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Después de la tragedia

Decenas de personas rinden homenaje a las víctimas de los atentados en La Rambla de Barcelona.

Jose A. Pérez Ledo

Cada cual asimila las tragedias a su manera. Hay quien se limita a repetir los lugares comunes: no hay derecho, no somos nadie, se van los mejores. Hay quien no puede evitar hacer chistes y ser cínico y vulgar. Así matan algunos los nervios, dicen los psicólogos, así subliman el dolor, riendo solos entre lágrimas ajenas.

Hay quien se indigna con la naturaleza humana, con la naturaleza en general, porque la muerte no es justa ni pertinente, y hay también quien se entretiene en el funeral buscando ausencias en los bancos, codazo a su acompañante, mira quién no ha venido, qué vergüenza, faltar un día como este.

Hay quien aprovecha el sepelio para indignarse por lo que sea. Personas que, extrañamente alteradas por la tragedia, se vuelven expertas en autopsias, en fases del duelo, en etiqueta funeraria: vaya corona de flores, qué pena de féretro, qué misa tan larga, tan fría, tan impersonal.

Hay quien se lanza a especular con las causas del deceso, que si el alcohol, el tabaco, la carne roja, ¿por qué nadie hace nada, por qué no se prohíbe? Hay quien culpa al muerto, porque nunca se cuidó, porque era un viva la vida, y quien se tortura culpándose a sí mismo, de haber estado más pendiente, de haberle arrastrado al médico…

Hay quien resta importancia al muerto porque muertos hay todos los días y en todas partes, muchos de ellos más dignos y merecedores de elogio que este que nos ocupa.

Hay carroñeros que acuden a los velatorios solo por si cae un pincho, un bocata o una Coca-Cola, total, al finado ni le va ni le viene. Hay quien hace de las tragedias su negocio, quien aprovecha los decesos para repartir tarjetas de su funeraria, los mejores entierros el mejor precio, no espere a la muerte, llame ahora.

Y así, poco a poco, vamos sepultando a los muertos en ruido y confusión hasta que, pasado el tiempo, la tragedia caduca o llega otra nueva y barre la anterior. Igual que en los cementerios, también en las redacciones, en las redes sociales y en las tertulias, los muertos antiguos acaban dejando espacio a los muertos nuevos.

Y, con cada nueva tragedia, otra vez los gritos, los clichés, los cínicos, los carroñeros. Otra vez el ruido y la confusión. Cualquier cosa antes que el silencio cuando silencio es quizá lo que más urgentemente necesitamos.

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