tensiones, el hecho cierto es que la fórmula funcionó y que desde ese momento se fueron alcanzando niveles de bienestar más elevados y también más generalizados socialmente que en ningún otro momento de la historia.

España llegó tarde a la formulación de ese pacto social, porque en esto como en tantos otros aspectos, el franquismo fue una auténtica rémora. De hecho, sus dirigentes mantuvieron hasta el final de la dictadura un sistema impositivo en el que la presión fiscal era muy baja (14 puntos menos que la media europea a la altura de 1975), y que en lugar de progresivo era regresivo, es decir, gravaba más, proporcionalmente, a los más desfavorecidos. Eso se traducía en bajos ingresos y en un gasto público en materia de sanidad, de educación o de gastos sociales que, medido como porcentaje del PIB, resultaba raquítico respecto al realizado por otros países europeos de nuestro entorno. 

No fue hasta la Transición, con los Pactos de la Moncloa y con la Reforma fiscal de 1977-78, cuando España modernizó su sistema impositivo para emular, con mucho retraso, la pauta europea. Tampoco en este caso hay que idealizar lo ocurrido, ya que las élites económicas españolas, acostumbradas a un trato fiscal privilegiado durante la dictadura, trataron de frenar la progresividad y torpedearon la lucha efectiva contra un fraude que les favorecía. Pero, a pesar de los problemas, se consiguió establecer y regularizar una recaudación de impuestos progresivos que permitieron que España, mal que bien, fuera construyendo y reforzando su Estado del bienestar. La libertad trajo, en definitiva, impuestos más elevados, pero con ellos se mejoraron las transferencias sociales y los servicios educativos y sanitarios y, sin ninguna duda, se consiguieron mejoras muy sustanciales en el nivel de vida de la inmensa mayoría de la población. 

La bajada de impuestos que se viene practicando en Madrid desde 2003 es la versión española, desacomplejada y chulapona, de lo que internacionalmente se ha conocido como la “revolución conservadora”, que no es otra cosa que la ruptura por parte de las élites económicas del pacto social que apostaba por la redistribución, argumentando que menos impuestos equivalen a más prosperidad para todos. Pero se trata de un argumento falaz, ya que oculta los efectos claramente asimétricos de la baja imposición. Las ganancias individuales que supone una bajada lineal del 5% en el tramo autonómico del IRPF son directamente proporcionales al nivel de renta de los ciudadanos, es decir, no existen para quienes ni siquiera tienen obligación de declarar, son exiguas para los contribuyentes de los tramos bajos y van creciendo conforme lo hace el nivel de renta. En otras palabras, hace más prósperos a quienes ya lo son.    

Pero lo más grave son las pérdidas colectivas que pueden producir esas políticas. En Madrid la baja presión fiscal va asociada a un gasto medio por habitante que está por debajo de la media nacional en materias tan sensibles como la educación (-16%) los gastos sociales (-8%) o la sanidad (-7%). Es, además, la comunidad que presenta una mayor desigualdad entre el 20% más rico y el 20% más pobre de la población. Y tanto la insuficiencia de los servicios como la desigualdad son una parte de la explicación de por qué la pandemia está teniendo unos efectos mucho más dramáticos en Madrid que en otras partes.   

Las políticas de bajada sistemática de impuestos son, en definitiva, torpedos contra la línea de flotación del Estado de bienestar que debilitan los servicios esenciales, impiden la redistribución, restan oportunidades a los menos favorecidos y generan sociedades más desiguales e injustas. Y si la libertad no va acompañada precisamente de eso, de igualdad y justicia, puede dejar de ser tal para convertirse, simplemente, en privilegio de unos pocos. 

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