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El dedo

Imagen de archivo de una concentración en apoyo a las campeonas del mundo.

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A veces conviene actuar como un idiota. Me refiero al tipo de idiota que protagoniza una de esas frases que valen para todo y que suelen atribuirse a Confucio: “Cuando el sabio señala la luna, el idiota mira el dedo”. Nunca me ha parecido que ese idiota, presentado en tales términos, lo sea realmente. Creo que la frase propondría una reflexión interesante formulada al revés: “Cuando el idiota señala la luna, el sabio mira el dedo”. O, por no discriminar, también serviría igualando a los dos personajes: “Cuando un sabio señala la luna, otro sabio mira el dedo”.

Las dos frases reformuladas valdrían para el periodismo, un oficio especializado en señalar cosas y, por múltiples razones, poco habituado a examinar su propio dedo.

En los últimos días, varias mujeres de la industria periodística han acusado públicamente de abuso a algunos de sus antiguos jefes. No me parece legítimo dar nombres porque ni conozco los hechos ni, hasta donde yo sé, los asuntos han llegado a los tribunales. Respeto la presunción de inocencia. Pero pasé demasiado tiempo en salas de redacción como para no considerar verosímiles las acusaciones en ese sentido. Al igual que en cualquier empresa de cualquier rubro, en las empresas periodísticas ha medrado (y supongo que aún medra, aunque mucho menos que antes porque las cosas están cambiando) un machismo más tóxico que el que se proclama de forma abierta. O sea, un machismo hipócrita.

La hipocresía es endémica en el negocio del que hablamos, porque se trata de un negocio con dos caras. Por un lado está el producto, que se debe a su audiencia o a sus lectores. Por otro lado está la empresa, que se debe a sus propietarios. No resulta fácil mantener ambas fidelidades de forma simultánea.

Un ejemplo bien conocido se dio en El País, un periódico de gran relevancia, a lo largo de 2012. El diario mantuvo una firme oposición a la reforma laboral propuesta por el gobierno de Mariano Rajoy. La empresa, sin embargo, esperó a que dicha reforma entrara en vigor para despedir con menores indemnizaciones a 129 trabajadores. ¿Hipocresía? Sí, sin duda. Comprensible, sin embargo. Si la empresa (o la plataforma, o el soporte, o lo que quieran) no sobrevive, el periodismo tampoco lo hace.

Peor me parece la hipocresía moralista y oportunista. Por no remontarnos muy atrás, asistimos a una proliferación de esa hipocresía en 2017, cuando las acusaciones (fundamentadísimas, según se comprobó) contra el productor Harvey Weinstein hicieron viral el movimiento “Me too”. Causaba bochorno leer o escuchar las invectivas contra Weinstein y las proclamas de fe feminista formuladas por tipos tan impresentables como el propio Weinstein. Causaba (y causa) bochorno contemplar cómo, en ciertos casos, el periodismo se suma jubiloso a las cazas de brujas desatadas en las redes porque, se justifica, “es lo que pide la gente”. Y no abochornan menos ahora quienes comían de la mano de Luis Rubiales y ninguneaban el fútbol femenino.

Hace años, hacia principios de siglo, formé parte de una comisión que debía formular propuestas para actualizar el diario El País. Casi todo lo que planteé era absurdo. Especialmente absurda fue mi idea de reforzar la credibilidad publicando diariamente algo parecido a un making of en el que se explicara al lector las discusiones internas, las dudas, las incoherencias, las presiones, los infortunios y la prisa que habían rodeado la fabricación del producto. Era una insensatez, por supuesto. Nadie compraría salchichas si en la etiqueta se especificara de qué y cómo están hechas.

Vale la pena, al menos, mirar el dedo y averiguar a quién pertenece ese índice que señala con tanta convicción la luna, o lo que sea. Porque el dedo puede pertenecer a un sabio, a un idiota o a un hipócrita.  

 

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