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La construcción de la ciudad futura

Miguel Roig

Se asume como leyenda que Marco Polo trajo de la China la pasta al Mediterráneo. Sí tomamos, en cambio, como un hecho real que la clase obrera se ha trasladado a Asia y las mercancías producidas por esta son distribuidas y comercializadas globalmente. No resulta creíble, en contraste, que contingentes de trabajadores chinos sean movilizados e introducidos ilegalmente en Europa para producir a un mismo coste productos de primeras marcas. La aparente fábula cobra sentido cuando se cae en la cuenta de que la denominación de origen de esos productos aumenta exponencialmente su valor.  

El escritor italiano Edoardo Nesi cuenta una historia, la de su familia de empresarios textiles en Prato, que no es precisamente una ficción. Prato es un tradicional centro de fabricación y diseño de moda situado en la Toscana, que se ha convertido no sólo en centro de importación de ropa desde China, sino en un centro de producción. Inmigrantes clandestinos chinos llegan a Italia para trabajar en los miles de talleres de la ciudad –regenteados también por empresarios chinos–, que permiten producir primeras marcas Made in Italy con salarios asiáticos. Según un informe de la BBC, en Prato hay hoy alrededor de veinticinco mil personas de origen chino trabajando por salarios muy por debajo de sus homólogos italianos. A tres dólares la hora, o unos doscientos dólares por la producción de veinte vestidos, los estándares de calidad de los artículos, por supuesto, son mínimos y están lejos de los exigibles a un buen trabajo artesanal, aunque la etiqueta los identifique con una marca y una denominación de origen Premium.  

Hace ya tiempo que se ha asumido que la clase obrera se trasladó a Asia. Lo que no se tenía presente es que el flujo de los trabajadores, de manera clandestina, fueran introducidos en la Comunidad Europea, para ser explotados del mismo modo que en su país de origen. No solo se ha erradicado el trabajo sino que si, como en este caso, surge una necesidad esta se satisface con nuevas formas de trabajo ilegales.

A contracorriente y más con el optimismo de la inteligencia que el de la voluntad, el sociólogo Richard Sennett, profetiza en su libro El artesano, el regreso del trabajo en sus formas ortodoxas con argumentos que reclaman una mínima atención. No se trata, según Sennett, de que la precariedad laboral haga aguas o de que el trasvase de la clase obrera desde nuestras fábricas al este asiático –o viceversa, como demuestra el ejemplo de Prato– ponga en riesgo el sistema. Se trata de que la transversalidad de las consecuencias de una falta de oficio y rigor alcance a todas las capas sociales, incluso a la que lo alienta. Basta con un ejemplo. El personal calificado de limpieza sanitaria de los hospitales públicos e, incluso, el de las clínicas privadas, es sustituido por trabajadores no idóneos con contratos temporales y una paga paupérrima. Dejar en sus manos esa tarea es exponerse a accidentes sépticos que pueden afectar tanto a un afiliado de la sanidad pública como al cliente con altos recursos que paga un seguro médico costoso. Tarde o temprano, según Sennett, las consecuencias de esto harán que se recupere esa posición laboral calificada.  

Las fábricas del este asiático no volverán a sus enclaves occidentales y las nuevas tecnologías seguirán transformando las relaciones laborales pero parte del paisaje derruido será restaurado. Porque así como los escombros del Muro de Berlín cayeron de ambos lados, la demolición del sistema acaba afectando a todos los estratos sociales.

En su libro Las ciudades invisibles, Italo Calvino hilvana un diálogo entre Marco Polo y Kublai Kan en el que el viajero veneciano le narra al rey tártaro su paso por ciudades imaginarias. En estas urbes es posible alcanzar deseos, encontrar cualidades perdidas, rescatar recuerdos y alcanzar alguna utopía. Queda ausente en el libro un espacio vacante, el de la ciudad futura. Además de Sennett, ¿hay alguien pensando en ella?  

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