Los padrinos
No sé si he insistido lo suficiente, por razones obvias, en el papel que representaron las grandes empresas capitalistas en la financiación y el ascenso de los fascismos en algunos países europeos, en los años 30/40 del siglo XX. En mi último libro, 'La democracia expansiva', facilito algunos datos sobre el particular y acerca de la responsabilidad que tuvieron en la catástrofe que significó la carnicería de la II Guerra Mundial y sus consecuencias. En las razones o causas de actitudes tan nefastas para la humanidad influyeron múltiples acontecimientos, de entre los cuales destacaría, especialmente, algunos. Las derivaciones de la Gran Guerra del 14 y el fatídico Tratado de Versalles, que denunciaría con lucidez Keynes en su obra 'Las consecuencias económicas de la paz'.
En el fondo, aquella contienda fue una guerra de rapiña entre imperios en la que, a la postre, fenecieron cuatro –el de los zares, el de los Habsburgo, el de los Hohenzollern y el otomano- y se consolidaron dos– el británico y el francés–, aunque el gran beneficiario fuese la Norteamérica de Wilson. Una conflagración que dio como resultado la revolución bolchevique, la primera “ruptura” de la cadena del capitalismo y causa de múltiples terrores entre las clases poseedoras.
Lo cierto es que a partir de entonces grandes poderes económicos apostaron por regímenes dictatoriales de corte fascista en países como Alemania, Italia, Francia, España, Portugal, Rumanía, Hungría, Polonia, ante lo que consideraron la principal amenaza, la comunista. Lo que nuestro particular “caudillo” definió como el contubernio judeo-masónico-comunista. Curiosamente, hubo una decisiva excepción en este aquelarre liberticida, la de los EEUU de América del presidente Roosevelt y su New Deal, acusado por la derecha republicana de “estalinista” y enfrentado a poderosas empresas simpatizantes del fascismo como fue el caso de Ford.
Al final de la película ganaron los buenos, y los nazismos, fascismos y dictaduras de variado pelaje acabaron en el estercolero de la historia, aunque en nuestro caso y el de Portugal resistieron unas cuantas décadas más en desparecer del mapa de las infamias.
Los padrinos de aquel desastre tuvieron que pagar un precio, no tanto personal, pues, en general, salvo excepciones, se fueron de rositas, pero sí en términos económicos, ya que muchas de esas empresas fueron nacionalizadas y, sobre todo, porque empezaron a pagar impuestos de verdad. La presión fiscal pasó del entorno del 15% antes de la guerra a alrededor del 40% después de la misma. La izquierda política y sindical, por su parte, salió muy fortalecida y se creó un Estado del bienestar, único en el mundo, que aún con sus imperfecciones es el mejor que podemos encontrar en el ancho globo terráqueo.
Luego vino la guerra fría, la implosión de la URSS y sus satélites, las luchas por la liberación de las colonias; las múltiples guerras locales, el proceso de la construcción europea y los excesos del ultraliberalismo imperante, a partir de los años ochenta del pasado siglo, con la crisis de 2008 y sus fatídicas o aciagas consecuencias. Una crisis que, en el fondo, fue el resultado final de la potente ofensiva ultra liberal del capitalismo anglo-sajón contra las conquistas sociales de la post guerra. Unas medidas que han exacerbado los elementos más tóxicos de una globalización descontrolada: la rampante desigualdad, la destrucción del medio ambiente, la erosión de los derechos sociales y el malestar generalizado de amplios sectores sociales. Un caso de “justicia poética” ha sido que el partido que promovió, en Gran Bretaña, la gran ofensiva ultraliberal y el brexit, los conservadores de Thatcher y seguidores, ha sido barrido en las últimas elecciones después de dejar el país hecho unos zorros.
En la actualidad, la revolución digital, de naturaleza disruptiva, controlada y dirigida por un puñado de multinacionales norteamericanas, ha acentuado el proceso ultra. Porque esta gran transformación está coincidiendo, no por casualidad, con el ascenso de una serie de fuerzas populistas, anarcocapitalistas, ultraliberales y de extrema derecha. Lo inquietante, desde mi punto de vista, es el papel que, en este proceso de extensión de tendencias iliberales y antisociales, están interpretando esas inmensas multinacionales y los líderes que las controlan. Un cometido que empieza a ser similar al que jugaron las grandes empresas europeas en el ascenso de los fascismos en los años 30/40 del siglo pasado.
Es evidente que a estos poderosos conglomerados económico-financieros-tecnológicos nunca les han gustado sistemas económicos avanzados capaces de regularlos, imponer modelos fiscales progresivos, en una palabra, poderes políticos democráticos que les disputen el liderazgo de los procesos en curso. La alarma debería haber sonado ante la actitud y las posiciones adoptadas por el multimillonario Elon Musk, dueño de X –ex Twitter– y otros congéneres, su apoyo descarado -militante- a la candidatura de Trump o su pública connivencia con sujetos como Milei en Argentina.
No da la impresión de que las políticas de las grandes multinacionales como Google, Amazon u otras por el estilo, auténticos monopolios en sus respectivos ámbitos, vayan en la dirección de mejorar los derechos sociales, sino todo lo contrario. Es curioso que, en este momento, se haya invertido, en parte, la actitud de algunas de las grandes empresas europeas en comparación con las americanas a la hora de afrontar el ascenso de los partidos de extrema derecha. Por lo menos en el caso de Alemania ha sido significativa la reciente toma de posición de relevantes sectores del capitalismo germano en contra de partidos –Alternativa por Alemania– considerados extremistas y un peligro para la democracia.
En cualquier caso, con el fin de averiguar el papel que están jugando las grandes multinacionales en el desarrollo de los partidos extremistas de derecha, en países como Francia, Italia, España y Europa en general, es esencial aplicar las normas de transparencia sobre la financiación no sólo de los partidos políticos, sino de todas las entidades sociales y/o mediáticas –redes sociales, etc.– que puedan influir en la opinión pública.
Igualmente, debería quedar prohibido el anonimato en la emisión de opiniones en plataformas, en internet, que no dejan de ser, aunque digan lo contrario, medios de comunicación social. Sería una tragedia que, de nuevo, como en los años 30/40 del siglo pasado, nos encontrásemos que por falta de vigilancia los gigantes de las finanzas o las tecnológicas estuviesen financiando y apoyando a fuerzas de extrema derecha contrarias a la democracia y partidarias, como mínimo, de modelos iliberales. Una operación de desguace de las democracias sociales, que se podría estar gestando a través de una alianza internacional de fuerzas económicas, políticas y culturales que deberíamos vigilar atentamente y contrarrestar con eficacia.
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