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Sobre la muerte de Manuel Moreno

Manuel Moreno.
24 de febrero de 2023 22:40 h

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Militares, policías, jueces, guardias civiles... Un barrio poblado por los vencedores de una guerra. El propio espacio físico la rememoraba. Calle Cuartel de Simancas, vecina de la calle 29 de Octubre, vecina de la del General Moscardó, vecina de la plaza de la Falange... Aún han saludado al nuevo siglo placas dedicadas al general Sanjurjo o al “movimiento militar salvador de las esencias nacionales”. Una barriada de esencias: la Barriada España de Jerez de la Frontera (Cádiz). 

Se rumoreaba que allí no se pagaba ni el agua. Un vecino firmaba detenciones y condenas sin apenas salir de su domicilio. Otros conservaban en sus cuartos vergas de toro, largas y amarillentas, y no como afrodisíaco: eran porras que dolían sin dejar moratones. En los interrogatorios policiales a veces se tenía la deferencia de preguntar al detenido si prefería a Joselito o a Juan Belmonte. La diferencia podía ser de unos milímetros.

Los niños del barrio aprendían todo lo que hay que saber sobre la vida en el colegio José María Pemán (antes, Vicente Blasco Ibáñez). Nos interesa una familia de esta singular burbuja de águilas y yugos, inaugurada oficialmente en 1943. Esa que miraba a una plaza de toros que durante la guerra conoció la sangre humana. Esa que despertó en la ciudad el sueño de las unifamiliares. 

Se trataba de una madre, viuda quizá de la guerra, y tres hermanos. De los dos varones, uno, alto, policía nacional, que un tiempo llevó el examen de ingreso al cuerpo. El otro, bajito, rechoncho y de la Brigada Político-Social. 

No todos los habitantes de la plaza de la Falange eran tan fervorosos como Manuel Sotomayor López. Según noticias, incluso en misa lucía su camisa azul. En su barriada sería algo comprensible, aunque otros preferían relegarlas al armario (colgando sobre vergas de toro). Cada calle, cada casa, el rótulo de cada esquina le jaleaba en su misión. Por España, se metió a policía en 1941, y por España, cumplía con celo su trabajo. Quizá con exceso de celo, pues una vez le dieron una paliza frente a su bloque. No se trató de un robo, pues los ladrones no desnudan a su víctima. Sufrió otros ajustes de cuentas, pero eso sólo le cabreaba más.

Sobre su carácter coinciden los testimonios: “descortés”, “trato incorrecto”, “brusco”, “poco sociable”… Quizá sea esta la razón por la que se le denegó un curso de capacitación, así como de un par de resarcimientos en los años cuarenta. Pero era un policía cumplidor, cuya determinación le ganará algunas menciones. El 31 de enero de 1963, con 44 años de edad, fue ascendido a inspector de primera, puesto único que tenía a su cargo a todos los demás inspectores. Justo cuando se le necesitaba: en el cuartel de Infantería de Marina de San Fernando habían aparecido unas octavillas políticas y habían arrestado a uno de los reclutas. Un mes después, detienen a su colaborador jerezano. Dos “rojos”, dos subversivos. Le encargarán a él el trabajo en Jerez.

Sotomayor abordó con ganas el caso. Sin duda tenía en mente defender España de su crónico enemigo, pero también lucir su reciente autoridad. Había pillado a lo que parecía un “rojo” genuino y estaba dispuesto a hacerle cantar sus delitos. Acaso se propasó de la emoción. Pudo haberse ahorrado eso de visitar a la madre, en su modesta lechería, para arrojar amenazas: “Ahora vengo de verlo y de meterle los dedos. Le dije: ‘Anda, hereje, que eres un hereje, encomiéndate a Dios, que como Él no te salve no te salva nadie’”. A veces pasando al insulto directo: “He visto la foto de su marido, que por cierto no se parece en absoluto a su hijo…” (Sucedía justo al contrario.)

Aquellos nueve días de interrogatorios, Sotomayor se encontraba pletórico. Para él, el detenido era un símbolo de todo lo que amenazaba a España; como el toro de lidia, no era un individuo, sino un arquetipo a ser derrotado. Estaba dispuesto a estrenar la cárcel de la Asunción, inaugurada el año anterior a las afueras de la ciudad, lejos de las miradas de la ciudadanía. Pero el último día algo fue mal. Colgar a alguien de los tobillos hasta que se le rompieran desde luego no era lo más habitual (aunque tampoco inaudito en las comisarías de aquel país que iniciaba su periodo de autobombo desarrollista). El detenido era un hombre de salud delicada, tuberculoso en su adolescencia, y pasar “a mayores” pudo dejarlo en muy mal estado. Al igual que en un caso de hacía unos meses —el de Julián Grimau—, las “pruebas” cayeron de lo alto por una barandilla al patio de la prisión.

