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¿Por qué el Eurogrupo es mezquino con Grecia?

El primer ministro belga, Charles Michel, se reúne con su homólogo griego, Alexis Tsipras (2-d), y con el ministro de Finanzas griego, Yanis Varufakis, el pasado jueves en Bruselas. / Efe

Pablo Gerchunoff / Lucas Llach

Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires —

¿Le dará Europa una mano más a Grecia, antes de que se ahogue?

El dilema de los costos y beneficios para la autoridad confederal (el Eurogrupo, en este caso) de ayudar a Grecia puede encararse desde distintas ópticas. A favor de un presente para los griegos supongamos que, en efecto, se pudiera ayudar a Grecia y sólo a Grecia con una relajación fiscal financiada por Europa, y que con ello el conjunto se ahorrara algún daño, ya fuera al evitar contagio financiero o meramente por el hecho de que un Grexit implicaría un recorte todavía mayor al valor presente de los bonos griegos en manos de Europa.

Pero contemos ahora los reparos. Uno es el llamado “moral hazard”: ayudar hoy a un país con problemas de financiamiento genera incentivos a la irresponsabilidad futura en ese u otro miembro de la unión, en la expectativa de que será salvado cada vez que enfrente dificultades. Asociado a él, aunque no idéntico, hay un segundo reparo, al que podríamos denominar el de los “me too”: ¿aceptarían los demás países bajo programas de austeridad votar la ayuda a Grecia sin decir “Yo también quiero un poco”? De hecho, Irlanda pidió ya los mismos beneficios que reciba Grecia. Si los países acreedores en Europa -los que contribuyen a las ayudas pero no reciben de ella más que la promesa vaga de una mayor calma en la zona euro- consideran que abrir la puerta de un perdón a Grecia es en realidad abrir las compuertas a una aluvión de ayudas, no les convendría dar este último perdón a Grecia, porque nunca es el último. Estos dos factores, el “moral hazard” y el “me too” juegan en contra de la posibilidad de que Grecia reciba más ayudas.

Otra perspectiva es más puramente de coyuntura política: ayudar a Grecia es ayudar a un partido de la izquierda europea allende la socialdemocracia. Es fácil poner nombres y apellidos en países fuera de Grecia que se beneficiarían con un éxito político de Syriza, es decir, con una ayuda europea a Grecia; y, por lo tanto, también es fácil poner nombres y apellidos de quienes se perjudicarían. Esta lógica de coyuntura política en una confederación cuyos miembros tienen democracias competitivas es otro obstáculo para un arreglo griego.

Pero queremos en esta ocasión enfocarnos en otro aspecto, un rasgo específico de la confederación europea, en particular en la Eurozona: nos referimos a su regla de unanimidad para votar este tipo de ayudas. Hagamos inmateriales los argumentos de “moral hazard”, “me too” y “política partidaria trasnacional” a los fines del ejercicio. Muchos sistemas federales tienen un Senado que frecuentemente tiene representación de cada miembro (provincia, estado) en igual número, independiente de la población. El Eurogrupo podría considerarse, en este sentido, como un Senado de la confederación euro. A diferencia de la regla de mayoría simple habitual de los Senados, sin embargo, el Eurogrupo tiene una regla de unanimidad para decisiones de ayuda.

¿Tiene esto alguna relevancia? Sí. Supongamos que existiera para el conjunto algún beneficio en evitar un Grexit, aunque desde luego menor que el que unos años atrás podría haber tenido evitar un Grexit, Spanexit o Italexit, en solitario o en combinación. La regla de unanimidad implica, en principio, que la ayuda sólo se otorgará si para todos y cada uno de los miembros de la eurozona el beneficio individual de salvar a Grecia supera a su costo. El test es mucho más exigente que el mayoritario y por lo tanto con menos probabilidades de éxito: no se trata de que al conjunto le conviniera un nuevo rescate griego; cada miembro tendría que beneficiarse de la nueva ayuda, países ricos y pobres, acreedores y deudores, en rescate o sin él.

