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El alma 'facha' del PP

Feijóo, tras ser proclamado líder del PPdeG en enero de 2006 / PPdeG

Marco Schwartz

30 de junio de 2023 22:13 h

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Sí. Vale. En el PP hay cargos y simpatizantes de centro-derecha, homologables, según la expresión al uso, con los democristianos europeos. También están los que se identifican como de centro, signifique esto lo que sea, en la famosa escala del 1 al 10 del barómetro del CIS. Y liberales, sí, también hay los sedicentes liberales, aunque muchos no pasen un test básico de liberalismo anglosajón, que es el auténtico liberalismo. De todo esto hay en el PP. Sin embargo, en la formación que preside Núñez Feijóo sigue pesando el alma ‘facha’ de la que no ha podido, o no ha querido, desprenderse desde sus días fundacionales, cuando siete exjerarcas franquistas fundaron Alianza Popular, reencauchada en 1989 con el nombre Partido Popular. De ello dan fe los pactos que está consumando estos días el partido con Vox, sin que se escuche la menor reprobación por parte de los pretendidos liberales, centristas y demás homologables con Europa.

Se podrá aducir que el objetivo de dichos pactos es meramente táctico, por ser la única vía con que cuenta el partido para alcanzar el poder allí donde carece de mayoría suficiente para gobernar en solitario. Es decir, cosas de aritmética política. Esa es la idea que ha intentado transmitir en algunos momentos la errática dirección nacional del PP: que los pactos con la extrema derecha no se hacen por afinidad ideológica, sino por forzado pragmatismo, después de que el PSOE haya rehusado facilitarles a los populares su investidura en distintos territorios como el PP lo hizo desinteresadamente para que los socialistas gobernasen en Barcelona y Vitoria. O sea, según el argumentario de Génova, la culpa de que Vox entre en gobiernos populares es única y exclusivamente del PSOE. Resulta evidente que los apoyos en Barcelona y Vitoria se urdieron para sustentar esta narrativa. Sin embargo, más allá de alegaciones tácticas, la naturalidad, cuando no el entusiasmo, con que se están aceptando en el aparato y la militancia del PP los acuerdos reaccionarios con Vox y la presencia de fascistas en las instituciones revela la inexistencia del menor conflicto moral en la alianza con la extrema derecha.

Si algunos albergaban aún dudas al respecto, lo ocurrido en Extremadura las ha disipado por completo. Recordemos: la líder del PP, María Guardiola, proclamó días atrás con aspavientos de heroína de la democracia que jamás gobernaría “con quienes niegan la violencia machista y deshumanizan a los inmigrantes”, en alusión a Vox. Les ofreció a los de Abascal a cambio –quizá por considerarlo mercancía menor- la presidencia de la Asamblea, la Secretaría de la institución y el escaño del PP en el Senado. Vox rechazó el trato, pero Feijóo avaló a la baronesa extremeña inventándose aquella regla del umbral de votos que permitía a Vox entrar en gobiernos populares y que los ultras no cumplían en Extremadura. Pues bien, el cabreo monumental de amplios sectores del PP, liderados por Isabel Díaz Ayuso y Esperanza Aguirre, obligó a Feijóo a aplacar a su baronesa rebelde, que se ha tragado su asomo de dignidad y ha aceptado finalmente dar una consejería a Vox en su futuro gobierno. La regla de Feijóo para los pactos duró en vigor menos de 10 días.

Lo que ha sucedido es muy simple: el PP nunca ha hecho una verdadera transición democrática –por ejemplo, es falso que haya condenado al franquismo, como repite una y otra vez- y por eso resulta natural que una corriente mayoritaria dentro del partido no vea ningún problema en pactar con la extrema derecha. Algunos sostienen que lo que estamos viendo no es más que un reencuentro familiar, puesto que, a fin de cuentas, Vox surgió de las entrañas del PP. El argumento, sin ser falso, omite que Vox nació en realidad como una contestación al PP y con la vocación de ser un actor con personalidad y programa propios en el nuevo escenario político. Así, mientras los populares intentan formalmente mantener sus vínculos con la tradicional centro-derecha europea, la formación de Abascal ha entrado a formar parte de otra constelación política, de clara inspiración fascista, que está desafiando abiertamente los valores en que se ha construido el proyecto europeo tal como lo conocemos. En teoría, la consolidación de Vox debería haber permitido clarificar el magma de la derecha, liberando al PP de su lastre ultra. Pero no ha ocurrido así, y es evidente que los populares están lejos de sacudirse de su historia.

Feijóo sabe que entre los demócratas europeos aún está mal visto abrir las puertas de las instituciones a la extrema derecha, aunque la doctrina del cordón sanitario haya comenzado a relajarse. Uno de los principales promotores de esa relajación es el presidente del Partido Popular Europeo y líder de la Unión Social Cristiana de Baviera, Manfred Weber, que seguramente ve con buenos ojos las andanzas de los conservadores españoles con Vox. Sin embargo, la poderosa Unión Demócrata Cristiana (CDU), el partido conservador más influyente en el continente, mantiene con firmeza el veto a la ultraderecha en las instituciones alemanas y europeas. Por eso acabamos de ver a Feijóo en Bruselas vendiendo el discurso de que el PSOE no le ha correspondido sus apoyos en Barcelona y Vitoria, en un intento de justificar sus acuerdos con Vox, porque sabe que en algún momento el caso español ocupará un lugar central en el debate sobre los riesgos de la democracia en Europa.

Feijóo ya ha entrado en la historia europea como uno de los líderes que abrieron las instituciones a la ultraderecha y será el responsable, junto a su partido, de las consecuencias de dicha decisión. Tal como advirtió el filósofo Theodor Adorno en su obra ¿Qué significa superar el pasado?, el problema tras la Segunda Guerra no era tanto la aparición de grupúsculos neonazis, como la impregnación de la ideología nacionalsocialista en las estructuras de poder. Hablaba de la Alemania de los años 60, en la que simpatizantes del nazismo ocupaban cargos institucionales. Pero sus palabras cobran fuerza en nuestros días, con la expansión en Europa de una ola reaccionaria que no tiene reparos en utilizar, con sus debidos ajustes, recursos retóricos propios de los totalitarismos de los años 30. Hace un par de días, por citar un ejemplo, el vicepresidente de Castilla y León, Juan García-Gallardo, se refirió a la bandera gay como “un trapo arcoíris” que “une a la plutocracia internacional” con la “izquierda más sectaria”. Quien haya estudiado el lenguaje de nazismo encontrará ecos evidentes en el discurso del vicepresidente de Vox.

Se equivoca Feijóo si cree que podrá minimizar el daño de sus pactos con Vox. Supongo que en este momento su deseo más intenso para evitar líos mayores es que, de ganar las elecciones generales, lo haga con mayoría suficiente para gobernar en solitario. Sin embargo, cabe la posibilidad de que después del 23J tenga a Santiago Abascal sentado a su diestra en el Consejo de Ministros con el beneplácito de su partido y la euforia de sus huestes. Todo vale ya en la cruzada nacional para derogar el sanchismo. Y el partido fundado por Manuel Fraga y sus amigos no será el que aborte la sacra alianza.

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