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Billar a las nueve y media

El expresidente del Gobierno Felipe González.

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Cuando el felipismo dominaba la Tierra, los abrigos eran de otra manera y la gente los llamaba gavilos, los viejos aún llevaban sus gorras del pueblo, se fumaba en los tebeos, el paro juvenil estaba en el conflicto social, pues aún los conflictos no se habían transformado en estadísticas, y la palabra socialismo tenía sabor a yunque manchado de tinta. Todavía estaban vivos los que habían conocido el antiguo emblema socialista, y lo habían defendido en la guerra, y luego lo pagaron de mil maneras, ninguna fácil.

Eran mis vecinos, y cuando les encontraba, sentados en los poyos de los muros de las fábricas, de las iglesias..., me contaban todo eso, todo esto, todo lo que eran ellos y que hoy es olvido, y así fue cómo me hice una idea de lo que eran los buenos y las buenas socialistas.

Contribuyeron, con sus votos, a la creación del felipismo. Todavía era más felipista la generación de mis padres. Clase obrera. Decir working class vino luego, cuando borraron a los obreros. El felipismo consistió en la instauración (perdón por la palabra) del primer gobierno socialista y en todo lo que sucedió a partir de entonces. De esos catorce años trata el nuevo libro de Gregorio Morán, 'Felipe González. El jugador de billar' (Rocaeditorial, 2023).

Recurriendo a la imagen del jugador de billar, Morán explica cómo Felipe González ejerció de presidente de Gobierno. No le hace falta retroceder hasta Isidoro (el Felipe anterior), ni avanzar hasta el González siguiente, el que dijo sentirse como un jarrón chino. Son otras biografías, y este es un libro sobre el ejercicio del poder.

Aquí, las bolas de billar entran y caen en el agujero como sucedió con los ministros, las ideas, las estrategias... La mesa de billar se constituye en visión de un país, y vemos como, desde el principio, el tapete se irá desgastando y llenando de desgarrones (y de desgarraduras). Su respeto por la figura analizada, y su distancia de observador que admira y ama a esa fiera, hacen que en cada página haya un sello de veracidad que lleva al estremecimiento. Son dos animales, caza mayor, que han comprendido el poder en su compleja dimensión, Morán y González. El primero como narrador y testigo, el segundo como creador y jugador.

Los ministros que marcaron el felipismo, desde Fernando Morán hasta Jorge Semprún, y por supuesto Solana, Barrionuevo, Asunción, Belloch (el que peor parado sale de estas páginas)..., están contados aquí de un modo biográfico, por sí mismos, y no invocados como personajes necesarios o comparsas. De este modo se manifiesta el Morán dramaturgo, el que estudió artes escénicas de joven. Ya que, también como ensayista, Morán necesita comprender al personaje en su totalidad para plasmar, luego, una frase, un gesto suyo. Así puede explicar cómo los compañeros de partido, las víctimas políticas del felipismo, Pablo Castellanos, Guillermo Galeote, Vera..., van cayendo una por una en la tronera, empujadas por el taco decisivo.

Al igual que Gregorio Morán, Alfonso Guerra practicó el teatro en su juventud. Creo que Morán estaba más cerca de Buero Vallejo, militante comunista (como Morán), encarcelado junto a Miguel Hernández (toda nuestra literatura proscrita y condenada a muerte); después, Buero se convertiría en dramaturgo aclamado y en figura emblemática de un país que no dejaban existir, y finalmente sería apartado de las salas por el signo de los tiempos. Sin embargo, Alfonso Guerra no es buerovallejiano. Su aspiración tiene algo de tesis doctoral, de pieza de Dürrenmatt. Lo vimos cuando evocó a Mahler siendo vicepresidente de Gobierno. Guerra no se mancha de vida, sino que va a mancharse hasta las cejas de política. En su delgadez visceral, vemos que es la política lo que le consume. Cuando a Alfonso Guerra, como a cualquier otra bola en juego, le toca caer por el hueco de su tronera, Morán advierte que Guerra ha presentido ese momento, ha asumido esa condición, y no se adelanta (eso sería lo último), solo que su bola se va empujada por sí misma. Y a partir de entonces, sin esta bola, Felipe juega a otro billar, de otra manera, ya no le salen las carambolas como antes, añade Morán.

