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La Universidad española tras la crisis sanitaria, ¿hay alguien ahí afuera?

Un aula universitaria vacía

Domingo Sánchez-Mesa

Catedrático en Teoría de la Literatura de la Universidad de Granada —

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“Hermanos míos, yo no os aconsejo el amor al prójimo:

yo os aconsejo el amor al lejano.

Así habló Zaratustra“

Con su proverbial capacidad para darle la vuelta a la razón occidental (y a su moral dominante), Nietzsche anticipó un axioma que adquiere una inquietante actualidad en este tiempo de pandemia. Los estudiantes, como los colegas mismos, han pasado de ser nuestros “prójimos” a ser nuestros “alejados”, igual que ha sucedido con nuestros familiares y amistades más queridas. Con la incertidumbre como sintonía del horizonte inmediato, ¿cómo será la Universidad española en el escenario de potencial salida de esta crisis?, ¿podemos imaginar cómo debiera responder nuestra institución a sus funciones tradicionales, adaptándose a la así denominada, tramposamente, “nueva normalidad”?

Para empezar, lo más perentorio es que la ciudadanía sea consciente de lo demoledores que son los datos sobre los recursos destinados en los Presupuestos Generales del Estado en I+D+i y la ejecución de los mismos en la última década, tal y como vienen publicando los análisis e informes de la COSCE (Confederación de Sociedades Científicas de España). Como no ha dejado de recordar desde el comienzo de la crisis su presidenta, la física Perla Wahnon, dichos informes han venido demostrando la falta de relevancia de la ciencia en la política de nuestro país (con una Agencia Estatal de la Ciencia escasamente operativa) y la necesidad de una reacción rápida por parte del Gobierno y del conjunto de los responsables políticos. En los presupuestos de 2018 (prorrogados, como se sabe, hasta 2020) los recursos destinados a I+D+i supusieron un 1,5% del PIB, 2.400 millones de euros menos que en 2008 (2,7%), siendo el segundo país de la OCDE en ejecutar mayores recortes en su sistema de ciencia e investigación entre 2008-18. Mientras tanto, los Países Nórdicos, algunos de Europa Oriental, Austria, Alemania, Bélgica y Países Bajos aumentaban su inversión en ciencia. ¿Hubiéramos estado mejor preparados para afrontar esta crisis si las políticas científicas —también las sanitarias— hubieran sido otras? La respuesta debiera caer con la contundencia de un meteorito en la mesa de los responsables de liderar desde el gobierno, y también de consensuar desde la oposición, la política presupuestaria de los años siguientes a esta catástrofe.

Si, como recordó el ministro de Universidades, Manuel Castells, en su esperada y polémica comparecencia del 23 de abril pasado, la Universidad española supone el 70% de la investigación científica desarrollada en nuestro país, procede preguntarse por su posible mutación en el intento colectivo de superación de este colapso económico y cultural. Como profesor de Estudios Literarios y Comunicación, vengo llamando la atención sobre el papel que las Ciencias Sociales y las Humanidades, que son también parte de la cultura y del sistema científico, deben cumplir en esta coyuntura. La crisis está siendo también, claramente, de comunicación y de lenguaje, como también en el orden político, psicológico y, por descontado, de revisión y fundamentación del orden de valores de un mundo hiperconectado y kamikaze que no ha sabido leer las señales inequívocas que la crisis ecológica, económica y sociocultural está emitiendo desde hace años. Un entendimiento crítico, histórico y cultural de las funciones de la Universidad en este tiempo de enorme complejidad e incertidumbre donde las metáforas de la ciencia se anudan a las literarias en un contrapunto de inevitable “consiliencia” me lleva a defender el valor de la IMAGINACIÓN en este punto e invitar a adoptar una actitud decididamente alerta y escéptica ante buena parte de las consecuencias del mantra del “retorno” o establecimiento de una “nueva normalidad”, para hablar más bien de afrontar un tiempo de “excepcionalidad sostenida”, pacífica, solidaria, democrática, revisionista y orientada por los objetivos del milenio (ODS).

