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Partidos personales y pandemia

Saludo entre Pedro Sánchez y Pablo Casado

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“La vanguardia no pasa por pretender delimitar la verdad, sino por no contarnos más mentiras los unos a los otros”

Manuel Vázquez Montalbán.

Los partidos políticos, como los propios políticos, no aparecen hoy rodeados de la antigua aureola de la épica y la ética del inicio de la democracia. Tampoco de una imagen amable para los de fuera y ni siquiera acogedora para sus militantes.

Muy al contrario, después de un breve periodo de expectativa hacia los nuevos partidos y hacia procedimientos de selección más abiertos como las primarias, todo parece haber retrocedido, reafirmando el tópico antipolítico, asociado a la impermeabilidad social, los conflictos internos, la hemorragia de la base militante, la incapacidad para el acuerdo y los escándalos de corrupción.

Pero más que de una vuelta atrás, estamos ante transformaciones en marcha de la forma partido en consonancia con el modelo neoliberal de consumo, el tiempo psicopolítico y el clima populista. Nos encontramos ante la aceleración de la progresiva transformación del partido como intelectual colectivo en un mero instrumento electoral de carácter personal.

El partido tradicional de masas, que hasta hoy conocíamos, protagonizó el siglo XX con la incorporación del movimiento obrero y la dialéctica de clases, sustituyendo a los originarios partidos de cuadros propios de la alternancia entre liberales y conservadores, surgidos en el marco de la sociedad industrial, con la aparición de la burguesía frente al antiguo régimen.

Más recientemente, son los partidos populistas los que han venido a relevar a los denominados partidos cartel o de gestión, que han seguido a sus predecesores de masas, con motivo de la transformación del modelo productivo y el estado de bienestar en la denominada sociedad líquida de consumo digital.

Por eso, en el marco de los últimos procesos congresuales de los partidos españoles, resulta significativo que sea el partido político de la extrema derecha, de reciente aparición, el que acabe de prohibir el derecho de reunión a sus afiliados, si estos no cuentan con la autorización previa de la dirección. Un verdadero oxímoron, el que un partido pueda llegar a negar un derecho democrático tan fundamental como el de reunión a sus miembros.

En el mismo espectro conservador, pero entre los que podríamos denominar los partidos clásicos, también el partido popular primero destituyó digitalmente a su candidato electoral en las elecciones vascas y ahora acaba de relevar a su portavoz parlamentaria, después de apenas un año, con la excusa de haber aireado públicamente posiciones personales que entraban en contradicción con las de la dirección.

En igual sentido homogeneizador, en pleno confinamiento, dos de los partidos de origen más reciente como Podemos y Ciudadanos, como consecuencia de sus congresos y en votaciones telemáticas, han resuelto, sin mayor debate ideológico, que sus máximos dirigentes se hayan hecho con una mayoría aplastante de la dirección, reduciendo la pluralidad y la contestación interna a una mínima expresión.

Más recientemente, Podemos ha acordado nuevas medidas relativas a la vinculación de la afiliación y el establecimiento de cuotas, que suponen un giro desde un incipiente modelo de movimiento político hacia la forma de partido clásico.

En definitiva, tanto en uno como en otro tipo de partido, en los clásicos como en los nuevos sin mayores diferencias, se han entronizado los hiperliderazgos personales frente a la ideología, al proyecto colectivo y a los antes todopoderosos aparatos, a unas ejecutivas y direcciones basadas en la adhesión al líder frente a las corrientes de opinión y las estructuras intermedias, entendidas y excluidas estas como distorsionantes y divisivas, y la consiguiente imposición de gestoras en los territorios ante cualquier signo de discrepancia.

Por otra parte, la anunciada ampliación de la participación de la militancia, tanto en las primarias como en las redes sociales, si bien con avances a consolidar, ha resultado finalmente instrumentalizadas para la regresión de la dirección colectiva, de la pluralidad y sus mecanismos de debate y de síntesis, así como de las organizaciones territoriales y la participación social, que, aunque con evidentes carencias y conflictos, caracterizaron la construcción de los partidos españoles desde el inicio de la Transición Democrática.

