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El bosque de Manuela

Ruth Toledano

De entre las muy constructivas consignas de mandato que Manuela Carmena desgranó en su intervención en el Ayuntamiento tras ser oficialmente nombrada alcaldesa de Madrid, una fue su deseo de que tanto a ella como a su equipo de concejales se les tuteara y llamara por su nombre. Apeló a una “llaneza” consustancial a la nueva forma de gobierno que ella y los suyos representan: de los ciudadanos para los ciudadanos. Una interpretación, más llana también en Manuela, de la fórmula “omnia sunt communia” con la que prometió su cargo el nuevo concejal de Cultura, Guillermo Zapata.

En apenas unas horas, sin embargo, y con el objeto de minar desde el principio tan nobles intenciones, Esperanza Aguirre puso a todo gas los motores del aparato destructivo que ya había puesto en marcha durante su vergonzosa campaña a la alcaldía. Con un trabajo de rastreo en la trayectoria personal y política de los candidatos de Ahora Madrid que ya hubiéramos querido para que investigara a sus corruptos y a sus tramas, si entonces fue la empresa del marido de Manuela, hoy son los tuits de Guillermo o de Pablo Soto, concejal de Participación Ciudadana y Transparencia.

A mí los tuits de Guillermo y de Pablo no me gustan. Siempre me ha echado para atrás el humor negro sobre asuntos terribles y dolorosos, y jamás he pedido la guillotina para nadie: quiero creer en la Justicia y estoy en contra de la violencia, de la pena de muerte y del linchamiento, tanto de inocentes como de culpables. Nunca he escrito tuits de esa naturaleza, ni siquiera en respuesta a los violentos ataques que he recibido por mis activismos, principalmente el antitaurino. Formo parte de una lucha en la que somos objeto de violencia precisamente por defender de la violencia a víctimas inocentes. Ciertos taurinos han pedido que yo sea violada, me han amenazado de muerte, recibo constantes insultos, me han llegado a pegar. Son palmeros de la taurómaca Esperanza Aguirre, principal promotora de su barbarie. Pero jamás he deseado la muerte de un torero, ni una cogida grave, ni he retuiteado esas fotos de matadores empitonados que circulan en redes. Más allá de cuestiones éticas, no es mi estrategia de lucha: lo que me interesa es mostrar la violencia de la que son víctimas los animales y, en todo caso, la violencia a la que los incitan. Ante ella, lo único que he llegado a señalar es que el torero se pone allí voluntariamente, a diferencia del toro y del caballo.

Sin embargo, en un momento dado podría haberlo hecho, podría haber cometido un error, haberme ido de la lengua, haber perdido los papeles. Porque soy una persona normal (vamos a permitirnos no cogérnosla con papel de fumar y utilizar este término para entendernos: la llaneza a la que apela Manuela), podría haberme cagado en todos los muertos de todos los torturadores de animales y de quienes los apoyan y de quienes los subvencionan y hasta de quienes son indiferentes a tanto sufrimiento. Y ese momento de meter la pata pública respondería a un contexto, probablemente de provocación e indignación. Los tuits de Guillermo y de Pablo no solo están descontextualizados en sentido estricto, también lo están en un sentido histórico. Los de Guillermo los ha explicado él mismo y también el periodista Íñigo Sáenz de Ugarte: se inscriben en un contexto que, obviado, los convierte en intolerables, pero que, tenido en cuenta, los justifica, nos gusten o no. A mí, no.

Sobre los de Pablo conviene recordar que fueron escritos y publicados cuando los ciudadanos comunes estábamos siendo sometidos a una violencia real. Y la gente normal estaba (estábamos) muy cabreada. Sufríamos una agresión constante, un abuso extremo, tanto policial (capitaneado, por cierto, por una Cifuentes que ahora se lleva la manos a la cabeza con un tuit) como institucional: por parte de los gobiernos y por parte de los bancos y las grandes empresas, sus tradicionales cómplices. Los que ahora son concejales en el Ayuntamiento de Madrid eran activistas que se jugaban a diario muchas cosas, incluída la integridad física, gente normal que, en tal situación, podía perder los papeles. Millones de personas escribieron millones de tuits así. Si somos normales lo somos para todo.

