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El capitán Alegría en la Franja de Gaza

Soldados israelíes, en la frontera con la Franja de Gaza.
8 de febrero de 2024 22:56 h

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Hace cuatro meses, nada más cometer Hamás sus terribles ataques contra población civil israelí, y sin que hubieran empezado todavía los bombardeos sobre la Franja de Gaza, hice aquí una previsión de la matanza sin precedentes que podíamos esperar. Calculé, mediante una simple regla de tres a partir de la proporción (o más bien desproporción) de palestinos muertos por cada israelí muerto en conflictos anteriores, que nos esperaban no menos de 12.000 asesinados en Gaza.

Hubo quien me llamó exagerado, pero me quedé muy corto: ya van 28.000, casi la mitad niños y adolescentes, además de 67.000 heridos, muchos de ellos mutilados. Se calculan más de 8.000 desaparecidos bajo los escombros, y la matanza está lejos de terminar, así que podemos acabar superando los 40.000 asesinados. Eso sin contar a quienes morirán por enfermedades no tratadas, hambre o las secuelas de miseria y desatención en un territorio devastado.

Cuesta creer que el ejército mejor equipado del mundo, que cuenta con la última tecnología de destrucción (incluida Inteligencia Artificial para seleccionar objetivos) y con toda la ayuda económica y militar de la primera potencia mundial, sea incapaz de doblegar la resistencia de un territorio pequeño y pobre. Cuesta creer que Hamás siga operativa, haya recuperado zonas del norte y continúe lanzando cohetes, mientras Israel no consigue encontrar a ninguno de sus líderes ni rescatar a los rehenes.

Viendo la destrucción sistemática y concienzuda de la franja, y la actual ofensiva sobre el sur tras forzar a la población a desplazarse allí, se diría que el objetivo último no es derrotar a Hamás ni garantizar la seguridad de Israel, sino aniquilar a los palestinos: asesinados, expulsados o imposibilitados de una vida digna si insisten en permanecer. En eso consistiría la “victoria final”, “victoria total” y “victoria absoluta” que tanto repite Netanyahu. Un líder cuya supervivencia política no está tan ligada a la victoria militar como a la continuidad de la guerra. Mientras dure la excepcionalidad bélica, será intocable y podrá reforzar su poder para un futuro de inseguridad permanente, de guerra sin fin.

Me acuerdo mucho estos días de aquel relato de Alberto Méndez que abría Los girasoles ciegos. Si lo recuerdan, contaba la historia ficticia del capitán Alegría, un militar franquista que decide desertar y rendirse a las tropas republicanas solo unas horas antes de la caída de Madrid y del final de nuestra Guerra Civil. “Soy un rendido”, dice al cruzar las líneas enemigas con las manos en alto. Tomado por un loco, no quiere ser parte de la victoria porque “aunque todas las guerras se pagan con muertos, hace tiempo que luchamos por usura” y “tendremos que elegir entre ganar una guerra o conquistar un cementerio”.

Cuando días después cae en manos de sus antiguos compañeros franquistas, lo acusan de traición. Preguntado en el juicio sumarísimo por las razones de su deserción, él responde haciendo recuento detallado de los avances y victorias de las tropas franquistas en el primer año de guerra hasta llegar a las mismas puertas de Madrid. Cuando le preguntan “si son las gloriosas gestas del Ejército Nacional la razón para traicionar a la Patria”, Alegría responde: “No, la verdadera razón es que no quisimos entonces ganar la guerra al Frente Popular”. Entonces, qué queríamos, le pregunta el fiscal, a lo que el capitán desertor responde: “Queríamos matarlos”.

Recogía Méndez en su cuento la hipótesis, defendida por no pocos historiadores, de que Franco tardó tres años en ganar la guerra no por su torpeza militar y sus malas decisiones: le interesó prolongarla para así afianzar su poder absoluto, poner las bases de su régimen totalitario sin encontrar resistencia, y por supuesto exterminar al mayor número posible de republicanos –tarea que avanzó mucho en la guerra, aunque necesitaría una década más de posguerra despiadada–.

Inevitable pensar algo parecido en la guerra de Israel contra Hamás, que en realidad es una guerra contra Gaza y contra todo el pueblo palestino –pues también hay asesinatos en Cisjordania sin Hamás–. Que la “victoria final” no es derrotar a Hamás ni garantizar la seguridad, sino ganar esta guerra y todas las guerras futuras de una vez por todas. Acabar con el “conflicto palestino-israelí” por la vía rápida. Y de paso, consolidar la deriva autoritaria que ya traía Netanyahu, y de la que serán víctimas los mismos israelíes.

Porque como recordaba el capitán Alegría en sus últimas palabras, los vencedores “se amalgamarán con quienes han sido derrotados, de los que solo se diferenciarán por el estigma de sus rencores contrapuestos. Como el vencido, terminarán temiendo al vencedor real, que venció al ejército enemigo y al propio”.

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