Las encrucijadas de la Argentina
Tardé un tiempo en decidir leer Casi nada que ponerte, de Lucía Lijtmaer. Creo que, en parte porque sabía que me iba a gustar y que iba a querer escribir algo sobre el libro, y en los últimos meses la sensación era que resultaba imposible dedicarle una columna a la historia de una pareja de fabulosos emprendedores de la moda de los años setenta y su histórica boutique en La Colorada, ese edificio señorial capaz de conmover hasta al más recalcitrante de los marxistas en la esquina de Cabello y Árabe Siria. Parecía absurdo hablar de cualquier cosa que no fuera la política, y un poco todavía lo parece, pero qué va a hacer una, pensé.
En uno de mis capítulos preferidos, Lijtmaer, que decide reconstruir la vida de Jorge y Simón a partir de la amistad que tuvieron ellos con sus padres, entrevista a la modelo Carmen Yazalde (yo creo que la palabra “modelo” hay que usarla como los norteamericanos usan la palabra president: es irrelevante que tu mandato haya terminado, son títulos que se conservan hasta la muerte) y escribe que charlaron “un poco de lo que pasa en el país, la versión latinoamericana de cuando los europeos hablan del tiempo”. La verdad es que, en este país, siempre está pasando de todo, y el hecho de que podamos hablar, escribir, hacer música y cine sobre otras cosas es un milagro que supongo que tenemos el deber de cuidar.
Los que quieren que estemos siempre hablando de lo pobres y desgraciados que somos (de que No hay plata) son los europeos que programan festivales, no los públicos locales. Por otro lado, los europeos no lo saben, pero todas las otras cosas de las que hablamos están siempre, de alguna manera, hablando de la cosa: tienen nuestra sensibilidad, nuestro sudor y nuestra sangre.
El libro de Lijtmaer, por caso, habla de las encrucijadas de la Argentina en más de un sentido: habla de un pasado real e imaginario y habla, también, de la nostalgia, que es una marca de época en todas partes de este mundo neoconservador (incluso en una cultura tan orientada a la novedad y el optimismo como la de los Estados Unidos ganó ya una vez el slogan Make America Great Again, y va camino a hacerlo de nuevo). En nuestro país es directamente una clave identitaria: cada proyecto político debe elegir e inventar el pasado al que quiere parecerse, y en el medio los argentinos de bien y de mal vamos también construyendo nuestras propias versiones románticas de esos pasados cosidos a medida, y ahí estamos, enamorándonos de los vestidos que Christian Dior le hizo a Evita o de los veranos que Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo pasaban en el Hotel Ostende, de la fotografía de una telefonista preciosa en su lugar de trabajo o de la de un obrero de ojos grandes compartiendo un vino con sus compañeros en el medio de una obra en construcción, porque el romanticismo a veces es aristocrático, pero también tiene la plasticidad para organizar versiones bellísimas de realidades más ásperas.
Pienso en una frase que vienen repitiendo varios amigos para los próximos años (años que serán dificilísimos desde todo punto de vista: no lo niegan ni siquiera los que están vendiendo esta nueva Argentina), la de que va a tocar refugiarse en lo privado. ¿Tiene hoy lo privado la posibilidad de ser refugio? ¿Qué refugio puede constituir hoy lo privado? ¿Tiene la calidez, el peso de lo sagrado? A veces no entiendo si lo banal se ha vuelto más banal o si lo que en otra época era banal (las mannequins, el fragor del champán o comprar un par de jarrones en Europa para intentar vendérselos a Amalita Fortabat) nos resulta conmovedor por efecto del paso del tiempo; supongo que hay muchísimo de esto último. También siento que había cierta inocencia en la banalidad de otra época que es difícil presenciar en los equivalentes actuales. De hecho, el personaje de Simón en el libro de Lijtmaer, el que le quiere vender jarrones a Amalita, y el que se encargaba de vestir a todas las mujeres de los industriales y los milicos de los setenta como princesas, emociona porque, aunque era un poco un mercachifle (en el libro se habla de la calentura que le producía lograr venderles a estas señoras cualquier pavada carísima), se tomaba lo que hacía con una seriedad y una pasión que hoy están completamente demodés. No creo que haya menos belleza en el mundo, ni en las cosas sencillas, ni en las opulentas, ni en las afectuosas: lo precioso sigue intacto, lo que siento es que ha cambiado nuestra forma de apreciarlo y defenderlo.
Hoy, la virtud por antonomasia parece ser la frescura: pienso en la profesora de declamación del pequeño Simón de la que habla Lijtmaer, y en qué cosa demodé que es aprender a declamar, a ser teatral, a demostrar el esfuerzo que uno ha hecho para decir algo bien. Los actores y los músicos que conozco se esfuerzan muchísimo en ser buenos, pero ya no queda lindo que se note: queda mejor decir que a uno las cosas se le dan. Oscar Wilde dijo alguna vez que la naturalidad era una pose demasiado difícil de mantener, y nada me parece más cierto: no se me ocurre nada más auténtico y natural que preocuparse por todo. No tengo ningún interés, por otra parte, en aprender a declamar o enseñárselo a ningún niño, pero me pregunto si se puede devolverle la sacralidad a las cosas lindas, esa que nos permite vivir entre todo lo que pasa, entre la miseria y la violencia (no al margen, no cerrando los ojos: entre) sin devolverle también algo de su teatralidad, de su seriedad.
No pienso tampoco que pensar en cómo rearmar este mundo de lo privado sea un asunto de privilegiados: la mayoría de la gente que conozco que se pasa el día hablando de política y de plata es profundamente privilegiada; los traperos que se pasan el día escribiendo canciones sobre plata tienen muchísima plata. Mucha gente menos favorecida, en cambio, tiene más sensibilidad para pensar y vivir en los intersticios de las noticias. Pienso también que eso, probablemente, nos haga hablar de política de formas más inteligentes. Y pienso también, con cierta esperanza, que pocos pueblos tienen más talento que el argentino para encontrar lo sagrado en lo profano y lo divertido en la miseria. Y, que esa imaginación no solo nos va a servir para pasar el invierno. Probablemente de ahí salga, también, lo valioso que podamos inventar para salir de esta en la que estamos.
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