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Sobre este blog

El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

La extinción de los animales de granja

Óscar Carrera

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Argumento que se repite incansablemente, en conversaciones entre amigos, en las redes sociales, en eventos familiares… Para mí, psicólogo amateur, el origen de esta recurrencia no está nada claro, pero puedo asegurar que, desde luego, no debiera ser el miedo.

Respira hondo. Mira a tu alrededor: nunca se va a dejar de comer carne. Ni siquiera la gente más preocupada por los animales o la sostenibilidad va a dejar de hacerlo, en su mayoría.

No va a suceder porque, por lo que sabemos, por regla general y hasta el momento presente, los Homo sapiens tendemos a ser bastante semimorales. Con “semimorales” quiero decir que muchos de nosotros no estamos dispuestos a caminar hasta las esforzadas consecuencias lógicas de nuestras propias inquietudes y convicciones, lo que sería genuinamente ético y consecuente, sino que nos quedamos empantanados en una tierra de nadie entre lo real y lo ideal; una tierra plagada de contradicciones, conscientes o inconscientes. No pasa nada: somos así. Yo también, y la mayoría de la gente que conozco a este lado del Nirvana.

Por eso, no hay ningún problema: podemos ser genuinos amantes de los animales y al mismo tiempo apoyar económicamente a mataderos o granjas industriales, que generan casi todos los productos ganaderos en los países ricos. Incluso podemos llamarnos ecologistas y promocionar uno de los tipos de ganadería más destructivos para el medio ambiente, la extensiva, como “ganadería sostenible”. Podemos ser de izquierdas y vivir como… En fin, ya entienden a qué me refiero. El que esté libre de pecado que lance la primera moraleja.

Parecería que sólo nos queda esperar a que la tan postergada carne “de laboratorio” o bacteriana sea comercializada y —lo que es más importante— abrazada por el consumidor que hoy se mofa de ella. Pero muchos no quieren quedarse esperando… Una misteriosa encuesta realizada en Estados Unidos daba a entender que entre el 34 y el 47% de los ciudadanos se mostraba a favor de prohibir los mataderos. Curiosamente, el porcentaje de personas vegetarianas no llega al 6% en ese país. El porcentaje de personas vegetarianas estrictas (veganas) es sólo una fracción de este, y, sabiendo que las industrias láctea y del huevo también envían a sus animales al matadero (o los matan de otras formas), podemos empezar a hacernos una idea de las dimensiones de la brecha que existe entre el deseo y lo que estamos dispuestos a hacer para lograrlo.

Y ese deseo es sólo el de una parte de la población, la que tiene una especial empatía hacia los animales. ¡Gente que, en momentos inspirados, incluso propone abolir los mataderos! Luego está el resto de la gente, la mayoría, que no tiene ningún problema con la existencia de mataderos. Y a ellos se suman, en su apoyo económico a los productos del matadero, la casi totalidad de los que dicen tenerlo.

En resumen, un mundo vegetariano (que, sin mataderos, tendería a ser vegetariano estricto o vegano) no está en el menú. Ni siquiera la India, el país donde el vegetarianismo está más arraigado en la cultura, la sociedad y la religión, donde la comida a base de plantas se encuentra en cada esquina, posee realmente una mayoría vegetariana; lo mismo vale para otros países con antiguas tradiciones vegetarianas, como China, Vietnam o Sri Lanka. Lo que sí podría tener lugar es un descenso gradual de la demanda de productos de origen animal, que produciría un descenso gradual de la oferta. En otras palabras: se irían criando menos animales de los que actualmente se destinan al consumo humano. La mayoría de los ecosistemas de la tierra nos agradecería que tomáramos esa dirección, aunque es dudoso que, a nivel global, se produzca nada por el estilo. En realidad, más bien lo contrario: las predicciones sostienen que el número de los animales destinados al matadero seguirá aumentando, y en algunas especies multiplicándose, por lo menos en el futuro próximo.

Pero imaginemos que la extinción de los animales de granja fuera verosímil. Desde luego, no tendría por qué ser una extinción total si para ese momento aún existieran zoológicos o, mucho mejor, santuarios de animales. De hecho, encontramos ya algo parecido en Afganistán, país islámico cuyo único cerdo se exponía al público en el zoo de Kabul.