Cierto es que hubo ayudas en el pasado, a Grecia y a otros (y las sigue habiendo, especialmente a través del BCE). Quizás ocurrió que, en lo más álgido de la eurocrisis, era tan alto el costo de una salida crítica que, efectivamente, una política de rescates era beneficiosa para el conjunto y también para cada miembro. No parece ser el caso de Grecia hoy. Las intervenciones del BCE tanto “fiscales” (compra de bonos de países en problemas) como propiamente monetarias (QE, depreciación del euro) han disminuido en general los riesgos para la Eurozona de un Grexit. En esas circunstancias, es mucho más probable una unanimidad (menos uno) en contra de los griegos que una unanimidad a favor. O, puesto de otro modo: sólo puede esperarse una ayuda módica, la que dicte el miembro menos favorable a ella.

La pregunta quizás excede la coyuntura. ¿Tiene sentido que la política de rescates requiera una regla de unanimidad? ¿No habrá casos en los que un rescate beneficia a una mayoría, e incluso a una mayoría clara, y sin embargo es bloqueado por un miembro que no percibe un beneficio comparable a su aporte? Si el asunto se piensa no ya como un sí/no a un rescate sino que se añaden como variables adicionales las condiciones y los montos de los rescates, la pregunta se aproxima al nudo de la crisis europea. Si conviniéramos que la política de austeridad prolongó la recesión en Europa, ¿no será en parte el fruto de la regla de unanimidad, que tiene una tendencia a la austeridad porque su monto lo decide siempre el miembro menos favorable a ese rescate? La ciencia política suele hablar del “votante medio”, por ejemplo en un parlamento: se trata de aquel que es tentado por izquierda y por derecha porque define una elección mayoritaria, y de ese modo termina siendo el árbitro final, el que decide qué política se toma. Bien: en el Eurogrupo el votante medio es el votante extremo, porque el voto decisivo es del miembro más opuesto a cualquier iniciativa. Quien menos se beneficie con un rescate intentará reducir su monto, o imponer condiciones más austeras, o sencillamente se negará a él; y lo conseguirá, porque su voto es imprescindible. Así las cosas, con la regla de unanimidad los rescates serán todo lo modestos que exija el miembro que menos beneficios reciba en comparación al aporte que realiza.

Ahora bien: ¿hay alternativas? Imaginemos una: voto mayoritario para los rescates en lugar de unanimidad. Habría allí un riesgo obvio. La irresponsabilidad fiscal podría ser una estrategia dominante. Si los gobiernos fiscalmente laxos pudieran armar coaliciones para ser rescatados por el conjunto, sería irracional para cada componente de la confederación no llevar adelante una política de gasto descontrolado. Quien no lo hiciera perdería la oportunidad de sumarse al alegre montón de gastadores perdonados. El “moral hazard” sería una profecía autocumplida. Como a los otros les convendrá el descontrol fiscal al cabo socializado y no podrás vencerlos, lo mejor es unirse a ellos. Una “alianza de los pobres”, por ejemplo, sería posible: España y países menos ricos que España podrían formar un bloque de 10 miembros con PIB per capita por debajo de 30.000 euros (y promediando 20.000 euros) capaz de imponerse, votando ayudas mutualizadas, a una “coalición de los ricos” de los restantes 9 miembros y con un PIB capita promedio de 46.000 euros. O, si la representación fuera por población en lugar de ingreso per capita, cualquier coalición que incluyera a Italia, España y Francia (51,6% de la población de la Eurozona) sería ganadora.

La unanimidad en cambio, protege al que tiene vocación de responsable: incluso si eres el único responsable podrás doblegar el brazo de los irresponsables. Quienes tienen vocación de irresponsables lo pensarán dos veces con la regla de la unanimidad si saben que existe el compañerito cumplidor, que vetará las ayudas. ¿No subsiste, sin embargo un problema? ¿No hay situaciones en las que incluso un “responsable” puede tener una desgracia (un “shock estocástico negativo” en el idioma de los economistas) y encontrarse incapaz de financiar por sí mismo cualquier cosa que no sea austeridad en un contexto recesivo, salvo a primas de riesgo explosivas? ¿No formaría una parte elemental del beneficio de pertenecer a una unión económica y monetaria que el miembro en problemas pudiera acceder al rating crediticio de la confederación, ese que está protegido del default por la capacidad de financiarse con la moneda que emite o con obligaciones expresadas en la moneda que emite?

