Explicaciones fáciles

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En cuanto un bebé llega a la edad en que es capaz de comunicarse con palabras, empieza la fase de las preguntas. Todo el que haya tenido contacto con niños pequeños sabe que llega un momento en el que “¿por qué?” se vuelve omnipresente. ¿Por qué es azul el cielo? ¿Por qué vuelan los aviones? ¿Por qué llueve? Mil preguntas que, en ocasiones, no sabemos contestar de inmediato, si no es mirando la respuesta en internet. Ahora que tenemos internet, claro.

Antes de esta época, los adultos, cuando no sabían contestar esas preguntas y las que ellos mismos se hacían sobre el mundo y la vida, inventaban cuentos, mitos, leyendas, porque los seres humanos somos seres que narran, seres que se narran a sí mismos su entorno, su pasado, su vida. Y, además, somos seres que necesitan encontrarle un sentido a lo que nos rodea. Nos gusta pensar que las cosas pasan por una razón, que hay siempre una respuesta, aunque sea difícil de comprender o de aceptar, aunque tenga lagunas de lógica. No nos sentimos cómodos pensando que las cosas pasan “porque sí”, por puro azar, sin sentido ni coherencia, de modo que, desde el principio, nos vimos en la necesidad de inventar explicaciones para tranquilizarnos y calmar nuestra necesidad de comprender. Mucho antes de las explicaciones científicas aparecieron las teológicas.

Durante mucho tiempo las cosas pasaban “porque Dios quería” y, si no entendíamos el sentido de ciertos sucesos, era porque él, en su infinita sabiduría, prefería dejarnos a oscuras y no explicarnos el porqué. O es que estaba probando nuestra fe o nuestro amor, o nos compensaría en el cielo los sufrimientos pasados en este mundo terrenal.

Antes de nuestra religión monoteísta, que no explicaba nada, pero supuestamente consolaba y nos entrenaba en la aceptación de lo incomprensible, otras religiones habían explicado el mundo de muchas otras maneras: los egipcios, por ejemplo, pensaban que cada atardecer Ra se subía en su barca y atravesaba el río de la noche hasta salir por el otro lado para empezar de nuevo el día. El alba era su salida cotidiana al mundo de los mortales. Desde el punto de vista científico era mentira, pero como historia era realmente bella y tranquilizaba a los humanos que vivían junto al Nilo.

Los griegos y, posteriormente los romanos, también inventaron muchísimas historias -unas propias y otras prestadas de otros pueblos- para explicar lo que sucedía entre nosotros. Los dioses eran iguales a los humanos en sus odios, rencillas, venganzas y deseos pero, al ser más poderosos, sus actos tenían terribles consecuencias.

Lo que tenían en común todas estas mitologías y religiones es que estaban hechas para explicar el mundo, para contestar a todos los porqués, para dar sentido a los acontecimientos que, de otro modo, habrían resultado incomprensibles.

Tengo la sospecha de que nosotros, en la actualidad, al haber perdido en gran parte la fe en las religiones tradicionales -ya no nos sirven como explicación de lo que está pasando en el mundo y, por nuestra propia condición de humanos, no podemos o queremos aceptar el sinsentido de la existencia- estamos buscando desesperadamente a alguien que nos conteste esas preguntas fundamentales y nos ofrezca explicación -sencilla, a ser posible- y consuelo; alguien que nos ayude a aceptar lo que no comprendemos o no sabemos cómo resolver. De ahí el auge de partidos simplistas, paternalistas, machistas, racistas.

Por un lado, recuerdan a tiempos pasados y, solo con eso, tranquilizan a parte de la población. Por otro, convencen a quienes los escuchan de que las cosas tienen un sentido -uno, no varios; y no matizados, sino monolíticos-, aunque a veces ese sentido sea duro de aceptar. Para mucha gente es mejor una explicación falsa, pero sencilla de entender y muy clara, que una explicación verdadera pero llena de matices, que no se limita a blanco o negro, sí o no. Ese tipo de persona se siente mejor si quien le da las explicaciones alza la voz, usa frases muy simples y usa el eterno tópico de “nosotros” frente a “ellos”. “Ellos” son los que tienen la culpa de todo y han creado ese mundo incomprensible donde ya nada tiene sentido, donde todo el mundo sufre y hay demasiadas opciones, demasiadas posibles soluciones que podrían funcionar, o no. Una buena parte de la población -y es algo general, que sucede en muchos países, no solo en el nuestro- prefiere que le digan qué pensar, que le simplifiquen la complejísima situación del mundo, donde hay tantos factores que considerar. Por eso triunfan la estupidez y la simpleza: es un mensaje fácil de entender -aunque sea mentira-, da una aparente explicación a lo que sucede, y exime de responsabilidad al individuo porque lo que pasa no es culpa suya, es culpa de los enemigos, de los que defienden otras soluciones, explicaciones y verdades.

