La polarización necesaria

0

La política es un asunto, sobre todo, de lucha, enfrentamiento y exclusión. Cuando comienzo mis clases en la Universidad con estas ideas o algunas otras similares muchos de mis alumnos y colegas levantan el ceño. Borran su sonrisa, se vuelven desconfiados, como gato panza arriba. 

No me entienden o, más bien, se ponen a la defensiva, soñando con un mundo feliz que, en realidad, no existe. El profesor se ha vuelto o loco o, lo que es peor, forma parte de un establishment del que saca partido.

El problema, pienso yo, es un asunto más de fondo: la idea de que la política consiste en ponerse de acuerdo y en buscar el bien para todos promete algo que la propia actividad representativa no puede ofrecer. 

Es una cuestión de expectativas imposibles y de sueños rotos. Del desengaño de un mundo que no es procede al menos parte del descontento con nuestros políticos y, por extensión, con nuestros medios de comunicación. La desafección asoma la patita y las quejas por la presencia de una polarización tóxica se vuelven constantes.

Los políticos se pelean siempre unos con otros porque quieren acceder y permanecer en el poder. Como un animal de enormes colmillos diseñado desde el principio para chuparnos la sangre de forma despiadada. Un ser maligno que necesita a los medios de comunicación, su Renfield particular, para conseguir nuevas víctimas y consolidar su dominio. 

El principal damnificado de este perverso modo de proceder es la sociedad misma. Se rompe el consenso, se vuelve quimera ese imaginario punto en el que todos podríamos estar de acuerdo y estrecharnos las manos. 

Como dirían autores como Lilliana Mason o Ezra Klein –y una parte importante de la Ciencia Política española– los partidos polarizan a una sociedad ya de por sí polarizada. Y lo hacen porque les conviene. Rompiendo lo que nos une, desviándose de la buena gestión para recorrer el espinoso sendero de lo emocional e identitario. 

Desde este punto de vista, la pertenencia fanática a un grupo (polarización afectiva) genera en los ciudadanos un impulso irresistible al rechazo de lo diferente y al deseo de victoria a toda costa. Se trata de una cuestión de autoestima, como la que experimentan los hinchas radicalizados de un equipo de fútbol: no importa el deporte en sí, el jogo bonito. Lo trascendental es que los nuestros ganen, aunque sea de penalti injusto en el último minuto.

Pero yo estoy convencido de que la política trata de otra cosa. La actividad representativa no consiste solo en buscar la mejor de las gestiones posibles, descontextualizando el medio de su fin. La política trata de la defensa de valores. De la búsqueda hegemónica de una particular forma de entender lo deseable. De un nosotros que lucha contra un ellos por uno de los recursos sociales más escasos que existen: el poder.

Pero se trata de un poder para hacer algo, no solo para dar cumplida satisfacción a nuestra autoestima. Hacer política y comunicar sobre ella supone tomar partido por algo que merece la pena y que, en modo alguno, va a ser siempre compartido por todos. Como nos muestran autores como Gramsci o Laclau, la causa de los subalternos (nosotros), por ejemplo, construye una particular idea de justicia que se va a oponer a la de los poderosos (ellos), empeñados en un diagnóstico social antagónico. Lo mismo sucede con la batalla en torno a la igualdad de género, la defensa del medio ambiente o los derechos de las personas LGBT. Si algo encontramos en el terreno de lo social es desacuerdo y lucha.  

Poner el énfasis en lo que nos une, en la política del consenso y la pura gestión, significa petrificar una relación de poder que va a ser presentada siempre como el eje vertebrador de la sociedad. Se pretende esconder su carácter histórico. Una parte siempre va a ganar y otra quedará condenada a la derrota perpetua. 

Reivindicar la política como conflicto propone, bien al contrario, la consideración cambiante de lo social. Los que hoy han logrado imponer sus puntos de vista estarán siempre amenazados por aquellos otros grupos con intereses e identidades diferentes que tratan de poner encima de la mesa otra forma de hacer las cosas. Por ello es necesaria la polarización y el conflicto.

Se trata de reconocer que vivimos en un lugar plural en el que no cabe un acuerdo vertebrador, de génesis. Los consensos –que haberlos haylos– se volverán interinos, precarios y sujetos siempre a las dinámicas de lucha en una sociedad entendida como eterno movimiento. Solo así la democracia se vuelve una casa habitable por todos.