El excelente reportaje de elDiario.es sobre la segregación geográfica de los inmigrantes —su mayor presencia en barrios de renta baja— ha generado una excitación singular en redes sociales, hoy dominadas ampliamente por la extrema derecha. Términos como “invasión”, “amenaza” o “reemplazo” proliferan como intentos de describir, desde un nacionalismo étnico, la distribución espacial de los casi tres millones de inmigrantes llegados entre 2022 y 2023, además de los muchos que ya vivían aquí.
Mientras tanto, partiendo desde otros presupuestos, algunos economistas liberales están reinterpretando la inmigración a través de dos marcos económicos distintos. Primero, sostienen que el crecimiento económico reciente se explica únicamente por la llegada masiva de mano de obra, de modo que sería un crecimiento “con pies de barro” y en ningún caso atribuible a la política económica del Gobierno. Así lo defiende Daniel Lacalle, para quien el Ejecutivo aplica “la receta de la ruina: dopar el PIB con inmigración y despilfarro público”. En segundo lugar, atribuyen a la inmigración la tensión en los precios de la vivienda; es la posición expresada recientemente por otro economista, Juan Ramón Rallo. Ambos discursos se añaden a otros ya clásicos, como que los inmigrantes “quitan trabajos” o que “bajan los salarios”.
Los datos dicen lo contrario. Como explica el reciente libro de Hein de Haas, 'Los mitos de la inmigración' (Península, 2024), la inmensa mayoría de los inmigrantes se desplaza porque en el país receptor existe previamente una demanda de mano de obra. Las transformaciones recientes explican por qué España, entre otros países, dispone de esa demanda: nuestra población está crecientemente cualificada y vive con un modelo familiar en el que ambos miembros trabajan, entre otros rasgos propios de países más desarrollados. Esta configuración genera una amplia demanda de empleo, es decir, trabajos que no se cubren: desde los de menor cualificación (agricultura, hostelería, construcción, reparto...) hasta los cuidados (hogar, infancia, tercera edad). En este contexto, la fuerza laboral inmigrante es complementaria —no sustitutiva— de la nacional, con efectos económicos y sociales ampliamente positivos. De hecho, los datos muestran que los salarios reales están subiendo a pesar de la entrada récord de nueva población activa.
Desde el punto de vista macroeconómico, estos flujos de inmigración suelen tener contribuciones a la productividad pequeñas o incluso negativas debido a que ocupan empleos de baja cualificación y con poco valor añadido. Aun así, en términos agregados la productividad laboral por hora está compensando ampliamente ese fenómeno y sigue creciendo en España por encima de otros países como Alemania, Francia o Italia. Ello sugiere que se está produciendo un cambio estructural hacia un mayor peso de las ocupaciones de alto valor añadido, lo que impugnaría el relato conservador de que España está creciendo simplemente como resultado de sumar inmigrantes a la fuerza laboral.
Lo relevante aquí es el creciente solapamiento entre los discursos de la extrema derecha y ciertas corrientes que se autodefinen como liberales. El caso paradigmático es el del empresario Martín Varsavsky, feroz crítico del Gobierno progresista, para quien la izquierda siente un “amor desmedido por los inmigrantes”, lo que, afirma, habría reducido los salarios de los españoles nativos. Además, lamenta que “los españoles están desapareciendo” por la baja natalidad. Y aunque Varsavsky posee casi cien clínicas de fertilidad, su preocupación no es la población en general, sino la población “nativa”. Que él mismo sea argentino de nacimiento añade un matiz irónico a un fenómeno preocupante: liberales abrazando sin pudor el nacionalismo étnico.
Como su homólogo Elon Musk en Estados Unidos, Varsavsky combina ese tono identitario con una pulsión de clase: defiende una “inmigración buena”, altamente cualificada, y asocia el resto con inseguridad ciudadana. Recordemos que Musk fue clave en la propagación de bulos sobre inmigración en Reino Unido, utilizando su tecnojuguete —Twitter— para agitar a los movimientos de extrema derecha. Pero incluso él mismo terminó chocando con Donald Trump cuando este decidió aplicar restricciones migratorias indiscriminadas.
Este idilio entre extrema derecha y liberalismo económico no es nuevo en España, donde nunca cuajó un liberalismo realmente vacunado contra la barbarie fascista. Sus contradicciones, lejos de debilitarlos, refuerzan la estrategia antiinmigración de la extrema derecha. El Partido Popular, en lugar de desmarcarse, sigue sumándose al clima, como demuestra el hecho de que Feijóo haya afirmado que es un problema de seguridad que “nueve millones residan sin haber nacido en el país”. La afirmación se estrella contra los datos: según el Eurobarómetro de primavera de 2025, España es el país de la UE que mejor valora la inmigración no europea (un 68% con valoración positiva frente al 27% con valoración negativa). Tal vez eso es precisamente lo que quieren cambiar quienes intentan convertir a los inmigrantes en chivos expiatorios de todos los males: económicos (fragilidad del crecimiento), sociales (dificultad de acceso a vivienda), civiles (inseguridad percibida) y culturales (supuesta pérdida de identidad).
Estas derechas, sin embargo, están llenas de contradicciones. El clasismo antiinmigración de empresarios como Varsavsky —y de muchos economistas— no encaja del todo con el nacionalismo étnico puro, biologicista, dominante entre Vox y los grupos neofascistas que orbitan a su alrededor. Tampoco coincide con el discurso antiinmigración “hispanista” de Díaz Ayuso, que excluye de la hoguera a los inmigrantes latinoamericanos por motivos tanto culturales como electorales. Aun así, todos estos discursos contribuyen a un clima común: la idea de que hay personas intrínsecamente mejores que otras según su origen. Ese virus es muy difícil de combatir cuando se ha extendido lo suficiente.
El nacionalismo étnico tiene mucha fuerza en la extrema derecha, y si las cosas no cambian demasiado no es descartable que acaben gobernando junto con una derecha que les está calcando el discurso. Esto es una señal de alerta más; una obligación de hacer las cosas mejor para evitar ese escenario. Porque cabe reconocer que ahora tenemos la suerte de contar con un gobierno progresista que, a contracorriente del auge populista europeo, asume la necesidad —y el beneficio— de incorporar nuevos inmigrantes a la sociedad y a la economía españolas. Además, el Gobierno también acepta correctamente que las migraciones son movimientos naturales fundamentalmente empujados por la demanda de trabajo, y, por lo tanto, difíciles de restringir, como han comprobado los británicos -desde el Brexit se han multiplicado las entradas de inmigrantes-.
Esto no implica caer en el triunfalismo. El reportaje citado al comienzo señalaba un problema serio: la segregación residencial, estrechamente vinculada con la desigualdad y la pobreza. La llegada de nuevos trabajadores seguramente aumenta la brecha entre inmigrantes y nativos, pero también entre trabajadores pobres y ricos. Por lo tanto, son muchas las tareas pendientes para que la llegada de nuevos españoles -porque es español quien vive y trabaja en España- sea congruente con la modernización económica, la reducción de la desigualdad y el fortalecimiento de los servicios públicos. No se trata de elegir entre barbarie o continuismo, sino de detener a los bárbaros al mismo tiempo que seguimos avanzando.