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Bola pinchos

Maruja Torres

Es ésta una Navidad muy extraña, como una Navidad de medio luto, o una Navidad de dos cabezas. Por bien que estés en ese momento en que te rodean las amistades, por rico que encuentres ese mazapán, por mucho que te agrade ese beso, hay un nudo en las entrañas de la gente de buena voluntad. Es como una de esas bolas de pelo que se les hacen a los gatos y que les asfixian, es una pena oscura e inoperante, que intenta posponer la indignación para los días que vendrán después de las fiestas. Y es también una persistente sensación de asco y desconsuelo. Nutren esta bola ingredientes varios. La compasión por quienes lo están pasando mal, la certeza de que mientras nos llevamos un manjar a la boca hay quien tiene lo justo para sobrevivir y hasta mucho menos. Nuestro propio miedo a perder más de lo que hemos perdido. Angustia de futuro, también, y una encendida sensación de ultraje.

Así es, ultrajada, como he visto al Rey -en diferido- en su discurso anual, a pesar de que todos los juancarlólogos y exégetas han coincidido en encontrar en sus palabras una clara muestra de realismo que supera por la izquierda las vaciedades de años anteriores. Le iba escuchando y la bola de las entrañas se me iba haciendo pinchos. Ya que tan determinante resultó el papel de la Corona para la Transición, me decía -tan harta de la matraca como si tuviera veinte años-, ahora que no tiene papel alguno que jugar, como no sea el del paciente inglés, ¿no resultaría al menos reconfortante que las mujeres de su familia -y hasta Corinna- se ganaran la paga poniéndose en contra del proyecto de ley de Gallardón? ¿No estaría bien que la reina Sofía, demostrando que es una gran profesional, invitara a un té con pastas al susodicho y le reprochara que nos haya convertido en el hazmerreír de la prensa europea? ¿Qué tontería es ésa de que no hay embriones de primera y embriones de segunda?, diría ella, con su impecable acento gótico. Una cosa es ser un monarca constitucional, y otra convertirse en un cómplice de los desmanes, que es como su querido pueblo ve regularmente al soberano.

He de reírme de mi propia pretensión, como me río de que Elena Valenciano aspire a que las diputadas del PP antepongan su condición de mujeres a la obediencia -y dedicación en cuerpo y alma- al partido. Francamente, no me imagino a Andrea Fabra votando por los derechos de la mujer que no sea mujer-mujer como Dios manda, y prefiriendo la cuestión de género a la cuestión de estar forrada. Por cierto: la hija de Carlos Fabra parece una fotocopia, en joven, de Marine Le Pen, la única que está contenta con el proyecto de ley del aborto. Lástima que no se vaya a producir en el futuro próximo -ocurre muy de tarde en tarde- un gran funeral de timonel de la derecha: haría mucho gozo -esto es un catalanismo que os ofrezco, gozosa de enriqueceros el acerbo por Navidad- ver juntas en la iglesia a la hija de Le Pen y la viuda de Pinochet, que es a quien acabarán pareciéndose tanto Mariane como la Fabra.

Lo ven, ¿no? El nudo gana terreno y me amordaza la risa, que se ha ido volviendo más amarga, párrafo abajo.

A lo mejor, esta pena no es tan inoperante.

Esa tanqueta de agua, el camión-botijo, nos está esperando el año que viene. No la defraudemos.

Porque los concebidos con muy mala leche nos rodean por todas partes.

Un nudo, sí. De pinchos.

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