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María Ramírez

Cada día los periodistas que cubren la Casa Blanca reciben decenas de correos electrónicos con los movimientos del presidente, el vicepresidente y en algunos casos la primera dama. Esos mensajes detallan a qué hora entran y salen, con quiénes se dan cita, cuántos minutos pasan en cada reunión, qué dicen por los pasillos, qué gestos hacen, quién y qué hay a su alrededor y a qué hora exacta vuelven a casa por la noche.

La información la elaboran reporteros, la mayoría de medios de Estados Unidos, que se van rotando y que también avisan si algún detalle no está disponible o si los portavoces no han aclarado algo de la agenda del presidente. Incluso un Gobierno tan agresivo contra los periodistas y obsesionado con limitar la información pública como el de Donald Trump no ha podido acabar con esta norma no escrita que permite seguir muy de cerca al presidente.

Esto es sólo una pequeña parte de las reglas de transparencia, en algunos casos por rutina y en otros por ley, que gobiernan la que sigue siendo una democracia de la que aprender pese a sus debilidades. Si Trump va a pasar por una investigación que podría acabar incluso con su destitución, es por los protocolos que existen para documentar sus conversaciones. Ya hemos visto un resumen muy detallado y el propio Trump sugiere que hay una transcripción literal de todas sus palabras en su charla con el presidente de Ucrania.

La queja formal del agente de la CIA que ha denunciado el comportamiento de su presidente incluye el intento de ocultar parte de la documentación de la llamada telefónica. La tapadera es lo que suele perder a los políticos. El control público no ha parado hasta ahora el comportamiento despótico de Trump, pero su desprecio continuo a su obligación de rendir cuentas le puede costar caro.

En España cuesta tener hasta la agenda del presidente del Gobierno y ni se plantea el acceso a todos sus movimientos, a sus días exactos de vacaciones o a la transcripción de sus conversaciones. Eso supone que la información es incompleta y más vulnerable a ser manipulada por agendas interesadas.

La luz, como demuestra el caso extremo de Trump, no es una coraza contra los abusos. Ni los propios líderes perciben el peligro de que se esté documentando lo que dicen y hacen. No hay más que pensar en Richard Nixon, que eligió grabar todas sus conversaciones en el despacho oval -pensando en sus futuras memorias- y se incriminó a sí mismo. En el caso de Trump, sus declaraciones públicas, incluidos sus tuits, que son parte del archivo oficial de su Administración, ya son material suficiente, pero el registro más tradicional de sus acciones sigue teniendo un peso.

Cuantas más maneras haya de documentar lo que hacen los gobernantes y más instituciones con una función de servicio público se impliquen en ese proceso -sean periodistas o funcionarios-, más posibilidades hay de controlar mejor a quienes administran el Gobierno con nuestros impuestos.

La oscuridad es la manera de que los políticos se sientan más cómodos pensando que el poder es un patrimonio propio y no un préstamo de los ciudadanos, y que su vida cotidiana no está sujeta al control de los votantes más allá de unas efímeras papeletas. La oscuridad es una mala costumbre que se rompe prestando atención a las rutinas más básicas. Para cambiar sólo hay que empezar.

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