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Las mujeres se están rebelando, los hombres no saben qué hacer

La cantante mexicana Julieta Venegas.  EFE/ Sáshenka Gutiérrez

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Qué difícil se hace hablar con alguien que no domina nuestro idioma. Hablar desde otras latitudes y ser conscientes de que no podemos nombrar y acuerpar en la lengua esos sonidos que golpetean, se deslizan y se hacen inteligibles para quien los recibe. Pero hay un modo de incomunicación aún peor. Aquella que se da entre personas que aun compartiendo esa lengua madre no logran comprender. 

Patriarcado. Machismo. Feminicidio. Palabras huecas que flotan en lo etéreo y que hay que bajar cuerpo a tierra. Violación de Derechos Humanos. Cuestión de Estado. Problema de salud pública. Hay que enraizar las palabras con conceptos que expliquen lo cotidiano. Porque en España miles de hombres sanos han asesinado y asesinan, violan, explotan y humillan a mujeres por el mero hecho de serlo, instaurando un clima de violencia estructural y dominación. 1.173 mujeres han sido asesinadas por los hombres que decían amarlas desde que contamos con estadísticas en 2003. Sara, Mónica, Claudia, Mercedes, Isabel, María Ángeles… Vidas arrebatadas con daños sociales irreparables que los números no alcanzan a narrar. Vidas que seguirán siendo arrebatadas mientras no atajemos la raíz. Este es el pico del iceberg que clama por todas las que (sobre)vivimos en un continuum de violencias machistas, las que se ven y las que permanecen imperceptibles al ojo social: psicológica, económica, física, sexual, reproductiva, laboral, mediática… Esas que nos afectan a 1 de cada 3 mujeres en el mundo según la OMS.

Sin saberlo, emprendí un viaje para aprender a narrar las violencias contra las mujeres desde otros lugares del mundo. En el camino aprendí que no hace falta el fulgor de la contienda para que nuestros cuerpos fueran violentados con crueldad extrema. Que el silencio y la promesa de amor no eran un garante de supervivencia. Y que el horror que no se elige habita en lo cotidiano: en nuestros barrios, en nuestras casas, en nuestras escuelas. /Con quién se habrá acostado esa/. En medio de un clima democrático de paz manifiesta y de derechos formales adquiridos, donde una no espera la masacre de los días de guerra. /No quiero que mi madre se convierta en un titular/. Y es en esa calma tensa donde afloraron las verdades incómodas que la sociedad prefiere no saber mirar. /Tu amiga es tan bonita que me gustaría verla muerta/. Las historias de mis amigas, de mis vecinas, de las mujeres que me iba topando iban resonando en mi cabeza cosiéndome a piquetitos como los que pintara Frida Kahlo (Unos cuantos piquetitos, 1935). /En México, las mujeres sabemos cuándo salimos, pero no si regresaremos/. Existir en este marco te obliga a ser leída como una eterna menor de edad. /Compárteme tu ubicación/Con cuidado, señorita/ ¿Viaja usted solita?

Explican las investigadoras Bosch, Ferrer, Ferreiro y Navarro, en la obra Las violencias contra las mujeres. El amor como coartada (2013), que “las mujeres se han movido rápidamente de su tradicional posición subordinada y los hombres ya no saben situarse frente a ellas. Eso mismo que cantan Julieta Venegas y Miau Trío: Las mujeres se están rebelando, los hombres no saben qué hacer. Porque los derechos se conquistaron y la reacción machista no se haría de esperar.

Entender cómo funcionan los mecanismos culturales que cimientan las violencias contra las mujeres es como aprender a leer. Una vez que sabes, no puedes regresar atrás. Es un escrutinio incómodo que te pone desnudo frente a un espejo con las vergüenzas de tu ADN cultural. Un mirarse y remirarse hasta hacer tambalear las bases de nuestro misógino sentido común. Pues entre esos pliegues corrompidos, se encuentran la idea manufacturada de amor romántico y las jaulas sociales donde nos encierran feminidad y masculinidad. “La sociedad patriarcal, estructurada sobre los valores de violencia, enfrentamiento y lucha, habla mucho del amor sin duda por encontrarse este ausente. El hombre no debe amar a la mujer porque amar al inferior, al subordinado, equivale a hacerse igual y debilitarse. De ahí que el varón desee en vez de amar” (Victoria Sau, 2000, Diccionario ideológico feminista).

Habitar en la realidad social de las violencias machistas es como atravesar un campo de minas. Hay quienes destapamos la venda de los ojos para transitar mejor el camino y buscar soluciones colectivas. Y hay quienes, por el contrario, prefieren negar y seguir en ceguera. Eso sí, con ulterior estupefacción ante el estallido, celebrando incluso minutos de silencio y ondeando la bandera del punitivismo. Sin contar con el arma poderosa de la palabra para nombrar las violencias. Será en todo caso una tragedia. Un desgraciado suceso. Un crimen pasional. Esas cosas que les pasan a otras. La excepción, nunca la norma. ¿Te imaginas un sistema tan perfectamente hilvanado hasta el punto de que ni sus propias víctimas se reconozcan como tal? 

Pero el desconocimiento de la norma no exime de su cumplimiento. Puedes pensar que todo esto no va contigo, pero no hay manera de bajarse de este carro sin que te alcance. No creo conveniente pasar más tiempo del debido echando balones fuera en la eterna batalla del “yo no soy machista”. ¿Acaso no has consumido cine, literatura, medios o arte producidos desde la mirada dominante? ¿No has interactuado con ninguna persona sobre la faz de la Tierra? Si la respuesta es afirmativa, me temo que nuestra socialización diferenciada por género es sexista, ya seas presentador, jueza o camarero. 

Nos encontramos en un terreno de juego enfangado sobre el que una no puede decidir no jugar. Pero sí cambiar la estrategia. Por eso, mientras siga con vida no me resigno a habitar este mundo desde el miedo, sino desde la entereza y la esperanza, en un posicionamiento (muy andaluz) que hace de la alegría acto de resistencia. Porque la fuerza impetuosa de sabernos vivas contra todo pronóstico es imparable.

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