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Política y justicia constitucional

Enrique Arnaldo.
5 de diciembre de 2021 21:27 h

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La última renovación del TC es, en mi opinión, una buena prueba de hasta qué punto los intereses políticos condicionan el normal funcionamiento de las instituciones y de cómo debilitan los fundamentos del sistema constitucional. No puede decirse que sea una novedad, porque este problema existe desde hace años y explica muchas cosas, no precisamente positivas, de nuestra historia más reciente.

El buen desarrollo democrático requiere que funcione bien el sistema de contrapesos entre los diferentes poderes y los partidos políticos tienen mucha responsabilidad en que esto ocurra. En el proceso constituyente norteamericano se puede apreciar perfectamente la importancia que se dio al establecimiento de un sistema de checks and balances entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, incluyendo su articulación federal, porque los padres fundadores entendieron que la misma garantía de la democracia depende de que ningún poder se exceda de su función y ponga con ello en jaque el mismo modelo constitucional. Y esto vale, como es lógico, para todos ellos.

La justicia constitucional existe en todas las democracias avanzadas, aunque no siempre responda a un mismo diseño. En la tradición continental, la nuestra, la justicia constitucional, la ejerce un órgano específicamente establecido por la Constitución, que tiene como función más relevante decidir sobre la adecuación de las leyes a la Constitución y garantizar los derechos fundamentales. Estas dos funciones expresan muy bien el poder que tiene el TC porque, por un lado, puede enmendar al legislador y, por otro, tiene la capacidad de interpretar el contenido y los límites de nuestros derechos y libertades más importantes. Son dos funciones que afectan de lleno a los fundamentos de cualquier Estado que pretenda definirse como democrático.

El control de constitucionalidad de las leyes aprobadas por los parlamentos no ha estado exento de discusión. Mucha gente se pregunta por qué un número muy reducido de personas no elegidas por los ciudadanos puede anular una ley aprobada por un Parlamento. Es una pregunta pertinente que solo se puede contestar apelando a la necesidad de que debe existir alguna institución que vele por que los parlamentos respeten las constituciones cuando legislan. La existencia de la justicia constitucional obliga a aceptar que las constituciones son normas superiores que limitan la actividad de los parlamentos, salvo cuando estos ejercen excepcionalmente la función de reforma de la Constitución en los términos que la misma indica. Es esta una premisa que puede que hoy no cree el consenso social que ha tenido en otros tiempos, pero que continúa siendo aceptada como un principio básico en los países democráticos.

Por esta razón, es muy importante garantizar que la justicia constitucional desarrolle correctamente su papel institucional y lo haga teniendo muy en cuenta la voluntad democrática que expresan los parlamentos. Las constituciones son marcos de convivencia social que normalmente dejan un buen margen de desarrollo a políticas diversas, de acuerdo con el sistema de mayorías parlamentarias existente en cada momento. Dentro de este marco amplio y flexible deben poder actuar los parlamentos y es esencial que este margen de actuación sea respetado por la justicia constitucional. Los tribunales constitucionales han de ser especialmente deferentes con la decisión política y, por tanto, deben ejercer con mucho cuidado y proporción su poder de anulación de las leyes.

La legitimidad y aceptación social de la justicia constitucional depende mucho de cómo ejercen sus funciones los tribunales constitucionales y de cómo trasmiten a los ciudadanos la impresión de que actúan de manera independiente e imparcial, es decir, sin estar contaminados por criterios partidistas. La imparcialidad no es solo una cuestión subjetiva, sino también de imagen social, pues es necesario que los ciudadanos perciban que la justicia constitucional actúa imparcialmente sin la existencia de elementos objetivos que permitan dudar de que esto sea así. Como ha declarado reiteradamente el Tribunal  Europeo de Derechos Humanos, la imparcialidad de los tribunales también tiene esta dimensión objetiva que se basa en la apariencia o, si se quiere, la confianza ciudadana que deben transmitir los tribunales sobre su imparcialidad.

No creo descubrir nada nuevo si digo que en España tenemos un problema sobre esta cuestión. La última renovación del TC lo ha hecho aflorar y la verdad es que llueve sobre mojado porque ya hace tiempo que en el nombramiento de miembros del tribunal interfieren elementos que deberían quedar al margen del mismo para no crear las imagen de un uso político de las instituciones. La tentación de desnaturalizar la justicia constitucional por intereses partidistas puede ser inevitable, pero ninguna democracia que se precie puede caer en ella por sentido de Estado. Los tribunales constitucionales deberían quedar protegidos frente a cualquier riesgo de  politización que afecte a su imagen de independencia e imparcialidad.

Se ha dicho que esto es inevitable por razón de la forma de designación de los miembros de los tribunales constitucionales, que recae mayoritariamente en órganos políticos. Particularmente no creo que sea el problema porque este sistema de nombramiento es bastante común y lo que es determinante no es tanto el sistema en sí, sino su mal uso. La propuesta de candidatos es clave en este sentido porque, a pesar que cada partido pueda legítimamente proponer los suyos atendiendo a afinidades ideológicas –conservadoras o progresistas- , debería prevalecer siempre el currículum profesional o académico y ser evitadas aquellas candidaturas que pueden comprometer la imagen de independencia e imparcialidad del Tribunal Constitucional. Pienso que esto era asumido hace unos cuantos años, pero es evidente que hoy ya no lo es.

Los partidos políticos se equivocan al ver el sistema de “cuotas” que propicia la designación por mayorías reforzadas como un coto privado. Lo más sensato sería que todos ellos asumieran que existen unos límites implícitos en su uso, precisamente aquellos que son necesarios para asegurar el buen funcionamiento del Tribunal Constitucional y preservar su imagen de independencia e imparcialidad. Y tampoco deberían olvidarlo por propio interés, si de verdad quieren salvaguardar de interferencias no deseables su propia capacidad de decisión política en sede parlamentaria.

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