El Reino Unido sabe lo que quiere
Sinceramente, si yo fuera inglés, seguramente, estaría a favor del Brexit. Pero también habría estado en contra de entrar en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) y la Euratom en 1951, tampoco me habría gustado entrar en la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1957, pero sí lo habría hecho y con cierto entusiasmo en 1973, cuando, efectivamente, el Reino Unido se incorporó a estas instituciones. ¿Carácter voluble? Puede ser, pero, sobre todo, podría presumir de capacidad política.
Hay que rendirse a la evidencia. El Reino Unido, o mejor sus gobernantes saben lo que quieren, aunque se equivoquen. Además, son un ejemplo de cómo se pueden hacer bien las cosas, con debate público, con participación activa del Parlamento, reconociendo independencia de criterio y de expresión pública, incluso a los miembros de un gobierno sin que esto les impida trabajar juntos cada día siguiendo su compromiso con los electores, y con aspiración a participar muy activamente en la gobernanza del mundo (y esto no significa que uno esté de acuerdo con lo que hacen, me estoy refiriendo solamente a las forma democráticas).
Pocas escenas son más deprimentes para un demócrata español que ver consecutivamente las imágenes de las noticias sobre cualquier debate en el Parlamento español y a continuación ver cómo se discute en el Parlamento británico – sobre cualquier asunto, incluso cuando quienes intervienen están de acuerdo-.
Es en esta diferencia de entender los debates políticos donde está el abismo entre los británicos y los demás socios de la Unión Europea. Como debaten, los distintos gobiernos británicos hacen propuestas, los que no debaten acuden las reuniones 'con espíritu constructivo'. Pero la Unión Europea no es un espíritu, es (todavía) un club de negocios, desde su primera fundación hasta hoy. Para espíritu El Vaticano, La Meca o Jerusalén, y tampoco estoy seguro.
Lo más curioso es que no hay historia de la Unión Europea que no reconozca la importancia de la contribución del Reino Unido a la misma. Es inevitable no recordar - por derecho propio- el 'Discurso para la juventud académica' de Winston Churchill, pronunciado en la Universidad de Zúrich en 1946 que propone “un remedio que... en pocos años podría hacer a toda Europa… libre y... feliz. Consiste en volver a crear la familia europea, o al menos la parte de ella que podamos, y dotarla de una estructura bajo la cual pueda vivir en paz, seguridad y libertad. Debemos construir una especie de Estados Unidos de Europa”. Dice “debemos”, no “deben”. O sea, Churchill entendía que también era tarea de los británicos trabajar por la unión de los europeos. Así, no debe de extrañar que el Reino Unido fuera fundador del Consejo de Europa en 1947.
No se sumó a la creación de la CECA, lo que es muy compresible. El Reino Unido dispone de carbón y desde sus albores industriales de potentes fábricas acero, sin disputar minas a otros en el continente europeo, como sí habían hecho entre sí alemanes y franceses por las cuencas mineras de Alsacia y Lorena. Además, la CECA tenía unas competencias supranacionales que, es obvio, salvo por necesidad, ningún país habría aceptado; de hecho, el Tratado incluyó el final de la CECA a los cincuenta años de su vida; desde 2002 no existe. ¿Y qué decir de la Euratom, si el Reino Unido ya tenía en perspectiva ser potencia nuclear?
Frente a la creación de la Comunidad Económica Europea, el Reino Unido planteó la creación de la Asociación Europea de Libre Comercio en 1960. No se quedó de brazos cruzados, tenía un plan y lo llevó adelante. Claro está, disponía de sus propias ventajas 'imperiales' con la mayor parte de sus excolonias que cuenta incluso con su propio sistema de pesas y medidas desde comienzos del siglo XIX. Sin embargo, en 1961 ya solicitó su ingreso en la CEE, pero ante la contundencia de la oposición de De Gaulle, no fue sino tras el relevo del general en 1969 que se pudo avanzar en la negociación de la incorporación británica, lo que efectivamente se realizó en 1973. Ya habían transcurrido dos años desde que el sistema monetario de Bretton Woods había saltado por los aires, la inflación comenzaba a ser un asunto prioritario para los gobiernos y la Asociación de Países Árabes Exportadores de Petróleo (OPAEP) comenzaba a actuar. El mundo de 1973 ya no era el de 1945 ni tampoco el de 1957, y el Reino Unido se adaptaba a la situación.
Desde su incorporación a la CEE - hoy Unión Europea- el Reino Unido ha sido un socio leal, con propuestas propias y exigencia a veces irritantes para otros, pero ha cumplido con los acuerdos, incluso muy por encima de algunos que comparten el “espíritu” de la Unión, quizá por este motivo, más que por ningún otro, cuando ha solicitado revisar su status dentro del grupo ha visto atendida su petición. ¿Pero esto tiene sentido?
A los británicos – se debería dejar de emplear a Escocia como ariete contra el abandono británico, más que nada por coherencia democrática: han votado su permanencia en la Unión británica; claro está que lo han podido hacer- la globalización les ofrece un espacio de dominio económico que sostienen gracias a su influencia política al margen de la incapacidad de la Unión Europea, cultural por reconocimiento desde la propia Unión Europea, y militar por la negativa de la Unión Europea de abordar este asunto con rigor. La economía británica se compone de bancos y entidades financieras globales, de empresas competitivas, avanza en tecnología, y dispone de un aliado firme, como son los EEUU que llegan a intervenir en los asuntos europeos a su favor (el presidente Obama ha solicitado comprensión para las peticiones británicas al Consejo Europeo).
¿Qué ofrece la Unión Europea? Escaso respeto a la ley y oscurantismo político. Las propias concesiones a los británicos, en su contribución al presupuesto común, en la política social o las más recientes, son un buen ejemplo, pero el no control de las ayudas a los bancos durante estos años o las leyes fiscales especiales a las grandes empresa negociadas por los actuales máximos ocupantes de los puestos de mayor representación institucional, o el ya casi usual recurso alemán a su tribunal constitucional para avalar los compromisos europeos - lo que le convierte en una instancia supervisora de la integración- son ejemplo de las limitaciones que los muchos británicos pueden sentir sobre cómo entienden ellos la democracia y sus posibilidades como nación.
Reconozco cierta envidia, pero como español y europeo creo que merece la pena luchar porque todas las deficiencias de la actual Unión Europea se superen. Legítimamente me siento traicionado, voté/votamos en 2005 en un referéndum a favor del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa que primero fue modificado y adulterado, y ahora reinterpretado, con ocultamiento, negación de los cambios (¿por qué se hacen?) y sin el más mínimo debate parlamentario en España, y muy escaso y poco publicitado en la Unión Europea, pero no pierdo la esperanza de que se acabe este tortuoso camino por el que los intereses de los líderes (¿?) que nos gobiernan han conducido al proceso de integración, sean denunciados y reemplazados por otros que vuelvan a entusiasmar a los ciudadanos europeos con propuestas de progreso económico y social, y sean capaces de ofrecer propuestas de gobernanza global que hagan este mundo más vivible para todos.
Por cierto, en las múltiples, variadas y variopintas mesas de negociación de acuerdos sobre el Gobierno de España ¿alguien ha planteado algo sobre la Unión Europa, el Brexit, o el Españexit?
Casi mejor no preguntar.
*Este artículo refleja la opinión y es responsabilidad de su autor. Economistas sin Fronteras no necesariamente coincide con su contenido.