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El debate de la reforma laboral

Es momento de un cambio real. Es momento de derogar

Secretario general de UGT
El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, entre Nadia Calviño y Yolanda Díaz. EFE/ Fernando Villar POOL/Archivo

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En estos días, se discute con mucha intensidad la necesidad y extensión de la derogación de la reforma laboral del 2012. Antes de comenzar a enunciar algunas de las cuestiones que más nos preocupan desde UGT en relación al texto fruto de la actuación del Gobierno del Partido Popular en la anterior crisis, es necesario situar el nacimiento del cambio legislativo que supuso la reforma y sus consecuencias. La reforma laboral de 2012 fue fruto del unilateralismo, aplicado por el PP y dejando de lado el diálogo social y el acuerdo. Frente al consenso que ahora se exige, en ese momento se llevó a cabo una reforma que reducía el papel de las organizaciones sindicales en la negociación colectiva y favorecía el dumping social entre otras notables consecuencias, al impulsar, a través de la prioridad del convenio de empresa en materia salarial, a las compañías a competir en ese ámbito, arruinando la estructura negocial sectorial. Poco hay que decir de sus logros, la temporalidad siguió en porcentajes superiores al 26%, redujo el empleo de calidad y retrasó la recuperación de las rentas del trabajo a años muy posteriores a los del crecimiento económico iniciado en 2014, reduciendo el peso de las rentas del trabajo en el PIB. Aumento, en suma, de la desigualdad.

Si me preguntan qué es lo que hay que derogar de la reforma laboral, debo contestar que en su integridad. Y, realmente, me parece sorprendente que en aras de un consenso que no existió para su imposición, se justifique su permanencia. No olvidemos que la patronal apoyó la reforma del 2012, a pesar de que fue fruto de una decisión no negociada.

Sin embargo, la eliminación y cambio de algunas de las cuestiones que más daño está causando la aplicación de la legislación actual, fruto de la reforma laboral, es más que necesaria.

En primer lugar, en relación a la negociación colectiva. La reforma laboral quebró el precario equilibrio entre empresa y parte social en ese ámbito. El establecimiento de la prioridad del convenio de empresa, por ejemplo, propició la multiplicación de las empresas multiservicios, la competencia basada en la mano de obra barata y el dumping social (que tanto echamos en cara a los países del Sudeste Asiático). Además, desarticuló la negociación colectiva sectorial, tan necesaria para garantizar los derechos de las personas trabajadoras. Cercenar la ultraactividad situó a las personas trabajadoras ante el filo del abismo en la negociación: o negocias a la baja o pierdes las condiciones adquiridas. Todo ello, con un propósito muy claro, reducir las condiciones de las personas trabajadoras con el fin de hacer a las empresas españolas más “competitivas” no en tecnología o innovación, sino en salarios. Se crea un nuevo segmento de personas trabajadoras, aquellas que no pueden mantener una vida digna con su trabajo.

En segundo lugar, en lo que se refiere a los mecanismos estructurales de ajuste. Siguiendo la estela, hay que reconocerlo, de la reforma del 2010, el despido colectivo se convierte en una herramienta más al servicio de la empresa, que puede utilizarse con la misma facilidad que una suspensión, una reducción temporal de jornada o el desenganche del convenio colectivo. El instrumento más duro de ajuste se convierte en un plato más del menú legislativo de reestructuración empresarial: se suprime la aprobación laboral previa, se suavizan las causas, se limita el control judicial y, también, de la parte social. Todo ello con el indisimulado propósito de facilitar el despido de cientos de miles de trabajadoras, problema que evidentemente aún arrastramos. Porque los legisladores del 2012 partían de la alucinada idea de que facilitar la salida del mercado de trabajo permitiría la creación de empleo. Lo único real fueron los despidos indiscriminados y la precarización absoluta de nuestro mercado de trabajo. La realidad nos mostró que solo cuando se recuperó la economía se consiguió crear empleo (y no precisamente de calidad). La reforma laboral en este ámbito solo sirvió para debilitar a la parte social y permitir actuaciones empresariales en contra de los intereses del país como Alcoa o Nissan. Al fin y al cabo, lo que se buscaba desde el Gobierno por aquel entonces.

La legislación, fruto de la pandemia de la COVID-19 que hemos vivido en el último año y medio, que ha privilegiado los mecanismos de ajuste temporal, nos ha demostrado que la regulación actual es inadecuada, insuficiente e injusta. Y también nos ha demostrado que solo mediante la negociación y la participación en ella de los agentes sociales será posible alcanzar acuerdos que favorezcan al conjunto de los trabajadores y trabajadoras de nuestro país.

Tan solo he de mostrar mi desagradable sorpresa cuando se mantiene el sostenimiento de una regulación que solo contribuye a la desigualdad social, a la desintegración de nuestra industria y a la proliferación de conflictos sociales. Por cabezonería o ignorancia, cada día que se mantiene en vigor la reforma laboral aumenta la desigualdad y la pobreza. Y eso, afecta a todos. Llegará un día en que, si no actuamos inmediatamente, lamentaremos amargamente no haber efectuado el giro social y humano que este país necesita.

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