En este punto quizá conviene levantar la mirada y dirigirla, por ejemplo, al otro lado del Atlántico, hacia un federalismo económico comparativamente exitoso como el de Estados Unidos. Es un federalismo con regla mayoritaria pero “sin rescates”; es cierto que Alexander Hamilton nacionalizó deudas de los estados que habían peleado por la independencia, pero de allí en adelante cada uno fue dueño de su propio destino. California puede estar en riesgo fiscal sin que eso se transmita ni a otros estados ni a la federación. ¿Cómo se las ingenian, con voto mayoritario, para no caer en la trampa del “moral hazard” como profecía autocumplida? Quizás sólo hay que explicar el nacimiento de la tradición anti-rescate; una vez que la tradición está instalada, los mercados saben que no tiene por qué haber contagio de California a Oregon; si cae California, Oregon no tendrá que poner un dólar. Y los estados saben que no pueden especular con el rescate (la tradición es no concederlos) de modo que pagarán por sí mismo los costos de una irresponsabilidad fiscal.

Pero la viabilidad del “federalismo sin rescates” en un sistema mayoritario como el norteamericano tiene, también, fundamentos estructurales. En primer lugar, cierta convergencia económica entre estados hace que, por ejemplo, no sea posible una “alianza de pobres” para obligar a estados ricos (o al Tío Sam) a rescates distribucionistas, sencillamente porque en contraste con otras federaciones no hay diferencias de riqueza per cápita tan significativas. (El federalismo argentino sería un ejemplo inverso, con mucha diferencia de ingresos entre provincias y una inveterada tradición de rescates). En segundo lugar, los “shocks estocásticos negativos” que pueda tener un estado norteamericano se acolchonan con dos amortiguadores ausentes en Europa: una mayor migración entre estados y una política fiscal federal, que tiene estabilizadores automáticos como subsidios de desempleo, recibidos precisamente en las regiones donde está aumentando. Estos son los motivos que permiten a los Estados Unidos ser un “área monetaria óptima” incluso si los estados reciben shocks económicos no sincronizados. El estado en problemas no puede devaluar y no recibe un rescate fiscal, pero sí uno económico: otros estados, directamente o personificados en el Tío Sam, dan trabajo o dan dinero a los ciudadanos del estado en problemas.

Cuando el shock es generalizado, la existencia de un gasto fiscal nacional permite al Tío Sam ayudar a todos, aprovechando su mejor crédito, sin tener que inmiscuirse en las finanzas subnacionales: en su última crisis los estados norteamericanos tendieron a una política de austeridad, tal como los europeos, pero fue más que compensada por una política expansiva a nivel federal. Para este gasto federal la regla es mayoritaria: dejando a un lado la política partidaria, digamos que basta con que una mayoría de estados se beneficie para que el keynesianismo federal responda rápido a una crisis.

La eurozona no tiene un gasto fiscal keynesiano “federal”, o al menos no uno importante, y las dificultades de toda índole para migrar hace que la movilidad geográfica sea mucho menor que la sorprendente movilidad geográfica del americano medio. ¿Qué hacer ante los “shocks estocásticos negativos”? ¿Qué hacer cuando ese shock lo reciben varios países, y no necesariamente por irresponsabilidad (ejemplo: una pinchazón inmobiliaria como la que sufrieron en 2008 la mayoría de los estados norteamericanos)? No está el Tío Sam y sus estabilizadores automáticos, la migración no hace mella al desempleo y la regla de unanimidad hace que sea el país menos afectado por la pinchazón el que ponga límites estrictos a la política fiscal de los más afectados si han perdido el acceso al crédito. Como cualquier país independiente fuera de una confederación, los afectados tendrán que ingeniárselas con lo que tengan y sin ayudas salvo que estén en riesgo todos los rincones de la Unión. Pero, a diferencia de un país con moneda propia, tampoco pueden devaluar sus monedas para atraer demanda externa de ese modo. Difícil una combinación peor.

Europa está, pues, frente a un problema; señalarlo es menos trabajoso que imaginar una solución; en ocasiones, incluso, no la tiene.

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