Del recientemente evocado Nicolás Redondo (padre), y de sus contrarios Miguel Boyer, Carlos Solchaga..., de todo lo que fueron las directrices económicas de aquella beautiful people, y de sus pelotazos, hay noticia en este libro. Hace unos días, González dijo que, cuando el felipismo, nadie expulsó a Redondo del PSOE. Lo habían expulsado del juego. 

Redondo, padre, prefirió dimitir a cambiar de bando. Antes de montar la huelga general del 14-D, renunció a su escaño de diputado. Años atrás, en Suresnes, Nicolás Redondo también había renunciado a liderar el PSOE en favor del joven Felipe González. Entonces Felipe utilizaba el nombre clandestino de Isidoro por ser de Sevilla, pero también porque había comprendido que cada cual crea su propia etimología, y que las palabras acaban diciendo lo que uno quiera, si tiene el poder suficiente, aunque parezca que, de entrada, no. No mucho después de la huelga general, Nicolás Redondo se abocaría a su última renuncia, la que le llevó a dejar su liderazgo de la UGT, a raíz del caso PSV (Promoción Social de la Vivienda). Era un hombre cosido a renuncias. Ya se sabe, en el billar no hace falta expulsar las bolas del tablero. Todas acaban cayendo de una manera u otra.

Flick, Filesa, los GAL..., los escándalos y la corrupción van pudriendo ese tapete que llamamos felipismo. Cada presidente de Gobierno ha dejado un objeto en la Moncloa. Adolfo Suárez llevó una bola del mundo. Delante de las visitas señalaba el estrecho de Ormuz, mientras en nuestras aguas limítrofes los pesqueros españoles eran detenidos por patrulleras marroquíes, y en los Pirineos los agricultores franceses volcaban los camiones españoles cargados de melones. Su sucesor, el presidente Calvo Sotelo, puso un piano. Iba a interpretar las variaciones Goldberg del centro derecha, pero llegó tarde. Calvo Sotelo ha dejado dos o tres libros de memorias imprescindibles, y por eso no les hemos hecho caso. La partitura de la entrada en la OTAN es suya. El PSOE la convirtió en un referéndum, que fue la manera de tocar lo mismo haciendo ver que se tocaba de oído. Y Felipe instaló en la bodeguilla una mesa de billar, cuyo lienzo se iría convirtiendo en un retrato de Dorian Gray.

Leales al título de la famosa novela de Heinrich Böll, teníamos en el barrio nuestro billar a las nueve y media. Billar nocturno de bar, de gente que intentaba detener la noche, o el día, acumulando en la barra una muralla de cubatas, de cerveza en vasos de tubo. Voz cascada de despido libre y tabaco. Luz de bombillas sucias de paro juvenil. Decir desempleo era de panolis. La oficina de empleo siempre se llamó oficina del paro. El felipismo fue para nosotros todos esos años de jugadas que no salían, de desgarrones (y desgarraduras), de carambolas que nos iban salvando la vida sin saber ni cómo, ni por qué. Igual que a los Cuatro Fantásticos les atravesaron los rayos cósmicos, iba irradiando mi cuerpo la política vivida a través del Telediario, de mi familia y mis vecinos.

Por esta razón, el profundo contenido político que hay en Felipe González. El jugador de billar se ha convertido, al leerlo, en la memoria de una juventud, de una época que hoy se tilda de dorada, los años ochenta, pero que, conforme fue avanzando, se mostró cruel, salvaje, injusta, que solo favoreció a los que ya estaban favorecidos y a los oportunistas. Anhelando yo vivir en un mundo identificado con Tierno Galván (admirado viejo profesor, traje cruzado para la cruzada de la movida), sabía, sin embargo, que para nosotros el mundo más cercano estaba allí donde se rebeló Nicolás Redondo el 14-D, y que iba a costarle todo. Ese día, ese mundo, de repente el único y el real, me hizo coincidir con mi padre por primera vez, a las doce en punto de la noche, cortando aquella calle de camiones dormidos en la oscuridad, que llevaba a las naves y a los talleres, mirando lo que sucedía sin apenas dar crédito, junto a la luz de una hoguera hecha de papeles, de cartones y de palos, que habían encendido los trabajadores.

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