A continuación comparto con los lectores un par de consideraciones que podrían formar parte de un decálogo “deseado” para la Universidad española después de la crisis, combinando la percepción del estado anterior con la experiencia de estos dos meses, tiempo en que profesores (la mayoría) y gestores universitarios hemos reorientado en tiempo récord nuestra docencia hacia distintos formatos virtuales, y docenas de grupos de investigación han iniciado proyectos específicos sobre la COVID-19, tanto desde el ámbito de las ciencias biosanitarias, como de otras disciplinas científicas.

En primer lugar, creo que lo mejor de la docencia telemática o de las estrategias del e-learning —que no son tan nuevas ni tan “revolucionarias” como muchos claman— ha llegado para quedarse. Esto no significa la reconversión de las universidades españolas en “universidades a distancia”, sino la toma de conciencia de las posibles ventajas que tengan algunos escenarios semipresenciales que podemos imaginar perfectamente ahora. Tenemos una oportunidad para mejorar nuestras prácticas académicas, siempre que seamos capaces de gestionar adecuadamente la realidad de lo que resta de la “brecha digital”. La tecnología per se, como en cualquier actividad humana, no será la panacea de la “calidad”, ni sustituirá mucho de lo que nos da la presencialidad en las aulas, pero bien y cabalmente gestionada, será parte de la necesaria adaptación de la institución. Y la adaptación no es incompatible con ciertas formas de resistencia respecto a discursos dominantes sobre la tecnología cuyas prioridades son distintas a las del interés emancipatorio y crítico que estimo deberá seguir cumpliendo la formación universitaria. Como siempre que se reactiva la vieja dicotomía descrita por Umberto Eco, prefiero las posiciones intermedias.

En segundo lugar, siendo su actividad cada vez más orientada hacia la transferencia de conocimiento, a la “aplicación” de los saberes académicos en beneficio de las necesidades más urgentes de la sociedad ante la cual tenemos una “responsabilidad”, ¿hasta cuándo seguirán las universidades porfiando por un modelo de carrera académica tan determinado por el “efecto del índice h”, es decir, por la obsesión por los rankings e índices de calidad en las publicaciones científicas? Sin perjuicio de la defensa de la investigación básica y de los saberes “inútiles” (para el pragmatismo neoliberal), si algo ha puesto de manifiesto también la crisis es que la docencia no puede seguir siendo “la hermana pobre” de la evaluación académica. Y esto conecta directamente con la polémica sobre la necesidad de encontrar modos más cabales de implicación del alumnado en la política universitaria sin que esto suponga una claudicación —hablo como profesor de la universidad pública— a las consecuencias de la ecuación “alumnos = clientes”.

Durante décadas muchos humanistas nos formamos en un paradigma científico volcado en el análisis del pasado y últimamente parecemos abocados a concentrarnos en el más absoluto presente. Han pasado casi 90 años desde que H.G. Wells clamara por la existencia de “profesores de la visión” (“Professors of Foresight”) y medio siglo desde que Alvin Toeffler (Future Shock) nos recordara que no tenemos una herencia del futuro, que esta ha de ganarse con un gran esfuerzo. Ese esfuerzo, añadimos nosotros, será lo más colectivo posible o estará abocado al fracaso. Byung-Chul Han habla en La desaparición de los rituales del imperio de “la comunicación sin comunidad”. No pocos filósofos y críticos de la cultura coinciden estos días con ese escepticismo hacia la posibilidad de lo colectivo sin co-presencia de los cuerpos (y eso incluye la tele-docencia). A mi entender, y la experiencia nos la han dado los últimos dos meses de continuación del trabajo con comunidades de aprendizaje ya establecidas, la clave estará en consolidar o reactivar un bucle dialógico entre presencialidad y virtualidad. Amar al alejado no supondrá dejar de querer al prójimo. Se trata más bien de seguir porfiando en desactivar, hasta donde se pueda, un virus más fuerte que el SARS-cov-2, el virus endémico del “yo-para-mí”.

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