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Torrejón. Lo que opinaría Aristóteles

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También lo decía Chesterton. Un hombre vendía navajas de afeitar y luego explicaba a los clientes indignados que él nunca había afirmado que sus navajas afeitaran, pues no habían sido hechas para afeitar, sino para ser vendidas. Vivimos en un mundo así. Es como si Dios, en lugar de contemplar su creación y ver que las cosas eran “buenas”, hubiera exclamado que eran “bienes” destinados a ser comprados y vendidos en un mercado. Lo que ha ocurrido en el Hospital de Torrejón no tiene nada de excepcional o de sorprendente, porque se podía deducir a priori. Es más, es uno de los temas tematizados por la historia de la filosofía desde el principio.

Aristóteles diagnosticó el problema de una manera impactante que debería retumbar entre nosotros como cuando retorna lo reprimido. El mayor enemigo de la ciudad, de la polis, nos dijo es la hybris, la desmesura, la falta de límites, lo que no tiene fin ni conclusión. El infinito, en resumen, es el peor enemigo que amenaza la vida republicana. Se puede decir que Aristóteles estaba descubriendo en esos momentos lo que ahora nosotros llamamos “economía” y que él llamó “crematística”. Un médico, nos dice, persigue la salud de su paciente. Su tarea concluye satisfactoriamente cuando este sana. Por eso es muy importante que el médico no cobre dinero por sus servicios o que, como ocurre hoy en día en la sanidad pública, cobre un sueldo fijo del Estado. Porque si el médico comienza a cobrar por sus curaciones, se inicia entonces un proceso que no tiene por qué tener fin, pues el fin ya no es la salud, sino la ganancia. Y el ansia de ganancia no tiene por qué detenerse nunca, de modo que la salud o la enfermedad se convierten en medios para seguir haciendo negocios. La medicina busca la salud, pero la economía puede estar interesada en cronificar la enfermedad para seguir con sus negocios. Sobre una base semejante, la ciudad sería infestada por el infinito y destruida por la peor enfermedad de la política: la hybris, la pretensión humana de actuar como los dioses. Y como dice Aristóteles, los dioses, siendo como son inmortales, no necesitan tener amigos, ni dependen de ningún cuidado. No necesitan de médicos, ni, en realidad, pertenecen a ninguna ciudad, a ninguna sociedad.

Aristóteles alertó de este grave peligro para la ciudad. Pero ni en la peor de sus pesadillas habría imaginado un mundo como este, en el que todo gravitara en torno a la crematística, del mercado, un mundo en el que ya no hubiera ciudadanos, sino tan sólo clientes y fondos de inversión. Un mundo en el que la “economía” ha cobrado vida propia y tiene ya su propio metabolismo, que en absoluto coincide más que por casualidad con el de la sociedad y los seres humanos que la componen.

La lógica de los negocios, cuando se introduce en los asuntos humanos más fundamentales, afectando a lo que llamamos, precisamente, “derechos fundamentales”, es un principio criminal, es decir, lo es de forma esencial, por su propia naturaleza. Aristóteles jamás habría concebido un mundo en el que se pudiera hacer negocios con las listas de espera de la sanidad. O con los recambios de catéteres o con las vacunas y las mascarillas durante una epidemia. Un mundo de pacientes rentables y no rentables. Lo mismo, por supuesto, es aplicable a la escuela pública. La enseñanza concertada y privada introducen en el mundo una hybris fatal que carcome los cimientos mismos de la ciudad. La escuela pública tiene que definirse por el desinterés científico, de modo que los estudiantes y los profesores, ambos dos, se deban, como decía Humboldt, a algo que está por encima de ellos: la objetividad. Eso es imposible cuando todo se hace depender de una empresa privada que hace negocios con la verdad, la justicia y la belleza. Y que adoctrina a la población de la forma más totalitaria que se puede imaginar: despidiendo o no contratando a todo aquel que no comulgue con el catecismo ideológico de una secta.

Esto se suele entender mejor en el ámbito de la Justicia. Si los jueces tienen que ser funcionarios, propietarios de su función, es para que no puedan ser chantajeados con el despido, ni presionados por poderes económicos privados. No es una garantía perfecta –demasiado lo estamos comprobando estos días–, pero es la única que se ha inventado (otra cosa es que podamos criticar el nefasto sistema de acceso a la judicatura). Lo mismo ocurre con los profesores y su libertad de cátedra. Y por supuesto con los médicos. Un médico funcionario, desde luego, puede dejarse corromper por los laboratorios farmacéuticos que intentan hacer negocio con determinados tratamientos. Pero al menos, tiene la posibilidad de no hacerlo. Tiene la posibilidad de ser una persona íntegra. En cambio, un médico que depende de una empresa, depende de que esta rinda dividendos, y entonces ya está todo perdido. Tendrá que reutilizar los catéteres hasta diez veces, si así se lo ordenan. El infinito de los negocios lo habrá infestado todo y a la larga, acabará por apoderarse de la salud de la ciudad.

Todo ello se puede resumir también en una cita de John Stuart Mill, uno de los grandes héroes del liberalismo: “La idea de una sociedad en la que los únicos vínculos son las relaciones y los sentimientos que surgen del interés pecuniario es esencialmente repulsiva”. Eran mejores tiempos, por lo visto. Ahora nos parece de lo más normal. Es la norma política de sus herederos neoliberales en la Comunidad de Madrid.