Dicho proceso de extinción —siempre paulatina— de cerdos, gallinas o vacas sería singular, pues en este caso la condición para evitarla no es salvar a los individuos, sino continuar matándolos. Sólo manteniendo el envío al matadero de los individuos conseguiríamos salvar a estas especies. Individuos que en su mayoría nunca llegan a reproducirse: para eso están los animales reproductores, comúnmente tratados como máquinas de crear cerdos, pollos, gallinas… (explotación que les permite vivir unos años antes de ser enviados al matadero como los demás.) Asumamos que, en efecto, la categoría taxonómica especie tiene tanto valor como para someter a los individuos a los que agrupa a una muerte prematura y, en la gran mayoría de los casos, a una vida miserable. Supongamos que tiene algún sentido ese curioso deber de matar a los individuos para que no se extingan sus especies: que los cerdos tienen que sufrir y morir prematuramente para que viva “el cerdo” (la especie). Todo sea por la biodiversidad.

Desafortunadamente, resulta que la biodiversidad piensa de otro modo. A todas luces, la biodiversidad global saldría ganando con la extinción de los animales de granja: en términos de biomasa, sólo el 30% de las aves y el 6% de los mamíferos no humanos pertenecen hoy a especies no domesticadas. La actual abundancia de esas pocas especies domesticadas —y de los muchos cultivos que consumen, más los amplios pastos que requieren en un modelo extensivo— es la principal causa de deforestación y pérdida de hábitats terrestres, y una de las principales de la eutrofización o el cambio climático, que se traducen en la extinción de animales salvajes. Curioso que nos preocupe la idea de que se pudieran extinguir los cerdos y las vacas, cuando hablamos precisamente de algunas de las especies animales que más lejos están de la extinción, y que son causa indirecta de la extinción de otras.

¿Se puede hablar siquiera de especies, se puede apelar a ese cajón de sastre que llamamos biodiversidad? No olvidemos que cerdos, vacas o pollos han pasado por milenios de selección artificial para potenciar los rasgos que más nos convienen a los humanos, aun a costa de la calidad de vida de los individuos (por no hablar de sus posibilidades de supervivencia en un medio “natural”). El proceso se ha acelerado en el último siglo, con consecuencias dramáticas. Ni las vacas premodernas producían tantísima leche cuando daban a luz a un ternero, ni los cerdos tantísima carne en los pocos meses de vida que les damos. En cuanto al pollo hipertrofiado y enfermizo que hoy consumimos, denominado broiler, tiene su origen en Estados Unidos en los años cuarenta. Como expresaría el activista por los animales Ed Winters, el capitalismo norteamericano ha inventado el pollo. Si un intelectual de izquierdas quisiera encontrar un símbolo perfecto de “amoralidad” o “juego sucio” en la creatividad capitalista, haría bien en buscarlo en cualquier restaurante de barrio antes que en un distrito bursátil.

Ninguno de estos animales puede vivir largo tiempo sin padecer físicamente las consecuencias de las modificaciones humanas en su cuerpo, aunque —quizá afortunadamente, dadas sus condiciones de vida— sus vidas pre-matadero son extremadamente cortas. No están hechos para vivir mucho. Ya en las granjas se dan constantemente problemas: por ejemplo, que un pollo (broiler, como siempre) pierda la habilidad de mantenerse en pie debido a complicaciones en la hipertrofia de su cuerpo, y termine muriendo de hambre o sed al no poder desplazarse hasta el comedero. Estas cosas suceden cada día, pero, como el sistema de producción de carne barata (y altamente subvencionada) sigue siendo rentable, los productores simplemente asumen que un porcentaje de los animales morirá en las granjas (un 10% en las granjas de cerdos que abastecen la mayoría de productos porcinos de España).