Y sí, es posible que esos activistas que ahora son concejales se expresaran de manera políticamente incorrecta porque no imaginaban que algún día llegarían a las instituciones, como con indisimulado desprecio interpretan muchos voceros de la derecha corrupta. Pero es que era difícil imaginarlo, tal era el secuestro al que estaban sometidos los accesos a esas instituciones, tal era la férrea apropiación del poder público, tal era la separación entre los órganos de representación política, los representantes y sus representados. Sí, es posible que los que estábamos jugándonos el tipo en la calle no imagináramos que algún día los más aguerridos luchadores serían nuestros representantes: solo hay que ver cómo era arrastrada por los antidisturbios la valiente Ada Colau, alcaldesa hoy de Barcelona; solo hay que ver cómo era reducido por un antidisturbios el valiente concejal Pablo Soto, que, para quien no lo sepa, se mueve en silla de ruedas.

Lo que sucede es que su valiente lucha ha logrado vencer la violenta resistencia de ese poder, y que ahora están donde están precisamente por haber combatido el abuso y la injusticia, soportando el ser arrastrados, golpeados, reprimidos, detenidos. Y sucede que eso no lo soportan los que han perdido el mando. No había más que ver las caras, la actitud de los ex alcaldes y concejales del PP en el pleno de investidura del Ayuntamiento de Madrid: miraban a los miembros de la nueva corporación como si fueran delincuentes que hubieran entrado a atracar la casa de su propiedad. A quién quieren engañar, si la casa, de todos, ha sido desmantelada, arruinada, desvalijada, estafada por ellos. Que alguien como Rita Barberá, que ha sido 24 años alcaldesa de una ciudad que es quintaesencia de la corrupción, no tenga siquiera la mínima elegancia política de pasar el bastón de mando a su sucesor, solo deja en evidencia su más que pobre sentido democrático y es el botón de muestra de esa sensación que tienen los peperos de haber sido saqueados, desahuciados de su cortijo. Cree que el ladrón que todos son de su condición.

Lo que están pretendiendo los rastreadores de tuits es que el árbol no nos deje ver el bosque. Esperanza está dispuesta a todo, con tal de ponérserlo muy difícil a Manuela (ya ha conseguido que al día siguiente se opaque en parte su inspiradora luz). El poco edificante discurso de la perdedora en la sesión de investidura no fue sino un adelanto de lo que será su oposición, sobre todo de aquí a las generales. No dará tregua. Y, como al consistorio han entrado personas normales, quizás encuentre más cosas con las que intentar tapar el paisaje (incluso cosas peores que un tuit, vaya usted a saber; lo que sí sabemos es que le resultará complicado encontrar tantos imputados y encarcelados por corrupción como en su propio partido y en los que han sido sus equipos de gobierno, tantos delincuentes).

Han señalado un par de árboles para distraernos y que no veamos el bosque. Vana pretensión: el bosque es un paisaje de cambio, un paisaje de movimientos sociales, un paisaje de transparencia, de dignidad, de activismo. Un bosque cuyo espíritu coincide con el lema omnia sunt communia y cuyo nombre es Manuela. Han querido que unos feos tuits nos hagan olvidar las bellas palabras de la alcaldesa de Madrid, su emocionante, clara, llana entrega a los ciudadanos: el necesario pulmón de ese bosque. Todos estamos aprendiendo de Manuela, de su manera de comunicarse y de hacer, de su llamada a la seducción del adversario a través del buen trato y del buen servicio público, a través del “cuidado”. Estoy segura de que, como tantas y tantos, también Guillermo y Pablo se estarán impregnando de esos modos y esas estrategias. Más le valdría a Esperanza tratar también de aprender algo: le daría más rédito político y, sobre todo, la haría mejor persona.

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