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Democracia llena y completa, dicen: ¿no cabe más?

El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, interviene en un acto electoral de En Comú Podem el último día de la campaña electoral del 14-F
15 de febrero de 2021 00:53 h

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Dice el Vicepresidente segundo Sr. Iglesias que “no hay una situación de plena normalidad democrática y política” y que “es una obviedad que vivimos en una democracia mejorable y precisamente por eso nosotros existimos”. Responden, entre otros miembros del Gobierno de coalición, las ministras de Defensa y Exteriores, Sras. Robles y González, respectivamente, que España es “una democracia plena”. Reseña el DRAE que “pleno” significa “completo, lleno”. Y yo me pregunto: ¿no cabe más democracia en este Estado?, ¿está ya lleno y completo de democracia?, ¿podrá llenarse algún día del todo el vaso de la democracia?

En primer lugar, parto de la necesidad de la democracia, con un carácter de universalidad, como todos los más profundos anhelos humanos manifiestan desde hace siglos, pues no en vano se trata de una forma de organización social y política que trasciende los concretos fenómenos o sistemas económicos y que viene vinculada a otros conceptos tan universales en el tiempo y en el espacio como la justicia o la igualdad. Y así, pese a la dificultad de abordarla de forma unívoca, la idea de democracia es hoy generalmente aceptada y constituye un concepto reconocido universalmente como algo saludable y terapéutico, que ha contribuido a sanar o, al menos, mejorar, algunos de los grandes males de la humanidad, así como que profundizar y avanzar en la democracia puede aportarnos respuestas válidas a problemas tanto antiguos como nuevos que nuestras sociedades aún soportan.

Bueno, siempre, claro, que no se entienda que la democracia ya es “plena” y no admite más desarrollo.

Entre los relevantes principios activos de la democracia se encuentran los de reconocimiento de derechos de ciudadanía y su garantía y la implicación o participación ciudadana en la toma de decisiones. Pero la democracia resulta muy frágil y se enreda en sus propias debilidades —reducción a una cada vez más reducida democracia representativa, alejamiento de los centros de toma de decisión, deslegitimación de las instituciones representativas, aparición de grupos sociales nuevos en diferencia y desigualdad—. Y, pese a todo, resulta innegable que la propia democracia contiene los instrumentos que nos proporcionan la medida y la exteriorización de su propio fracaso respecto de las mínimas exigencias de su contenido y, al mismo tiempo, las respuestas a los retos que nos planteamos.

La democracia puede considerarse, en sentido muy amplio, como el conjunto de ideales en que se plasman las aspiraciones de igualdad y libertad de la persona en sus vertientes individual y colectiva. Y, en un sentido más reducido y más ajustado al debate político, la democracia ha de vincularse con una forma de gobierno y una forma de participación política determinadas, mediante la conocida como democracia representativa. Pero son, sin duda, ideas inseparables, de manera que la democracia en sentido amplio pretende lograrse mediante los instrumentos que la democracia política nos proporciona. 

Así, la democracia aceptada hoy como contenido esencial de la misma tendría tres grandes cimientos: a) una forma de gobierno basada en unos postulados ético-políticos referidos a la participación ciudadana en pie de igualdad, en la consideración del pueblo y la persona como sujetos de los fundamentales derechos políticos; b) un método o camino para el logro de determinados objetivos relativos a los derechos de la ciudadanía; y c) los derechos sociales, basados en la libertad y la igualdad reales. 

Un análisis de situación de la democracia exige contrastar las anteriores afirmaciones con la realidad. De entrada, conviene recordar que prácticamente todos los Estados del mundo se proclaman a sí mismos democráticos, algo que suscita, de inmediato, dos reflexiones: la primera, el interés de los países en incorporar la democracia a su definición, lo que supone que, con independencia de la realidad política de cada uno, la inmensa mayoría considera la democracia como un atributo positivo; la segunda, la de la amplitud del contenido del término “democracia”, toda vez que países con organizaciones políticas tan dispares y con contenidos en reconocimientos de derechos tan dispares también se consideren todos ellos “democráticos”.

