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A festejar, a festejar, que el mundo se va a acabar

Dos personas escondidas bajo el colchón de un piso turístico para burlar la actuación policial en una fiesta ilegal en Madrid.
2 de abril de 2021 20:28 h

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Todos los días, desde hace meses, me pregunto lo mismo: cada vez que leo el parte policial de intervenciones, y veo las últimas imágenes de fiestas masivas, botellones, saraos familiares, bares desalojados y pisos turísticos, me pregunto: ¿estamos festejando más que nunca, o es que vemos las fiestas más que nunca? ¿Salimos, celebramos y nos cogemos más papas que en toda nuestra vida? ¿O es que tenemos el radar fiestero encendido y nos llaman más la atención, junto a los medios y redes multiplicando las imágenes festivas? Puede que las dos cosas.

Por un lado, no es ninguna novedad que en momentos de amenaza o grave crisis, los humanos nos desquitamos con unas ansias locas (y algo suicidas) de vivir, de festejar que seguimos vivos. “Apocalipsis” es un buen nombre para un bar de copas; el fin del mundo en cualquiera de sus formas nos empuja a bailar, beber, reír y follar como si no hubiera un mañana, porque puede que en efecto no haya mañana. No culpemos a la “fatiga pandémica”, que llevamos viendo fiestas desde el inicio (recordemos la polémica sobre las discotecas el verano pasado). De la peste europea a las guerras de toda época, son muchos los ejemplos históricos de cómo en ciudades sitiadas, países conmocionados o sociedades enfrentadas a una catástrofe, conviven batallas, funerales y toques de queda con salas de fiesta llenas y bailes hasta el amanecer; gentes que festejando se quitan el miedo, se olvidan un rato del desastre o incluso saludan el caos temporal. No se equivoquen, no romantizo las fiestas pandémicas: me parecen un error, una grave irresponsabilidad, aunque pueda entender que cada uno se busque sus propias estrategias de supervivencia. Y no sé, a lo mejor las fiestas forman parte de la misma ecuación cuando hablamos del daño a la salud mental.

Por otro lado, la sensibilidad del momento sesga nuestra percepción: vemos por todas partes a quienes no hacen lo que deberían, lo obligado por ley y lo moralmente aceptado como correcto. Igual que nos parece ver mucha gente sin mascarilla aunque sean minoría, creemos que hay demasiadas fiestas porque en estas circunstancias una sola fiesta ya nos parece demasiado. No digo que no haya excesos, ahí están las cifras de sanciones; pero también creo que hay una hipervisibilización de toda infracción, no solo las fiestas pero especialmente las fiestas, donde lo ético y lo estético molestan por igual, y la tentación de moralizar es inevitable: celebrar está mal porque estamos en pandemia. Incluso aunque nos asegurasen que no hay contagios en las fiestas, nos seguirían pareciendo mal porque estamos en pandemia.

Añado dos elementos más para el debate: el primero, la facilidad con que los gobernantes usan a los fiesteros para su juego favorito, el juego de la culpa: los insolidarios juerguistas son culpables fácilmente señalables, culpables de contagios, muertes, confinamientos, daño económico; podemos descargar sobre ellos nuestra rabia mientras otros niveles de responsabilidad quedan fuera de foco. Por supuesto que ciertos comportamientos incívicos pueden ser muy dañinos para la salud colectiva, pero sospecho que la marcha de la pandemia en el último año, desde el colapso de la primera ola hasta la vacunación, no es solo cosa de cuatro borrachos o cuatro mil borrachos.

El segundo elemento es un recordatorio en la misma dirección: a veces se nos olvida que el gran drama de la pandemia no ha estado en las fiestas ni en los pisos turísticos, ni siquiera en los bares: ha sido en las residencias de mayores, donde no había botellones que sepamos. Ya sé que el exceso fiestero provoca más transmisión comunitaria y puede acabar alcanzando a todos, también a los mayores; pero los responsables últimos de la infamia de las residencias no están tras la puerta que tira la policía para acabar con una fiesta, ni en la pandilla que berrea junto a tu portal, sino en ciertos despachos oficiales y empresariales, como bien señala un libro imprescindible recién publicado: ¡Vergüenza! El escándalo de las residencias, de Manuel Rico.

En fin, repito mi pregunta inicial, por si alguien la contesta: ¿estamos festejando más que nunca, o es que vemos las fiestas más que nunca?

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