Sotomayor quería ser como aquellos héroes de la nación que, en la plaza de toros frente a su barrio, combatían al “rojo”. Basta un cruce de cables para que 1963 se convierta en 1936. Ahora, su Jerez franquista lo repudiaba. O lo abandonó él, temeroso de las represalias. El 4 de marzo se le asigna un puesto fuera de Jerez, en un traslado técnicamente “voluntario”, que él cambiará a “forzoso” para cobrar extras por ser padre de familia numerosa. Como los profesores incorregibles, el agente Sotomayor fue cambiado de destino. Se le quitó de en medio, pero mantuvo la placa y la pistola. De no pagar por el agua en su juventud, a no ser investigado por aquella sangre. Fue avistado en solitarias patrullas o ahogando sus penas en el cóctel de un bar de alterne, en la luna de Valencia. Y nunca pudo quitarse de encima el nombre del “rojo” eterno que un día cayó por el precipicio: Manuel Moreno Barranco.

***

¿Quién era este Manuel Moreno? Aparte de esas misteriosas octavillas en un cuartel, nos constan sus profundas inquietudes políticas. Nacido en 1932, queda huérfano de padre en la guerra y ya en su adolescencia se le recuerda un casi encontronazo con el poeta Gerardo Diego. Era cuestión de tiempo que dejara Jerez por Madrid, por Londres, por París, donde se instalaría los últimos años de su breve vida. Apasionado por la escritura, su obra transitó desde estampas exotizantes hacia la España profunda, para desembocar en el realismo social andaluz de su única novela completada, Arcadia feliz. Si regresó a España, fue para documentarse (en las tremendas minas de Riotinto) o por cuestiones editoriales: cuando lo arrestaron tenía en mente instalarse en Barcelona, ciudad con menos escarcha y más lectores potenciales que la capital francesa.

En primer lugar, era antifranquista, y, en sus compañías, tendía a anarquista. Temerario como él solo —aunque para nada el terrorista, el agitador campesino o el tránsfuga de los Pirineos de leyendas posteriores—, ya en Francia había dejado clara su visión de futuro, en un artículo titulado “El intelectual y el fusil” (Solidaridad Obrera, enero de 1960): 

Tal como España es, tal como España está, para que España sea mañana lo que debe ser, es preciso, es vital, es trágicamente imprescindible unir el coraje a la dialéctica.

Y así lo hizo. Al regresar temporalmente a Jerez en 1962, retoma contacto con Luis Pérez Palacios, actor, poeta y simpatizante comunista. En las Navidades, Luis está de licencia de un interminable servicio militar de Infantería de Marina en el acuartelamiento de San Fernando. Luis tiene un cuartel y Manolo tiene una máquina de escribir… No conocemos el retoño del cuartel y la máquina; sólo que tenía forma de octavilla y fue descubierto por los superiores. A Luis le aguardan dos años en el penal de San Fernando, en espera de un juicio militar (absuelto finalmente por falta de pruebas, aunque “desterrado” a repetir la mili en la isla de Alborán). A Manuel lo tiene fichado la policía de Jerez. Consigue esconder la máquina antes de una primera inspección en su casa el 27 de enero. Hacia el 13 de febrero se confía, recupera la máquina, un policía lo ve por la calle con ella y lo depositan en manos del inspector Sotomayor…

El 22 de febrero, la palabra en boca de todos era “suicidio”. El seguro se lava las manos. El párroco celebra el responso desde la puerta de la iglesia… El cadáver (de 30 años) sangraba por boca, nariz y oídos, pero ¿no se había tirado de una ventana, quiero decir, barandilla? Al moribundo no le dejaron explicarse, pues un policía hacía guardia junto a la cama, impidiendo a la familia acercarse o hablarle. El ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, garantizó el suicidio en una emisión radiada, frente a las dudas de un número creciente de intelectuales. En mi familia siempre se oyó esa palabra, así como que “el tito” no tenía nada que ver con la política. Toscos parches para la herida. Nadie, en realidad, se lo creía. Pero hoy, tras conocer el contenido de una autopsia secreta, tras conocer las palabras del padre Joaquín, mercedario que confesó al moribundo, y los recuerdos de Antonio López Romero de una infancia en un barrio esencialista, podemos concluir que no fue un suicida; él, que precisamente hizo del amor a la vida el hilo conductor de su obra.

* La obra literaria de Manuel Moreno Barranco y las noticias de su muerte se pueden consultar en la web manuelmoreno.info.

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