En la realidad más próxima, el diseño que se contiene en la Constitución de 1978 parte de la atribución al Estado de tres caracteres: social, democrático y de Derecho. Son atributos distintos, que conviene, de un lado, distinguir, y, de otro, conectar. La condición de “Estado de Derecho”, íntimamente vinculada a la idea de la separación de poderes, supone su sometimiento al Derecho como expresión del origen de la soberanía y la vinculación de los poderes públicos al ordenamiento jurídico constitucional y ordinario, de donde van a derivar la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos y el control de sus actuaciones, algo que en estos días aún se pone en cuestión desde algunos poderes políticos.

La condición de “democrático”, que basa su esencia en la participación política, en cuya esencia están el pluralismo político y la soberanía popular. Finalmente, el atributo de “social”, que supone la necesidad esencial de superar el liberalismo clásico y sustituirlo por el reconocimiento y garantía de derechos sociales básicos para el desarrollo de la personalidad y la dignidad de todas las personas.

Podría referirme a muchos temas que, en mi opinión, empañan —no digo anulan— la consideración de democrático de este Estado, por ejemplo, la determinación de la forma de Estado como monarquía, aunque sea parlamentaria, incompatible, según mi parecer, con un concepto razonable de la democracia por ser continuadora de una tradición de vinculación de la atribución del poder a razones de origen y, notablemente, contraria al principio constitucional de responsabilidad de los poderes públicos del art. 9.3 CE, dada la inviolabilidad de la persona del Rey y de su no sujeción a responsabilidad, según la propia Constitución, cuestiones de las que tanto y tan necesariamente se habla en estos días. 

Podría también constatar el anhelo de mayor democracia y las quiebras de los sistemas actuales que nos plantea la cuestión relativa a la pervivencia del modelo democrático, sobre el que pesan importantes dudas de legitimidad del Estado y de sus instituciones, exigencias de asunción en pie de igualdad de la diferencia —multiculturalidad y disidencia— y, sobre todo, de algunos de sus retos más relevantes, como el de la profundización en la atractiva e insoslayable democracia directa, en la deliberación como base de la capacidad de decisión, en la potenciación de la participación ciudadana a través de los diversos movimientos sociales y, sobre todo, a través del más amplio e incómodo pero más responsable y exigente derecho a decidir en todos los terrenos.

En definitiva, la democracia, hoy, vendría condicionada por la clara e inequívoca asunción de “todos” los derechos consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948, sin la cual ni la dignidad de las personas ni la justicia, la libertad ni la paz serán posibles, incluido, desde luego, el derecho a la libre opinión y expresión y a no ser molestada —y, añado yo, menos aún, encarcelada— la persona a causa de sus opiniones —de cualquier opinión que no llame a causar daño a nadie—. 

En definitiva, es demasiado pretencioso y alejado de la realidad entender que ya no nos cabe más democracia, que ya la tenemos completa. Recordemos, si no, a este respecto, las palabras de Nelson Mandela en 1998, que reflexionó así: “Si no hay comida cuando se tiene hambre, si no hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia y no se respetan los derechos elementales de las personas, la democracia es una cáscara vacía, aunque los ciudadanos voten y tengan Parlamento”. 

Todavía hay, pues, camino por recorrer; todavía tenemos la responsabilidad y el deber de seguir reclamando y haciendo “más democracia”. Por eso y para eso existimos las personas y los grupos en los que nos integramos: para seguir luchando por nuestros derechos, nuestra dignidad y los derechos y la dignidad de las demás. Aunque falte poco para ello —esto sí que es valorativo—, nunca habremos llegado a alcanzar nuestra legítima utopía si aún hay alguien que sufre injusticia de cualquier tipo.

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