Pero este artículo no pretende ser un paseo por los horrores de la ganadería industrial; para ello les remitimos a quienes la han investigado in situ. La razón por la que ahondamos en este punto es que puede parecer cuestionable que apliquemos el término “especie” a unos seres que han sido manipulados artificialmente hasta dificultarles incluso el valerse por sí mismos. Aunque la incapacidad de subsistir no contradice la definición más habitual de especie (sí, quizá, la definición de especie capaz de sobrevivir en un medio natural), también las otras definiciones presentan problemas, sobre todo cuando las comparamos con los animales de la ganadería industrial.

Solemos imaginar las especies como comunidades de organismos, seres que —al menos si se reproducen sexualmente— interactúan de algún modo entre ellos. Esta imagen no se cumple en las granjas industriales, donde la reproducción sucede por inseminación artificial, donde los animales son sistemáticamente castrados o no llegan con vida a la edad reproductiva, y donde el hacinamiento bloquea cualquier actividad “en común” a una población cuyos números de por sí exceden los de las comunidades que se establecerían en la naturaleza o incluso en las (minoritarias) explotaciones no industriales. Estar físicamente juntos no significa vivir juntos, en un entorno en el que ni siquiera los individuos tienen espacio para realizar algunas de sus actividades individuales básicas

La definición más popular de 'especie' es, sin embargo, la siguiente: organismos o poblaciones “capaces de entrecruzarse y producir descendencia fértil”. Ya mencionamos que los animales de la ganadería industrial se reproducen a través de los seres humanos, por inseminación artificial, incluidas las vacas forzadas a dar a luz periódicamente para producir leche: en la práctica no presenciaremos fácilmente esa “capacidad de entrecruzarse”, y los individuos destinados a carne no se reproducen de modo alguno. Pero algunos, aunque se les dejara a su aire, no podrían. El pavo doméstico, por ejemplo, tiene que ser inseminado artificialmente, porque el crecimiento exagerado que hemos programado en él, para que produzca más carne, hace que el macho sea demasiado grande para montar a la hembra. La filósofa kantiana Christine Korsgaard, a quien debo estos últimos párrafos, cuestiona que la categoría de especie se pueda aplicar sin problemas a estos animales. O bien “desnaturalizamos” un poco nuestra concepción de especie, o bien re-naturalizamos un poco a estos animales de granja que resultan no ser una aberración aislada, sino el grueso de aves y de mamíferos del planeta (por peso).

Por resumir un poco: los animales de granja no se van a extinguir. Más bien parece que —en ausencia de un giro global en nuestra forma de concebir nuestra relación con ellos y con el planeta que compartimos— su número seguirá aumentando indefinidamente. Nunca han estado más lejos de la extinción que hoy, salvo mañana. Sin duda, en términos estrictamente numéricos, estos animales figuran entre los más exitosos de la historia, aunque las modificaciones que hemos programado en ellos les ocasionen problemas fisiológicos individuales si se les permite vivir un número de años, por no hablar de lidiar con un ecosistema “natural” completo (con depredadores, etcétera). El extraño ciclo vital de esos seres (su muerte violenta a manos humanas es la condición de que se reproduzcan, o les forcemos a reproducirse) conduce a una situación contraintuitiva: sólo matando a los individuos a una edad muy temprana —sin reproducirse, la mayoría— se preservarán las especies, pero dejar de matarlos, en el sistema actual, supondría su inmediata extinción. La biología de estos animales, que ha sido profundamente moldeada para nuestros intereses en detrimento de los suyos, incluso en detrimento de su propia funcionalidad como seres vivos, llega a poner en cuestión lo que entendemos por una “especie”.

Dicho lo cual, si los animales de granja terminaran por extinguirse, cesaría también la fuerte presión que su cría ejerce sobre el resto de los animales, así como la presión que esta actividad genera en muchos ecosistemas y, como reconocía la FAO ya en 2006, en “el planeta en su conjunto”. Cualquier paso sustancial en esa dirección dejaría un mundo más habitable, y esa reducción drástica de su población sería una buena noticia para la gran mayoría de sus habitantes, salvo quizá para algunos Homo sapiens que no deseen renunciar a un elevado consumo de productos ganaderos o se resistan a incorporar sustitutos no animales. Esos que hoy conforman, al parecer, la mayoría de los sapiens en los países donde existe la capacidad de elegir. Pero quién sabe si sus hijos o biznietos no serían de otra opinión.

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El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

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