Todo ello en franca contradicción con las denuncias realizadas de la involución burocrática de la forma partido y las proclamas en pro de un modelo abierto del tipo de los movimientos sociales, de la participación directa de los afiliados, de la estructura mínima y de la generalización de las primarias con simpatizantes para la elección de candidatos e incluso de sus propios dirigentes, que se llevaron a cabo a partir de la movilización del 15M.

En definitiva, las organizaciones políticas de la sociedad productiva sólida han sido sustituidas en la sociedad líquida de consumo por un modelo de partido plebiscitario como maquinaria electoral, íntimamente unido a las redes sociales y al liderazgo a través de los medios de comunicación, donde retroceden a marchas forzadas el debate político, la pluralidad, los espacios intermedios y el consenso.

También los partidos tradicionales, organizados a partir de bases históricas como representantes de clases y culturas políticas para la movilización del voto, que fueron articulando también la representación de la diversidad autonómica y local, han terminado mimetizando el modelo de los nuevos partidos reforzando también sus propios liderazgos y diluyendo sus estructuras intermedias y su ya debilitada cultura de pluralidad.

En definitiva, este tipo de partido personal, que se origina a partir de la nueva cultura política de los partidos de causas y populistas, ha hegemonizado unas prácticas que luego han terminado siendo integradas por la casi totalidad de los partidos.

Es cierto, sin embargo, que este modelo de partido plebiscitario no surge ex novo, sino que se había venido apuntando desde hace ya tiempo, a la par que la reducción de la participación militante y el desarrollo del modelo de partido de gestión o partido cartel, con su integración cada vez más íntima en las instituciones y el Estado. Con una afiliación y autofinanciación menguantes, al tiempo que aumentaban los conflictos internos y el volumen de los órganos de dirección, hasta hacer difícilmente compatibles la pluralidad con la unidad de acción.

En conjunto, estos hechos, en apariencia dispersos y contradictorios, conforman la realidad de los partidos políticos existentes en este extraño año 2020. En una nueva realidad de complejidad e incertidumbre en la que a los modelos tradicionales de los partidos de masas y de cuadros se han venido a añadir, y en algunos casos a integrar, los nuevos partidos, corrientes transversales y culturas populistas.

Pero como en tantas otras cosas, la pandemia no es la causa, tan solo ha puesto al descubierto y ha acelerado una crisis de la forma partido que se remonta a hace décadas y que está vinculada a la sociedad de consumo digital y al modelo neoliberal y sus efectos de malestar social y desconfianza, todo ello en favor de la política populista.

Estos acontecimientos internos de los partidos políticos son por una parte un reflejo de la evolución reciente de nuestra sociedad de consumo digital, pero no son ajenos tampoco a las dificultades que vivimos hoy para el diálogo político y la gobernanza, en un momento crítico como es la actual pandemia.

No se trata pues de que nos aqueje una incapacidad poco menos que innata para el acuerdo. El problema es que en unos partidos donde las estructuras intermedias y el pluralismo interno son cada día más prescindibles, y cuya principal finalidad es la cohesión entorno al líder, la movilización electoral y la agitación política en las instituciones, no se está en las mejores condiciones para reconocer al otro y en particular al adversario, ni en consecuencia para negociar y hacer concesiones en aras del acuerdo.

Lo más preocupante es que hoy el partido personal y plebiscitario, tan eficaz para la contienda electoral, es el principal obstáculo para la convivencia en el gobierno, la gestión cotidiana y las alianzas transformadoras.

El interrogante está en si somos conscientes de la crisis y degradación de la forma partido que hoy vivimos y de la herida que para la izquierda gobernante eso significa. Solo eso nos impulsará a su urgente regeneración, tanto dentro como fuera de los partidos existentes.

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