La ciencia también aporta explicaciones, pero es difícil de entender. Hay que dedicarle tiempo y esfuerzo, y además, no siempre nos dice lo que queríamos oír, mientras que la mentira fácil tranquiliza. Por eso hay gente que cree en conjuras y conspiraciones, en que los extraterrestres nos han invadido, en que algunos políticos, tanto ancianos como jóvenes, que han demostrado ampliamente su incompetencia todavía pueden salvarnos desde arriba, con una mano fuerte, llevándonos a hacer sacrificios que en algún nebuloso futuro nos habrán salvado aunque, por el camino, hayan quedado muchos en la cuneta. “No hay parto sin sangre”, nos dicen esos apóstoles que tratan de imponer su mensaje simplista, infantilizado. Son los partidos del “hombre fuerte” (aunque ahora, a veces, sean mujeres), de la mano firme, del paternalismo o maternalismo con el que nos explican que, como todo es tan difícil, ellos y ellas están dispuestos a hacerlo todo por nosotros, sin nuestra intervención, para que nosotros -el pueblo- podamos vivir tranquilos, dedicarnos a nuestras cosas, salir de copas los fines de semana y no inmiscuirnos en su trabajo, que consiste en explicarnos el mundo para que podamos dormir en paz.

Es una infantilización y una estultificación de la sociedad, pero como, mientras tanto, tenemos expertos en publicidad, en marketing y en mil cosas encaminadas a manipular la opinión pública, el mensaje se ha vuelto un poco más sofisticado y una buena parte de la población no se da cuenta de que la están manipulando para que sienta esto o aquello. 

El mensaje de miedo que propagan los medios de comunicación va en aumento y sirve precisamente para eso: para que la gente, asustada por los desarrollos de un mundo que cada vez entiende menos, esté dispuesta a poner el poder en manos de quienes proclaman que tienen la explicación definitiva, del sentido de todo.

Antes nos contaban bellas y crueles historias de dioses y diosas luchando en el cielo, usando a los mortales como herramientas y ahora nos cuentan cuentos de conspiraciones, nos asustan y nos explican que si les otorgamos el poder a ellos, a los que saben cómo solucionar los problemas del mundo a base de gritar e insultar a los otros, como primates, podremos por fin vivir tranquilos.

Los seres humanos necesitamos explicaciones, historias que llenen de sentido nuestras vidas, respuestas claras y unívocas que nos tranquilicen y nos den seguridad. Por eso todo se resume, todo se comprime a un par de frases por complejo que sea el problema; se pregunta a alguien que ha dedicado treinta años a su especialidad y se le pide que conteste en dos minutos. No tenemos tiempo de examinar un problema en profundidad, ponderar los argumentos de unos y de otros, decidir libremente. Queremos saber cómo están las cosas. Ya. Qué pensar, qué creer, a quién votar.

Durante mucho tiempo la duda era marca de inteligencia. El poner en tela de juicio cada argumento con el que nos enfrentáramos era la forma de progresar, de avanzar en la dirección que creíamos adecuada. Últimamente la capacidad crítica está de capa caída. Queremos que nos expliquen las cosas ya, y en dos frases, porque nos aburren las explicaciones largas. No tenemos tiempo que perder con matizaciones, detalles y argumentos. “Esto es bueno”. “Esto es malo”. Como en las películas de dibujos animados para los más pequeños. Nos estamos dejando idiotizar como sociedad y acabaremos siendo conducidos por los más tontos del rebaño que siempre tienen una explicación a mano, aunque no sea verdad, aunque comporte destruir a otros.